– Si les saben a poco, no tienen más que pedir más.
Volveremos a tocar después de haber comido un sándwich. La linda morenita se deja llevar contoneando sus duras nalgas, mientras pela la pava con el americano. Bailan completamente plegados sobre las corvas y bajando mucho la cabeza, como formando una exagerada figura del galope al estilo 1900. Ya vi hacer lo mismo el otro día. Debe tratarse, seguramente, de la manía de moda. La cosa debe provenir de Auteuil y de los pijos de por allá. Justo a mis espaldas hay dos cabezas de ciervo rotuladas «Dittishausen, 1916» y «Unadingen, 21 de junio de 1928». El asunto, encuentro, no tiene verdaderamente más que un interés muy reducido. Están montadas sobre dos redondeles de madera barnizada que parecen haber sido cortados del mismo madero y un poco al sesgo. En efecto, tienen una forma aproximadamente oval, o elíptica, para decirlo con mas exactitud. Entra un Mayor, no, un estrella de plata, es decir, un coronel, llevando del brazo a una linda mujercita. Aunque esto tal vez sea demasiado decir. La mujercita en cuestión tiene la piel tersa y sonrosada, los rasgos rechonchos, como si la acabasen de esculpir en hielo y estuviera empezando a fundirse. Sí, ese tipo de rasgos redondeados, carentes de relieves y de hoyuelos. Su aspecto tiene algo de repugnante. Bajo él debe ocultarse, por fuerza, alguna cosa. De algún modo hace pensar en un esfínter anal después de una lavativa, reluciente y desodorado. El fulano, por su parte, tiene un aspecto por completo anodino: narigón y con los cabellos canos. La estrecha amorosamente, y ella se restriega contra él. Resultáis vomitivos los dos, amigos míos. Id a echar un polvo a un rincón y regresad después, si es que os apetece. Qué estúpidos restregarse como esos gatos que cagan en cajas de ceniza. Me producís nauseas. Seguramente ella está bien limpita y hasta un poco húmeda entre los muslos. Ahí va otra de un rubio tirando a pelirrojo. En 1910 se veían ya fotos parecidas. Sí, con una cinta roja alrededor de la cabeza: American Beauty . Y la cosa no ha cambiado desde entonces. Siempre muchachas demasiado aseaditas. Ésa, además, está mal hecha. Tiene las rodillas separadas, y es del estilo de Alicia en el País de las Maravillas . Deben ser todas, sin duda alguna, americanas o inglesas. La morenita sigue bailando. Dejamos de tocar durante un instante. Entonces, se acerca al piano y le pide a Martin que interpretemos Laura . A él no le suena. En ese caso, Sentimental Journey . De acuerdo. Ataco la sexta solicitada. Todos se ponen a bailar. ¡Menuda pandilla de fatuos! ¿Bailan para darse postín, para agradar a las chicas, o simplemente por bailar? El coronel continúa dándose el filete. Cierta moza me dijo el otro día que no puede soportar ante sus narices a ningún oficial americano. Además de hablar siempre de política, no saben bailar en absoluto. Y, por otra parte, resultan demasiado cargantes (lo cual no merece la pena decirse; con lo otro ya bastaba). Hasta ahora, estoy bastante de acuerdo con ella. Prefiero a los soldados. Los oficiales son todavía más hediondos que los cadetes franceses. Y a pesar de ello, presumen más que una mierda en un solar con esos bastoncillos que deben servir para dar por el culo a los caballos. Estoy sentado en una silla estilo rústico-medieval-fabricada-a-mano. Resulta soberanamente dura para las nalgas. Pero si me levanto, tendría que ocuparme de mantener oculto el agujero del pantalón. La morena vuelve a acercarse. Otro cuchicheo con Martin. Cerdo decrépito, también a ti te gustaría meterle mano donde le pica. Y yo sé la razón. Hace mucho calor, y eso siempre rejuvenece. De costumbre, en el show-boat , se nos quedan congelados. Lo cual tampoco resulta demasiado estimulante para tocar. El tiempo parece que no transcurre esta noche. Es demasiado cansado tocar a tres. Y, además, esta música parece de tomadura de pelo. Le damos a dos melodías más y descansamos un rato. Nos zampamos la tarta. A continuación, un americano, que debe ser el Bernard o el O'Hara con quien el chófer hablaba ante la puerta del Celtique, hace su aparición.
– if you want some coffee, you can get a cup now, come on.
– Thanks! -contesta Martin, y vamos para allá.
Volvemos a atravesar el vestíbulo. Giro a la izquierda. Saloncito enmoquetado y por completo tapizado estilo Aubusson, con revestimiento de roble. En el diván están el coronel y su pegajosa hembra. Lleva ésta un traje sastre negro y medias quizá demasiado rosadas, pero finas. Es rubia y tiene los labios humedecidos. Pasamos por su lado sin mirarlos. Por lo demás, tampoco les hubiera molestado, pues no estaban haciendo nada, apenas expresar sus sentimientos. Entramos por fin en otra habitación, especie de bar y comedor, también sobrecargada de tapices de Aubusson (debe ser una manía) y con una alfombra sobre la moqueta. Pirámides de pasteles. Alrededor de dos docenas de machos y de hembras, éstas aproximadamente en la proporción de una por cada cuatro, están fumando y bebiendo café con leche. Hay cantidad de bandejas y bandejas, y nos acercamos a ellas, sin demasiada ostentación, pero con decisión inmarcesible. Esponjosos bollitos rellenos de crema de cacahuete. Me gustan. Jugosos marroncillos con sabor a néctar. Estos también. Y, para terminar, más tarta de manzana con una capa de dos centímetros de nata batida sobre la manzana y una pasta que es una maravilla. Bueno, por lo menos la velada no resultará del todo perdida. Trago y trago hasta que no puedo más, y todavía continúo un poco después, para asegurarme de que mañana no sentiré remordimientos. Vacío mi taza de café con leche, medio litro más o menos, y a continuacion, me zampo algunos pastelillos más. Martin y Heinz cogen cada uno un puñado. Yo no. No me parece indicado llevarme nada ante las narices de todos estos cretinos. Pero, ya se sabe, los holandeses son como los perros. Les falta pudor y carecen de sensibilidad hasta que reciben el primer puntapié en el trasero. Damos una vuelta. Yo permanezco con la espalda contra la pared a causa del agujero de los pantalones. Regresamos finalmente al gran salón. Me desabrocho dos botones porque resulta duro volver a soplar casi inmediatamente después de haber zampado. La cosa vuelve a empezar. La morena está otra vez aquí. Quiere que toquemos I dream of you . ¡Ah! ¡La conozco! Pero Martin, no. No importa. Ella le propone Dream , mas como ya la hemos interpretado, él decide atacar Here I've said it again. Esta última me gusta bastante debido sobre todo a su middle-part ; cuando se trata de hacer una caprichosa modulación del fa al si bemol sin dar sensación de que se está haciendo. Tocamos. Paramos un poco. Volvemos a tocar. Estamos medio dormidos. Han aparecido dos chicas nuevas. Seguramente son francesas. Tienen una pinta deplorable con sus greñas hirsutas y su aspecto mezcla de mecanógrafa marisabidilla y criada. Como no podía ser menos, casi al instante se acercan a pedirnos música de baile de pueblo. Para hacerlas rabiar, interpretamos Petit Vin Blanc a ritmo de swing. Qué majaderas, ni siquiera reconocen la melodía. Sí, casi al final sí, y nos ponen una cara bastante desagradable. Los americanos se cachondean, les gusta todo lo que es chabacano. Me parece que nos estamos pasando. Es más de medianoche y llevamos interpretadas montones de viejas pamplinas. Me atizo una coca-cola que me han servido en un vaso muy grande. A Martin acaban de pagarle en este momento. Un sobre bastante abultado. Se ha quedado mirándolo y ha dicho:
– Nice people, Roby, they have paid for four musicians, though we were only three.
Eso ha dicho el muy cretino. Por lo menos debe haber tres mil francos dentro del sobre. Martin se va a mear y, al volver, tiende la mano para conseguir un paquete de Chesterfield reseco.
– Thank you, sir, thanks a lot!
¡Despreciable lacayo! Un corpulento pelirrojo se acerca para preguntarme algo sobre una batería. Según parece, le interesa una para mañana. Le facilito un par de direcciones. Poco después se acerca otro que se explica algo mejor. Lo que quería el anterior es alquilar una batería. Lo siento, nada que hacer. No conozco a nadie que se dedique a eso. En agradecimiento, me ofrece también un cigarrillo. Continuamos tocando, con lo que acaba por darnos la una. Intentamos acabar con Good Night, Sweet-heart . Se acabó, nos vamos. Otra, otra, por favor. Volvemos a interpretar Sentimental Journey . Verdaderamente les afecta que sea la última. Son tan tiernos… Bueno, habrá que pensar en irse. Venga, vamos a cambiarnos de ropa. Cuando acabamos hace frío en el pasillo y en la entrada de la mansión. Me echo el impermeable sobre los hombros. Martin está con Heinz. Me hace señas para que me acerque. Voy. Me suelta setecientos pavos. Ya entiendo, ya. El resto lo guardas para ti. Eres un cerdo asqueroso al que de buena gana aplastaría el hocico. Mas eso es precisamente lo que quisieras, que me diera por aludido. Soy menos cretino que tú y, además, tienes ya cincuenta años. El día menos pensado reventarás. A Heinz no le ha pagado delante de mí. Verdaderamente sois dos granujas de cuidado. En cuanto a los cigarrillos, me complazco en regalarle mi parte solamente por el placer de oírle decir: «We thank you very much, Roby ». Esperamos un coche. La entrada está enlosada. Hay dos baldes rojos llenos de agua, un extintor y cartelones por todas partes: Beware of fire; Don't put your ashes , etcétera. Me gustaría saber a qulén pertenece la residencia. Contemplándola, me extasío con Heinz, a quien también le gusta. Volvemos al recibidor. Martin tiene ganas de mear. Ha birlado en algún sitio un ejemplar del Yank y me lo deja para que se lo guarde. Estamos cerca del teléfono. Cuando Martin regresa, me dice:
– Can you call my hotel, Roby, I wonder if my wife's arrived.
Su mujer debía llegar hoy. Telefoneo a su hotel, de parte del señor Romberg, para saber si la llave de su habitación está en el cajetín. Sí, sí está. Luego tu esposa no. Tranquilo, también esta noche podrás meneártela con la foto de una pin-up girl. Volvemos al recibidor y nos dirigimos después hacia el Packard. El conductor no quiere llevarnos a los tres, le maldecimos.
– Vete, vete sin nosotros. Ya nos las arreglaremos.
Otra vez al recibidor. Me siento. Para variar, Heinz se pone a refunfuñar en jerigonza. Martin parlamenta con Doublemètre, un americano muy gentil que nos encuentra un coche, pero Martin se va a cagar, y nos pide que le esperemos. Vuelta al recibidor. De todos modos, Heinz le ha dado veinte pavos de propina a uno de los mayordomos, que resulta bastante simpático.