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El Bison, su mujer y el Bisonnot compraron, por fin, billetes para Saint-Jean-de-Luz. Para emprender viaje debían esperar hasta el lunes siguiente, pues todos los trenes estaban repletos. El sábado por la tarde, saliendo de su lujoso estudio de la Rue Coeur-de-Lion, el Mayor, por su parte, se puso en marcha en el Renault. Se había acordado que fuese el primero en llegar a Saint-Jean, y que tuviese el apartamento preparado para la llegada de sus amigos. A su lado iba Jean Verge, a quien el Mayor debía ya tres mil francos, y, detrás, Joséphine, una amiga del Mayor, de quien éste acababa de gastar la mitad del dinero que traía en el bolso, para pagarse una buena curda.

El coche transportaba también alguna carga: diez kilos de azúcar que Verge llevaba a su mamá, residente en Biarritz, un limonero de hojas azules que el Mayor se proponía aclimatar en el País Vasco, dos jaulas repletas de sapos, y un extintor cargado con perfume de lavanda, porque el tetracloruro de carbono huele bastante mal.

7

A fin de evitarse encuentros con esos bípedos que circulan emparejados y vestidos de azul oscuro, llamados gendarmes, al salir de la capital el Mayor tomó una carretera secundaria a la que pomposamente se había bautizado como N-306. De todos modos, los tenía a cero.

Para no perderse, seguía las indicaciones de Verge. Este descifraba el mapa Michelin colocado sobre sus rodillas, y era la primera vez en su vida que se dedicaba a semejante actividad.

La consecuencia fue que, a las cinco de la mañana, después de haber rodado durante ocho horas a una media de cincuenta kilómetros por hora, el Mayor divisó en el horizonte la torre de Montlhéry. Al verla, dio inmediatamente media vuelta con el coche, pues en aquel sentido llegaban directamente a París por la Puerta de Orleáns.

A las nueve entraban en Orleáns. Aunque no quedaba más que un litro de gasolina, el Mayor se sentía feliz. No le habían visto el gorro ni a un solo policía.

A Verge le quedaban todavía dos mil quinientos francos que pronto se vieron convertidos en veinte litros de gasolina y cinco kilos de patatas ya que, dada la edad del coche, era preciso mezclar el carburante con trozos de dicho tubérculo, en la proporción de una cuarta parte.

Los neumáticos parecían resistir. Al final de la breve detención para repostar, el Mayor tiró del cordón unido a la válvula de la caja de velocidades, chifló dos veces, acogotó el vapor, y, a la postre, el Renault volvió a ponerse en marcha.

Salieron de la N-152, cruzaron el Loire por un puente secundario y tomaron la mucho menos frecuentada N-751.

Los estragos ocasionados por la ocupación habían favorecido la eclosión, entre los carriles y los aguazales, de una vegetación feraz y aguanosa. Los corazoncillos agitaban sus corolas en todas direcciones, mientras que las cicindelas de campo deslizaban una nota malva entre la salpicadura nacarada de las florecillas más humildes.

Alguna granja aquí y allá salpimentaba la monotonía de la carretera, produciendo, cada vez, una agradable sensación de alivio en el escroto, semejante a la que se nota cuando se pasa de prisa sobre un puentecito en forma de arco. Según se iban acercando a Blois, comenzaron a ver surgir gallinas por todas partes.

Las gallinas picoteaban a lo largo de las cunetas siguiendo un plan cuidadosamente pergeñado por los peones camineros. En cada uno de los agujeritos excavados por sus picos se sembraban, a la mañana siguiente, semillas de girasol.

El Mayor con ganas de comer gallina, comenzó a dar golpes de volante. Giraba al mismo tiempo el cierre del tubo de escape, logrando así frenar el coche hasta la velocidad de marcha de un hombre caminando por un colmenar.

Una Houdan [11] , mantecosa y rolliza, apareció de repente a la vista, con la cresta levantada, dando la espalda al coche. El Mayor aceleró solapadamente, pero el ave se dio vuelta de improsivo y le miró a los ojos con aire desafiante. Muy decidido, aunque también muy impresionado, el Mayor, puso cara de circunstancias y describió con el volante un ángulo de noventa grados. Como consecuencia, debieron recurrir al cartero de la comarca, que por casualidad pasaba por allí, para que les ayudase a desempotrar el coche del roble centenario del que, el juicioso reflejo del conductor, vino a causar la fractura.

Reparado el destrozo, el Renault se negaba a volver a ponerse en camino. Verge se vio obligado a bajar y a resoplar contra su trasero durante más de cinco kilómetros antes de conseguir que se decidiera a arrancar. El coche refunfuñó al deternerse para permitirle subir.

En modo alguno desanimado, el Mayor dejó atrás Cléry, llegó hasta Blois y enfiló hacia el Sur por la N-764, en dirección a Pont-Levoy. Ningún agente a la vista; volvía a recobrar la confianza.

Silbaba una marcha militar, marcando el final de cada compás mediante un enérgico taconazo. Pero no pudo terminarla, pues acabó por atravesar con el pie el suelo del automóvil y, de haber continuado, se habría arriesgado a volcar la caja de velocidades, dos de las cuales estaban desparramadas por el suelo desde el momento de la colisión contra el árbol.

En Montrichard compraron un pan. Atravesaron a continuación Le Liège, y el coche se quedó parado de repente en la encrucijada de la N-764 y la D-10.

Joséphine se despertó en aquel momento.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Nada -contestó el Mayor-. Hemos comprado un pan y paramos para comerlo.

Se sentía inquieto. A una encrucijada se puede llegar desde cuatro direcciones. Y en una encrucijada se lo puede a uno ver desde los cuatro costados.

Bajaron del vehículo y se sentaron al borde de la carretera. Una gallina blanca apostada en la cuneta, se desempachó y enderezó hasta el nivel de la calzada su cabecita coronada por una alargada cresta. El Mayor se puso al acecho al verla.

De repente cogió el pan, un dos kilos formato grande, lo fue levantando en el aire según giraba para ponerse en posición favorable, simuló estar comprobando su transparencia y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la gallina.

Desgraciadamente para él, la granja de Da Rui, el popular futbolista, se levantaba no lejos del lugar, y de ella procedía aquel ave. La gallina que parecía haber sacado provecho de las enseñanzas recibidas, peinó el pan con un hábil cabezazo, enviándolo por lo menos a cinco metros de distancia. A continuación, corriendo como un galgo, volvió a hacerse con él antes de que llegara a tocar suelo.

En un abrir y cerrar de ojos, y entre una tupida nube de polvo, desaparecía a lo lejos llevándoselo debajo del ala.

Verge, que se había levantado de un salto, la perseguía.

– ¡Déjala, Jean! -le gritó el Mayor-. No tiene importancia. Y, además, vas a conseguir llamar la atención de algún gerdarme.

– ¡Maldita hija de puta! -jadeó Jean mientras seguía corriendo.

– ¡Que la dejes, digo! -insistió el Mayor, y Jean regresó bufando a más no poder-. Repito que no tiene importancia. He comido un panecillo a escondidas en la tahona.

– ¡Pues sí que me sirve de consuelo! -dijo Verge, furioso.

– Además, llevándolo como lo lleva debajo del ala, debe apestar a volátil -comentó el Mayor con repugnancia.

– No te esfuerces por consolarme -repuso Jean-. Intentemos volver a ponernos en marcha para ir a comprar otro. Y en lo sucesivo, te lo ruego, dedícate a la caza de la gallina con cosas que no sean comestibles.

– Descuida, lo haré por ti -concedió el Mayor-. Me serviré de una llave inglesa. Y ahora, veamos qué le sucede al coche.

– ¿No lo habías parado a propósito? -preguntó con asombro Joséphine.

– Esto… No -respondió el Mayor.

8

El Mayor tomó su detector de averías, un estetoscopio adecuadamente transformado, y se deslizó bajo el automóvil. Dos horas más tarde despertó bastante descansado.

Verge yJoséphine se agasajaban con manzanas todavía verdes en un predio vecino.

Con un tubo de caucho, el Mayor derramó en la cuneta las tres cuartas partes de la gasolina restante, a fin de aligerar de peso la parte delantera del vehículo. A continuación introdujo el gato bajo el larguero izquierdo y estabilizó el Renault a cuarenta centímetros del suelo, hecho lo cual abrió el capó.

Aplicó al motor la cabeza del estetoscopio y constató que la avería no procedía de ahí. Al ventilador no le pasaba nada; el radiador estaba caliente, o sea que funcionaba. Sólo quedaban, pues, el filtro del aceite y el magneto.

Cambió de emplazamiento el magneto y el filtro del aceite, e hizo una prueba. La cosa no marchaba.

Volvió a colocar cada una de las piezas en sus lugares respectivos y volvió a probar. Ahora sí.

– Bueno -concluyó por fin-. Es el magneto. Me lo temía. Tendremos que buscar un taller.

Llamó a grandes voces a Verge y Joséphine para que empujaran el coche. Pero como se había olvidado de sacar el gato, cuando aquéllos comenzaron sus esfuerzos, el coche basculó y, al caer sobre uno de los pies de Verge, al neumático delantero derecho le dio por reventar.

– ¡Imbécil! -gritó el Mayor, cortando por lo sano las lamentaciones de su amigo-. ¡La culpa ha sido tuya, así que repáralo!

– Desde luego no llegaremos muy lejos empujando el coche -reconocio él mismo poco después-. Será mejor que Joséphine vaya a buscar un mecánico.

La mujer echó a andar por la carretera, y el Mayor se instaló cómodamente a la sombra de un árbol para descabezar una siesta. Entretanto se comía un segundo panecillo birlado en la panadería.

– ¡Eh! ¡Si tienes hambre, tráete un pan al regreso! -gritó a Joséphine según ésta desaparecía tras la curva.

9

Una vez acabado el panecillo, el Mayor se alejó un poco del lugar esperando el regreso de Joséphine. De repente distinguió en el horizonte dos quepís azules que venían en dirección a él.

Echó a correr, o a volar más bien, pues visto de perfil se hubiera podido decir que tenía por lo menos cinco piernas, y llegó de nuevo hasta el coche. Apoyado contra un árbol y canturreando, Verge miraba al vacío.

– ¡A trabajar! -le ordenó el Mayor-. Corta ese árbol. Aquí tienes una llave inglesa.

Con toda diligencia Verge se metió el vacío en el bolsillo y obedeció maquinalmente.

Una vez cortado el árbol, comenzó a hacerlo astillas, siguiendo las indicaciones del Mayor.

Después de ocultar las hojas en un agujero, camuflaron el automóvil dándole apariencia de carbonera, apariencia que completaron recubriéndolo con la tierra que habían sacado al hacer el hoyo. En la cima del artilugio, Verge colocó una varita encendida de sándalo, de la que emanaba olorosa humareda.

[11] Población rural francesa conocida por su mercado de volatería. (N. del T.)


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