Martin me telefoneó a las cinco. Yo estaba en la oficina escribiendo no sé qué, seguramente alguna inutilidad. No me costó demasiado trabajo comprenderle. Habla inglés con un acento mitad americano y mitad holandés, que también debe ser judío, de lo que resulta un todo un tanto especial, pero que en mi teléfono funciona. Teníamos que estar a las siete y media en la Rue Notoire-du-Vidame, en su hotel y esperar; además le faltaba el baterista. Yo le dije:
– Stay here, I will call Doddy right now . -Y él respondió:
– Good Roby, I stay.
Doddy no estaba en el despacho. Dejé recado de que me llamase. Había setecientos cincuenta pavos para ganar si se tocaba en las afueras desde las ocho hasta medianoche. Volví a hablar con Martin, que me dijo:
– Your brother can't play?
Yo contesté:
– Too far. I must go back home now, and eat something before. I go to your hotel.
Él repuso:
– So! Good, Roby, don't bother, I'll go and look for a drummer. Just remember you must be at any hotel at seven thirty.
Como Miqueut no estaba, me largué a las seis menos cuarto. Apenas media hora de sisa. Volví a casa a buscar mi trompeta. Me afeité, pues cuando se toca para la Cruz Roja nunca se sabe. Si es para oficiales, es incómodo aparecer hecho un cerdo, por lo menos de cara. Con la ropa nada importa, en eso ni siquiera se fijan. Me desollé los morros, pues no puedo afeitarme dos días seguidos, duele demasiado. En fin, por lo menos era mejor que nada. No tuve tiempo de cenar del todo. Me tragué un plato de sopa, dije buenas noches y salí. Hacía bochorno. Era otra vez el camino hacia la oficina, pues también trabajo en la Rue Notoire-du-Vidame. Martin me había dicho:
– Nos pagarán cuando acabemos de tocar.
Mucho mejor así. Habitualmente, los de la Cruz Roja hacen esperar semanas enteras antes de pagar, y luego hay que acercarse hasta Caumartin, cosa nada fácil con Miqueut. No me seducía demasiado la idea de volver a tocar con Martin. Es demasiado bueno al piano, un verdadero profesional, y refunfuña cuando no se toca bien. Pero si no quisiera saber nada de mí, no me hubiera telefoneado. Seguramente vendría también Heinz Neuman. Martin Romberg, Heinz Neuman, ambos holandeses. Heinz, al menos, hablaba un poco de francés: «Me gustaría regresar a verte. ¿Así es como se dice?». Me preguntaba eso la última vez que nos vimos, en el Normandie Bar. Allí es donde tenía al mariquita aquel, Freddy, durante la guerra. Acostumbraba a encerrarse para telefonear en la cabina camuflada como aparador normando. Se le oía decir: «Sí, sí, sí, sí, sí…» con un tono sobreagudo, a la manera alemana, y con una risa artificial y muy suelta. Qué horroroso el Normandie con sus falsas y ostentosas vigas de alcornoque artificial. Allí birlé, en cualquier caso, el número del 28 de agosto del New Yorker y el de septiembre del Photography , ése en el cual se ve la carota del ciudadano Weegee que se divierte tomando fotos de Nueva York bajo todos los ángulos, sobre todo desde arriba. Durante las oleadas de calor, los habitantes de los barrios populosos duermen en los descansillos de las escaleras de incendios, a veces son hasta cinco o seis ninos, y muchachas de dieciséis o diecisiete años casi en cueros. Tal vez en su libro pueda verse con más detalle. Se titula Naked City , pero no creo que se pueda encontrar en Francia. Acababa de pasar por la Rue de Trévise. Perra suerte la mía, carajo, el mismo camino de todos los días. A continuación pasé por delante de mi oficina. Está casi al principio de la Rue Notoire-du-Vidame, en cuyo extremo opuesto se encuentra el hotel de Martin. No le vi, no había nadie allí, ni la camioneta tampoco. Miré a través de la puerta del hotel… A la izquierda estaban, junto a una mesa de junquillo, un hombre y una mujer que consultaban alguna cosa. Al fondo, al otro lado de una puerta abierta, se veía al gerente o al patrón sentado a la mesa y cenando con su familia. No entré. Martin debía haberme esperado allí. Coloqué la caja de la trompeta de pie sobre la acera, y me senté allí mismo aguardando la llegada de la camioneta, de Heinz y de Martin. El teléfono sonó en la recepción del hotel. Me levanté. Se trataba seguramente de Martin. El patrón, en efecto, salió:
– ¿El señor Roby será usted por casualidad…?
– Yo soy, sí.
Cogí el auricular. Aquel teléfono no funcionaba como el de mi oficina, parecía mucho más chillón, y me vi forzado a pedir que repitiese. Estaba cerca de casa de Doddy. Doddy no estaba. Tendría que pasar a buscarle por la casa de Marcel, en el número 73, seventy-three , de la Rue Lamark. Estaba bien, había ido a cenar allí y, demasiado haragán para regresar al hotel, seguramente pensó que el cacharro bien podía pasar a recogerle. Previo acuerdo con él, intenté telefonear a Temsey para disponer al menos de un guitarrista. Imposible localizarle. No importa, nos arreglaríamos con trompeta, clarinete y piano. Hubiera resultado más rumboso… De repente todas las luces de la calle se apagaron. Debía tratarse de una avería. Me senté sobre la caja de la trompeta, apoyando la espalda contra la pared situada a la derecha de la entrada del hotel y esperé. Una niñita salió corriendo del establecimiento. Al verme, hizo una finta con el cuerpo y se alejó. Volvió poco después y se mantuvo observándome a prudente distancia. La calle estaba muy oscura. Una obesa mujer provista de un capacho pasó por delante de mí. Ya la había visto al llegar, vestida de negro, con aspecto de madre de familia campesina. Pero no, buscaba cliente, cosa que me parecio curiosa tratándose, como se trataba, de un lugar poco frecuentado. Unos faros brillaron de improviso en el extremo de la calle. Amarillos. No se trataba de nuestra camioneta, pues los de los americanos son blancos. Un «11» negro, para variar. Después un camión, pero francés, veinte por hora a lo sumo. Y, finalmente, el bueno. Se subió a medias sobre la acera y apagó los faros, simplemente para que el chófer meara contra la pared. Gestos de alivio. Comenzamos a charlar. ¿Cuándo llegan los otros? No falta más que uno, Heinz. Las ocho menos cinco ya. El individuo era un antiguo maquinista de la T.C.R.P. vestido de americano. No sabia qué decirle. Parecía bastante simpático. Finalmente le pregunté si la camioneta estaba limpia por dentro. La última vez, en el del show-boat , me senté sobre una mancha de aceite y me puse perdido el impermeable. No, aquél estaba limpio. Me acomodé en la parte de atrás con las piernas colgando fuera. Seguíamos esperando a Heinz. El tipo no podía esperar demasiado. A las nueve y cuarto le aguardaba su coronel americano, y antes debía pasar por el garaje a buscar otro coche. Al oír esto, le dije:
– Seguro que no le gusta pasear en este cacharro. Su automóvil debe ser mucho mejor…
– No demasiado. No se trata de un coche americano, sino de un Opel…
Oí pasos. Todavía no era Heinz. Las luces de la calle se volvieron a encender todas a la vez, y el conductor me dijo:
– No puedo esperar más. Voy a hacer una llamada por teléfono. Le pediré al encargado del garaje que prepare un jeep para que venga a buscarles. Yo me voy a buscar al coronel. ¿Habla usted inglés por casualidad?
– Sí.
– En ese caso, usted se lo explicará.
– De acuerdo.
Heinz llegó por fin y se puso a despotricar al saber que había que recoger a Martin. Siempre que tenía ocasión echaba pestes contra él, pero en cuanto estaban juntos pasaban el tiempo regodeándose en holandés y poniendo a parir a los que tocaban con ellos. Lo sé porque, a pesar de todo, siempre comprendo algo de lo que dicen, pues su idioma se parece al alemán. Los holandeses son todos unos cerdos, medio prusianos, todavía más lameculos que éstos cuando tienen algo que pedir, y tacaños como no puede uno hacerse idea. Además, no me gusta su manera de humillarse ante el cliente para conseguir cigarrillos. Los demás tenemos por lo menos un poco de estilo, pero ellos venga a hacer descaradamente la pelota. ¡Bah!, si por mí fuera… Sí, que conste que, a pesar de todo, soy ingeniero, y que aunque se trata del más tonto de todos los oficios, para decirlo en pocas palabras, no deja de reportar consideración y perspectivas. ¡Bah!, ni siquiera se dan cuenta de que me bastaría con apretar un botón y ¡plaf! ¡Adiós, Martin, adiós, Heinz, hasta la vista! Y qué tiene que ver que sean músicos, los profesionales son todos unos cerdos… El conductor regresó y subimos al vehículo. Heinz creía poder contar con un baterista para las nueve. ¿Pero dónde estábamos yendo? El chófer debía llevarnos al número 7 de la Place Vendôme, eso era todo lo que sabía. Pero como no le daba tiempo, en aquel momento íbamos en dirección a la Rue de Berri. En la Rue de Rivoli echó cuantas pestes quiso porque estuviera prohibido pasar de las veinte millas con los vehículos militares. Para evitarse una direccion prohibida, dio una vuelta en ángulo recto. ¡Malditas vueltas! ¿Por delante de dónde acabábamos de pasar? Sí, por delante del Park Club, ambiente diplomático. Todavía no he tocado en él, pero sí, en una ocasión, en el Colombia. Aquel día, precisamente, estaba lleno de chicas guapas. Era una pena verlas acompañadas por americanos. Pero, en definitiva, es lo que merecen. Cuanto mejor están, más tontas son. ¿Y a mí qué más me da? Lo que quiero no es acostarme con ellas, estoy muy fatigado, sino sólo mirarlas. No hay nada que me guste tanto como mirar a una chica bonita. Bueno…, tal vez meter la nariz entre su pelo cuando lo lleva bien perfumado. Sí, eso tampoco está mal. Frenazo brusco. Estábamos en el garaje. Un muchachote vestido de americano. ¿Americano, francés? Tal vez judío antes que nada. Llevaba el escudo de las barras y estrellas en el hombro. Se trataba del garaje del periódico. Heinz pidió permiso para telefonear al baterista. Yo le expliqué el asunto al mozo, pero vi que le importaba un comino. No tenía ganas de molestarse. Por fin Heinz regresó. Nada de baterista.
– Bueno, ¿se nos facilita un jeep o qué?
Sí, pero no hay chófer. Les dejé que se las arreglaran por sí solos, carajo. Me revienta hablar con ellos. Además, contagian un acento tan vomitivo que después, los ingleses de verdad te miran con mala cara. Y además, ¡mierda!, me producen retortijones de estómago. Finalmente parecían haberlo solucionado. Habían dado, después de todo, con el conductor.
– Vamos a coger el Opel y a buscar a Martin, después nos dejará en la Place Vendôme.