MARSELLA COMENZABA A DESPERTAR
Marsella comenzaba a despertar.
El aprendiz de carnicero levantó el medio cierre de hierro pintado de verde aceituna que cubría la mitad superior del frente de la carnicería. La cosa produjo un violento ruido metálico, pero el aprendiz podía silbar todavía con más fuerza, y así lo hizo. Silbaba El vals de Palavas tampoco es traba para la agencia Havas [14] , obsesivo soniquete aprendido de la radio, que lo despachaba en tiradas interminables a lo largo de toda la jornada.
A continuación, el aprendiz retiró la metálica reja de tres cuerpos que cerraba la parte inferior del frente del establecimiento, y la depositó en el lugar acostumbrado. Hecho lo cual, barrió el aserrín esparcido la víspera, y se echó a descansar dándole vueltas a los pulgares.
Los pasos del patrón en el pasillo le recordaron algo. Abalanzándose sobre un hermoso y flamante cuchillo adquirido la víspera, comenzó a pasarlo frenéticamente sobre la chaira.
Entretanto, y aclarándose la garganta con un ruido nauseabundo como acostumbraba a hacer cada mañana, el patrón apareció. Se trataba de un tiazo moreno, un poco siniestro, y de aspecto semejante al de un turco. Sin embargo era de Nogent.
– Y bien -dijo-. ¿Ese cuchillo?
– Estoy empezando -respondió el mozo un poco azorado. Sus cortos y rubios cabellos, y su roma nariz le hacían parecido a un cochinillo.
– Deja ver.
El mozo alargó la hoja al patrón. Este la cogió y se pasó el corte sobre una uña para probar el filo.
– ¡M…! -blasfemó-. ¿Dónde has aprendido a afilar? Con un cacharro como éste no serias capaz de cortarle el cuello a un norcoreano.
Decía aquello para vejar a su aprendiz, del que de sobra le resultaban conocidas las inclinaciones revolucionarias.
– ¡Oh! -protestó el mozo-. ¡A que sí!
Había hablado demasiado. Siniestro, el patrón le miraba fijamente.
– ¡A que no! -dijo.
El mozo se sintió un tanto confuso. Tímidamente, intentó salir del paso.
– ¿Macho o hembra…? -sugirió.
– ¡Da lo mismo! -contestó el patrón con risa maliciosa.
Se aclaró la garganta por última vez. Como no podía soportarlo, el joven ayudante se puso a vomitar en el aserrín.
Mr. Mackinley frotó pensativamente una cerilla contra la suela de cuero de su zapato izquierdo. Tenía los dos pies sobre la mesa, y, para hacerlo, tuvo que encorvarse excesivamente, reavivando el dolor de su antiguo lumbago de Iwojima.
Mr. Mackinley tenía en realidad un apellido completamente distinto, y su negocio de exportación disimulaba la personalidad de uno de los elementos más activos del A.S.S., el Servicio Secreto norteamericano. Los endurecidos rasgos de su enérgico rostro daban a entender que, en caso de necesidad, Mr. Mackinley podía comportarse de manera implacable.
Dejó caer la mano sobre el botón de un timbre eléctrico. Apareció una secretaria.
– Haga pasar a la señora Eskubova -dijo en un inglés por completo desprovisto de acento.
– Yes, sir -contestó la secretaria, y Mr. Mackinley frunció el ceño ante el tufillo de Brooklyn que le evocó aquella voz grisácea. Pero como tenía sobre sí mismo más imperio que Hiro-Hito, se dominó.
Una mujer entraba poco después en el despacho. Parecía exultante y mística al mismo tiempo. Sus ojos azules, sus cabellos castaños y su cuerpo torneado y tentador, hacían de ella el agente ideal para cualquier misión delicada.
– Hello , Pelagia -dijo concisamente Mr. Mackinley.
Ella le contestó en la misma lengua, razón por la cual nos vemos forzados a traducir.
– Tengo una misión de confianza para usted -dijo Mackinley yendo derecho al grano, como suelen hacer los norteamericanos.
– ¿Cuál? -contestó Pelagia pagándole en la misma moneda.
– La que sigue -susurró Mackinley, bajando el tono de voz-. De fuentes bien informadas nos hemos enterado de que un conocido político francés, el señor Jules M…, ha entrado en posesión de determinados informes que resultarían para nosotros de la mayor utilidad. Se trata del dossier Gromiline.
Pelagia palideció, pero no dijo ni pío.
– Esto… -continuó incómodo Mackinley-. Bueno, en resumidas cuentas. En mi opinión, solamente usted sería capaz de hacerse con los informes mencionados.
– ¿Y cómo? -preguntó ella en un susurro.
– Querida mía… -dijo galantemente Mackinley-. Sus tan evidentes encantos…
La pitillera de plata de Pelagia le alcanzó en la ceja izquierda. Manaron algunas gotas de sangre. Mackinley seguía sonriendo, pero sus mandíbulas se contraían convulsivamente. Recogió la cajita y la devolvió a Pelagia.
– Me toma usted por una golfa -dijo ésta-. Yo no soy Marthe Richard, no lo olvide, Mackinley.
– Querida mía… -contestó él-. O dice sí o…
Y con gesto significativo se pasó el canto de la mano por la nuez.
Ella explotó.
– Me niego -dijo-. Es demasiado feo. Cuando entré a formar parte del Servicio, acordamos que mi fidelidad a Georges no habría de correr el riesgo de sufrir menoscabo.
– ¡Ja, ja, ja! -se rió Mackinley-. ¿Y qué me dice de ese mocito rubio de sonrosadas mejillas…? Si, ese aprendiz de carnicero de Montpellier, según creo, con el que acostumbra a pasear en taxi.
Esta vez la mujer acusó el golpe.
– ¡O sea que usted lo sabe todo, especie de monstruo! -dijo casi sin aliento.
Él hizo una ligera inclinación galante.
– Todo no. Me gustaría saber todavía más -ironizó-. Por eso me he permitido solicitar su colaboración.
– ¡Acostarme con Jules M…! -murmuró Pelagia-. ¡Qué abominación!
Se estremeció, y se levantó.
– Bueno, creo que no tenemos nada más que decirnos -concluyó Mackinley-. Dentro de unos días nuestro agente F-5 la contactará en Montpellier. Se le entregará un juego completo de documentos de identidad y, naturalmente, algunos viáticos…
– ¿Cuánto? -preguntó ella entre dientes.
– Ejem… -vaciló Mackinley-. Tendrá quinientos mil en metálico y, además, cinco mil dólares que cobrará si el asunto resulta un éxito. El Servicio está decidido a mostrarse bastante generoso en esta ocasión. Entienda de una vez, querida Pelagia, que el informe Gromiline tiene una importancia extremada para el presidente…
El taxi arranco con suavidad. Se trataba de un antiguo Vivaquatre cuyo chófer era medio sordo.
En la parte de atrás, sobre el acolchado, Pelagia acariciaba con ternura los recortados cabellos del aprendiz de carnicero.
– Gatito -le decía en ruso-. Cuando era muy pequeña, tenía un cerdito sonrosado, un encantador lechoncillo… Se llamaba Pulaski… Me recuerdas mucho a él.
Se estremecía al decirlo. Por su parte, el mozo de carnicería, un poco atontado de naturaleza, se dejaba acariciar sin decir palabra.
– ¡Bah! -bufó Pelagia-. Me estoy empezando a crear un complejo retroactivo, como las zorras de las norteamericanas.
El taxi se acercaba al hotel en el que la pareja cobijaba sus amores.
– Escucha -dijo Pelagia haciendo acopio de todos sus conocimientos de francés-. Tú venir… Tú, pinchón mío, coger cuchillo… Tú cortarme el gaznate… No, no puedo acostarme con ese individuo -añadió en ruso-. Escucha, Goloubtchik -continuó en francés-, si me amas debes hacerlo.
– ¿Por casualidad eres norcoreana? -preguntó el joven aprendiz de carnicero a quemarropa.
– ¡Oh…! -dijo Pelagia-. De Kharbine… muy cerca…
– Entonces, vale -sentenció él-. Estamos de acuerdo. Lo haré.
Pelagia se estremeció.
– Sí, prefiero que lo hagas tú -dijo ella muy de prisa-. Mi cochinito sonrosado. Y en Palavas, donde nos conocimos.
Tras lo cual lo besó apasionadamente. Al ver la escena en el retrovisor, el chófer estuvo a punto de empotrarse en un camión.
– Lo haremos mañana -dijo el aprendiz-. Afilaré el cacharro esta tarde al regresar. Te esperaré en la playa a las nueve.
Era el 3 de septiembre.
– ¿Dándole todavía? -se impacientó el patrón-. Decididamente, no tienes ni idea de cómo se afila un cuchillo.
– Ya veremos, ya veremos -dijo el mozo, con aires de triunfo.
– Sigo esperando al coreano -replicó el patrón buscándole las vueltas.
– Paciencia -le aconsejó el aprendiz.
Empuñando la chaira, comenzo a repasar la hoja con aplicación. Entre los apretados labios, le asomaba al exterior de la boca la punta de la lengua. El patrón sonrió con malicia y escupió en el aserrín, acertándole de lleno a un grueso moscardón verde.
– Pare aquí -dijo Pelagia dando un golpecito en el hombro al chófer.
Éste obedeció. Ella le largó dos billetes de mil francos y echó pie a tierra. Llevaba una falda negra y una camisa blanca generosamente escotada.
El chófer la contempló según se alejaba y chasqueó la lengua.
– Por este precio, de buena gana me la tiraba todas las noches -dijo con indignante grosería.
Ella se dirigió hacia la playa a grandes zancadas. Eran cerca de las ocho. De vez en cuando volvía la cabeza. Al verla pasar, dos hombres se detuvieron.
– ¡Hum…! -comentó el primero.
– Sí -respondió el segundo.
La noche se cerraba con toda presteza. Pelagia caminaba ya por la playa de Palavas. No había nadie por los alrededores en aquel momento. Por fin llegó al lugar de la cita. Todavía no era la hora acordada. Se dejó caer sobre la arena y se dispuso a esperar.
Silencioso como una sombra, él surgió a sus espaldas. Ella advirtió su presencia.
– ¡Mi cochinillo rosado! -suspiró.
Él estaba nervioso.
– Me fastidia -dijo-. Kharbine no está en Corea del Norte. Lo he mirado en un mapa.
– ¿Y qué importa? -volvió a suspirar Pelagia-. Cualquier cosa antes que acostarme con ese individuo. No lo dudes ahora, Goloubtchik.
El mozo hizo por recordar la técnica de los paracaidistas a los que había visto en faena en el cine. Al mismo tiempo, su natural sentido de la limpieza le inspiró una idea.
– Entra dentro del agua -dijo-. Así no mancharemos nada.
La mujer entró en el agua.
De manera brutal, el joven la obligó a girar sobre sí misma y, colocándole el pulgar debajo de la nariz, le echó la cabeza hacia atrás. El cuchillo se hundió en la carne. Una vez nada más.