El Opel era gris, de no demasiado mal aspecto. Lo condujo hasta la entrada. Heinz y yo nos metimos en él. Desde luego era mucho mejor que una camioneta. Heinz sonreía de satisfacción. Pero, en realidad, era un coche de saldo. Temblequeaba, tenía un ralentí infecto. Me acordé del Delage: si se ponía un vaso de agua sobre el guardabarros, ni siquiera se producía una ondulación en la superficie del líquido. Claro que era un seis cilindros, el motor que mejor se deja equilibrar. El chófer no acababa de ocupar su asiento. Le estaban haciendo esperar para darle su hoja de salida. Llevábamos ya veinte minutos de retraso sobre la hora acordada. A mí me importaba un pito. Después de todo, el jefe era Martin. Que se las entendiese con ellos. Un jeep con remolque entró en el garaje. Sus ocupantes tenían aspecto de individuos de 1900 con sus pieles de cabra en las butacas, sus grandes polainas enroscadas y las rodillas a la altura de los ojos. Les impedíamos el paso. Uno de ellos se subió al Opel, lo hizo recular dos metros y, cuando el otro vehículo hubo pasado, lo volvió a dejar exactamente en el lugar donde se encontraba antes. Qué necio. Yo no dejaba de refunfuñar. El chófer consiguió a la postre su papel, y por fin salimos. Asquerosa cafetera, en los virajes daban ganas de vomitar. Todo estaba flojo: la suspensión, la dirección… Como es fácil comprender, yo lo sabía de sobra. Con un cierto ritmo de vibración, los coches producen mareos. Los alemanes, con toda seguridad, deben saberlo también, pero ellos tal vez no se mareen con el mismo ritmo. Delante de Saint-Lazare estuvimos a punto de dárnosla con un Matford que atravesaba a su antojo sin mirar a ninguna parte. Subimos por la Rue d'Amsterdam y los bulevares periféricos hasta la Rue Lamark. La casa número 73 quedaba a la derecha. Lo avisé. Y delante de la de Marcel, bajé del vehículo. Sentado junto a una mesita, Martin miraba hacia la puerta. Me vio. ¿Así que en efecto era eso, marrano? Como le dio demasiada pereza regresar a la Rue Notoire-du-Vidame, se había quedado a cenar allí. Llegó hasta el coche. El saludo a través del vidrio de la portezuela le quedó muy a lo gángster. Acto seguido se puso a cotorrear en holandés con Heinz. Ya estaba. Volvían a empezar y Heinz se mostraba incapaz de decirle ni media. Era previsible. Un aparatoso y desmadejado viraje más.
– ¡Es como un columpio! -dijo el conductor.
La Place Vendôme no estaba muy iluminada. En su número 7, las oficinas del Air Transport Command.
– ¡Hasta la vista! -me dijo el chófer. Nos estrechamos la mano. -Me voy a buscar al coronel.
– Parece que no hay nadie -dije yo-. No debe ser aquí.
Y él me contestó:
– Si no lo encuentran, telefoneen a Elysée 07-75, es el garaje. Allí me dijeron que les trajera aquí. Pero, evidentemente, son las nueve menos cuarto, lo que significa tres cuartos de hora de retraso.
Dicho lo cual, se largó.
– Go and ask, Roby -me dijo Martin.
– ¿Y por qué no tú? Yo no soy el jefe.
Finalmente entramos. No era allí. Los tipos aquellos no tenían ni idea. El ambiente era siniestro, bastante parecido al de una oficina de Correos. Acto seguido estábamos de nuevo en la calle.
– Where's this driver? -preguntó Martin.
Una chica embutida en una cosa de cordero blanco y un americano nos vieron de repente.
– That's the band!
– Yes -dijo Martin-, we've been waiting for half an hour.
Mucho tupé le echó al asunto, pero en cualquier caso, yo puse cara de pendejo. La chica morena no estaba nada mal, como tendremos ocasión de comprobar posteriormente. Les seguimos. Por fin un coche de verdad. Un Packard de 1939, negro y con chófer. El chófer quiso engañarnos:
– ¡No pueden subir todos! ¡Se me reventarán los neumáticos!
– ¡Qué dices! ¡Tú no sabes lo que aguanta un Packard!
Tres detrás: las dos chicas y un yanqui. En los traspontines, Martin, Heinz y yo. Delante, el chófer y dos yanquis más. Rue de la Paix, Champs-Elisées, Rue Balzac. Primera parada. Hotel Celtique. Los dos de delante se bajaron. Espera. Enfrente estaba aparcado un Chrysler azul cielo de la U.S. Navy. Ya los había visto pasar numerosas veces por París. Me preguntaba si se trataría del modelo fluid drive con cambio de velocidades por inyección de aceite. En el interior del automóvil, Heinz y Martin chapurreaban en holandés; el chófer en francés. ¡Oh! ¡Qué repugnantes resultaban! Uno de los americanos volvió a montar en la parte anterior. Estirándose entre Heinz y yo, le alargó algo al que iba en la parte de atrás.
– There's a gift from Captain.
No sé de qué se trataría.
– Thank you, Terry -contestó el del fondo.
Y comenzó a desenvolver. La cosa tenía las dimensiones de un librillo de papel de fumar. Se la volvió a entregar al que iba delante. A continuación nos pusimos en marcha. Al Chrysler se habían subido un oficial de marina y dos mujeres. Nos seguían. De repente giramos a la derecha. Al menos, aquello se comportaba como un coche. Tal vez el chófer quisiera hacerse pasar por Bernard o por O'Hara, que tanto monta. Pero con ocho a bordo era demasiado. Hasta llegar al Bois de Boulogne no me dediqué a escuchar lo que decían los de la parte de atrás. Estábamos ya entre Garches y Saint-Cloud. En el centro iba una mujer rubia bien puesta de pechuga, la morena a su izquierda y un americano a su derecha. Hollywood.
– Santa Monica is nice -le oí decir a la del centro con acento displicente.
Desde luego que sí. Sobre todo a tu lado, papanatas. Aparte de lo mal hecha que estás, tienes cara de pocos amigos, desde luego. La otra, la morena, estaba mejor. Seguramente ni siquiera era americana. Éstas tienen todas las ancas hundidas. Si exceptuamos, claro está, aquellas dos a las que vi una tarde en el show-boat. Ambas con pantalones de talla ajustada, ajustada, y con unos culos bien redondeados debajo. Habría podido jurarse que se los habían fabricado hinchándolas poco a poco y ajustándoles paulatinamente la ropa para destacar el busto y las nalgas. De verdad, resultaban formidables.
– What's the name of that friend of yours, Chris…? -preguntó el americano a la morena.
– Christiane -respondió la otra.
– Nice name, and she's nice too.
– Yes -prosiguió la otra-, but she's got a strange voice [¡vaya con la amiguita!] and when she's on the stage, she makes such an awful noise… yes… but she's nice. May be we'll go to New York in february -añadió.
– And where do you come from New York -dijo el tipo-, it would be wonderful to see you again, and this other friend of yours, Florence?
– Yes -dijo ella-, she's got a nice face, but the rest is bad.
¡Con cuánta gentileza hablaba la tía de sus amistades!
– And who will come too? All the chorus girls?
A continuación de lo cual creí comprender que formaba parte de la Comisión de Fiestas y Festejos, pero quizá me equivoqué. Resultaba molestísimo escuchar con Heinz y Martin a mi lado, que no dejaban de hablar holandés.
– I think you're the best -dijo el individuo.
Y ella no respondió; tal vez pensaba que era cierto y que no se lo decía en plan de cumplido. Llegábamos ya al puente de Suresnes, lleno por completo de baches y en pésimo estado de conservación, mientras el nuevo, a su lado, todavía, estaba sin terminar. Comenzado en el cuarenta, llevaba ya enmoheciéndose por lo menos cinco años. La cuesta de Suresnes por fin. Era cojonudo escuchar el ruido de los neumáticos de un gran automóvil sobre el pavimento. Hacían un ruido hueco y rotundo. Subíamos en directa. ¿Que ocho resultan demasiados para un Packard? ¡Qué cretinez! Todos los chóferes son unos estúpidos. Son una raza inferior. Yo soy ingeniero y me cago en ellos, pero ellos están en buenas relaciones con los músicos, de lo cual se jactan. Sí, en definitiva son de la misma especie. Tipos que se achantan. Bueno, ya me vengaré con un colt más tarde. Me los cargaré a todos. Pero no quiero correr ningún riesgo, porque mi pellejo vale más que los de todos ellos juntos. Sería estúpido terminar entre rejas por tipos así. Me pregunto por qué no me decido a hacerlo de una vez. Se trataría de ir a buscar a un individuo como Maxence van der Meersch [12] y decirle:
– A usted no le gustan los rufianes ni los gerentes de establecimiento. A mí tampoco me gustan. Formemos una asociación secreta y una noche, por ejemplo, nos metemos en un Citröen negro y acabamos con todos los de Toulouse.
– No sería suficiente -me contestaría Van der Meersch-, habría que cargárselos a todos.
– En ese caso, tengo otra idea -replicaría yo-. Convoquemos una gran convención sindical y después los suprimimos. Basta con organizarse bien.
– ¿Y si nos zurran la badana? -alegaría Van der Meersch.
– No tendría importancia. Lo habríamos pasado bien, pero al día siguiente encontraríamos a otros en su lugar.
– Y entonces -accedería él-, podríamos ensayar otros trucos.
– De acuerdo. Hasta la vista, Maxence.
El automóvil acababa de parar. Golf Club. Allí era. A tierra. Entramos. Embaldosado, vigas a la vista, no era el primer lugar así que veía. Nos cambiamos en una habitación muy pequeña. Evidentemente, habían vuelto a requisar un sitio que no estaba del todo mal. Pasillo a la izquierda, gran salón con piano, es aquí.
Así, de buenas a primeras, el calor resultaba pasmoso. Mal he hecho en ponerme mi sweat-shirt. Por otra parte, debo de tener cuidado con el agujero del pantalón. Pero como la chaqueta es lo suficientemente larga, seguramente no lo verán. Y después de todo, no se trata más que de putas. En cuanto a los tíos, me importan un bledo. Los radiadores funcionan, sin duda alguna. Nos sentamos los tres. Martin considera que no hay el ambiente adecuado para interpretar swing . Heinz empuña el violín en lugar del clarinete, y entre los dos atacan una pieza cíngara. Durante ese tiempo descanso, caliento un poco la trompeta soplando en su interior y desatornillo el segundo émbolo, que se atasca cuando se le pone aceite. Le echo un poco de saliva encima. Demasiado muelle. Desde luego, no hay nada como la saliva. Ni siquiera el Slide Oil de Buescher es lo bastante fluido. Y en cuanto al petróleo, probé una vez, y la vez siguiente me quedó el regusto en la boca durante más de dos horas. Algunas de las vigas están pintadas de rojo viejo, amarillo oro y azul de París desmayado, estilo antiguo. Gran chimenea monumental con un chuzo portateas adornado con flecos a cada lado. Viejos estandartes sobre las vigas del paravientos, a diez metros del suelo. Los techos son muy altos. Cabezas de animales disecadas en las paredes. Antiguas armas árabes. Justo enfrente de mí, un gran Aubusson [13] en el que está representada cierta especie de cigüeña, así como una exótica vegetación. Sus tonalidades son un tanto llamativas, y van desde los amarillos y los verdes hasta el azul verdoso. Una gran araña de iglesia en mitad del salón, con cien candelillas eléctricas encendidas, y bombillas simulando habilidosamente la forma de llamas. Sólo un instante antes de que Martin y Heinz comenzasen, un individuo ha apagado la radio. El receptor está disimulado en la parte posterior de uno de los estantes de la biblioteca, provisto, según parece, de lomos de libros de mentirijillas. Contemplo las piernas de la chica morena, que ahora tengo enfrente. Lleva un bonito vestido de lana gris azulada con un bolsillito sobre la manga, y un pañuelo de color oliva. Pero cuando la veo de espaldas compruebo que su ropa está mal cortada por detrás. El talle le queda demasiado ancho y la costura de la cremallera se le abomba un tanto. Lleva zapatos de cuña, pero de piernas no está mal, pues las tiene bastante bien formadas tanto a la altura de las rodillas como a la de los tobillos. No tiene estómago y, con toda seguridad, sus nalgas han de ser duras. Perfecto. Aunque seguramente la mirada también la tendrá de puta. La otra chica del coche sigue estando junto a ella. Luce un infame tono de piel demasiado blanco. Se trata de una moza fofa y con muy buena pechuga, detalle en el que ya me había fijado. Pero sus piernas son horrorosas, y su vestido, horroroso también, de cuadritos marrones sobre un fondo crudo. No resulta en absoluto interesante. Un capitán francés estilo oficial calvo, de edad, condecorado en la guerra del 14 (¿por qué me produce esta impresión?; tal vez sea a causa de los libros de Mac Orlan), está hablando con ella. Hay también dos o tres americanos, entre ellos un capitán, pero de los no elegantes, se ve que tienen dinero por lo poco que se preocupan de su indumentaria. A mi izquierda, detrás del piano y cerca de la entrada, hay una barra de bar detrás de la cual se mueve un sirviente del que sólo veo la parte superior de la cabeza. Los fulanos comienzan a atizarse whiskies en vasos de naranjada. La atmósfera es absolutamente vomitiva. Heinz y Martin han acabado con su invento. Ningun exito. Decidimos tocar Dream , de Johnny Mercer. Cojo la trompeta, y Heinz el clarinete. Una pareja se decide a bailar, la morena también, y después se suman algunos otros fulanos. Pocos en cualquier caso. Imagino que debe haber algunos saloncitos contiguos. Es asombroso lo que calientan estos radiadores. Después de Dream , una movidita para despertarles, Margie . Empiezo a tocar con sordina, pues realmente son muy pocos los que bailan y, además, la cosa queda así mejor ensamblada con el clarinete. Templo un poco la trompeta, que estaba demasiado alta. Los pianos suelen sonar alto habitualmente, pero éste está algo bajo por el calor. Procuramos no cansarnos, y la gente baila sin demasiada convicción. Entra un tipo con americana negra galoneada, camisa y cuello almidonados y pantalones de rayas. Tiene aspecto de mayordomo, y tal vez lo sea. Hace una señal al camarero, quien nos trae tres cócteles de ginebra con naranja o algo por el estilo. A mí me gusta más la coca-cola. Este potingue me va a caer mal al hígado. Regresa acto seguido, cuando hemos terminado la melodía, y nos pregunta qué se nos ofrece. De amables maneras, tiene el rostro chupado, la nariz colorada, la raya a un lado y un tono de piel muy curioso. Parece triste el pobre viejo. Tal vez padezca del vómito negro hereditario. Se aleja y vuelve a acercarse con dos platos. En uno trae cuatro enormes raciones de tarta de manzana. En el otro, una pila de sándwiches, unos de corned-pork y otros de mantequilla y foie-gras . ¡Por la Virgen, qué buena pinta tienen! Para disimular, Martin dibuja una candorosa sonrisa de concupiscencia, y la nariz se le junta casi con el mentón. El camarero nos dice: