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Una gran algazara parecía reinar dentro del establecimiento.

Orvert era hombre de pocos prejuicios. Pero cuando comprendió lo que exigía la panadera de cada cliente y el panadero de cada clienta, sintio como se le erizaban los cabellos en la cabeza.

– ¡Por todos los diablos! ¡Si le doy un pan de dos libras -estaba diciendo aquélla- tengo derecho a exigir de usted un formato equivalente!

– Pero señora… -protestaba la aguda voz de un viejecillo en quien Latuile reconoció al señor Curepipe, anciano organista de la iglesia del muelle- pero señora…

– ¡Y usted es el que toca el órgano de tubos! -exclamó la panadera.

El señor Curepipe se enfadó.

– ¡Ya le enseñaré yo a reírse de mi órgano! -dijo amenazadoramente dirigiéndose con paso apresurado hacia la salida, pero ante ésta estaba Latuile, a quien el choque cortó la respiración.

– ¡El siguiente! -ladró la panadera.

– Quisiera un pan… -dijo Orvert con esfuerzo, dándose masaje en el estómago.

– ¡Un pan de cuatro libras para el señor Latuile! -vociferó la expendedora.

– No, no… -gimió Orvert-. Apenas un panecillo…

– ¡Grosero! -le espetó la tahonera.

Quien, dirigiéndose a su marido, dijo a continuacion:

– ¡Oye, Lucien, ocúpate de éste! ¡Así aprenderá lo que es bueno!

Los cabellos se le volvieron a erizar a Orvert sobre la cabeza. Y al emprender la huida a toda pastilla, fue a darse de lleno contra la luna del escaparate, que resistió.

Recorriéndola por completo, consiguió salir finalmente. En la panadería la orgía continuaba. El aprendiz se ocupaba de los niños.

– ¡En fin, caramba! -refunfuñaba Orvert en la acera-. ¿Qué pasa? ¿Y si a uno le gusta elegir, qué? ¡Pues menuda boca de horno ha de tener la tal panadera…!

A continuación le vino a la cabeza la repostería cercana al puente. La dependienta tenía diecisiete años, la boquita de piñón y un coqueto delantalillo estampado… Quizá en aquel momento no llevase más que el delantalillo…

Sin pensarlo dos veces, partió a grandes zancadas hacia dicho establecimiento. En tres ocasiones al menos tropezó con amasijos de cuerpos entrelazados de los que ni siquiera le interesó detenerse a descubrir las respectivas composiciones. Pero, en uno de los casos, el conglomerado, como mínimo, se componía de cinco palmitos.

– ¡Roma! -se limitó a farfullar-. Quo Vadis ? ¡Fabiola! Et cum spiritu tuo! ¡Las orgías! ¡Oh!

Había cosechado de su contacto con la luna del escaparate un chichón de los mejor puestos y se frotaba la cabeza. Lo que no le impedía precipitar la marcha, pues determinada presencia que participaba de su persona, pero que le precedía a mucha distancia, le incitaba a llegar a la meta lo antes posible.

Cuando creyó que ya se acercaba al objetivo, optó por caminar junto a las fachadas de las casas para guiarse por el tacto. Por el redondo disco de contrachapado sujeto con pernos, que mantenía en su sitio una de las rajadas cristaleras, pudo reconocer el establecimiento del anticuario. Dos numeros más allá, la repostería.

De repente topó con todo el cuerpo con otro que, inmóvil, le daba la espalda. Sin que pudiera evitarlo, se le escapó un grito.

– ¡No empuje! -le respondió una voz profunda-. Y apresúrese a separar esa cosa de mis posaderas, si no quiere que le parta ahora mismo la cara.

– Esto… yo… ¿No pensará que…? -dijo Orvert.

Y giró a la izquierda para salvar el obstáculo.

Segundo choque.

– ¿Qué le pasa a éste? -se interesó una segunda voz de hombre.

– ¡A la cola, como todo el mundo!

Siguió el estallido de carcajadas.

– ¿Cómo? -acertó a decir Orvert.

– Está claro -explicó una tercera voz-. Seguro que viene en busca de Nelly.

– Así es -balbuceó Orvert.

– Está bien, pues póngase en la cola -prosiguió el hombre-. Somos unos sesenta ya.

Orvert no respondió. Sentía el corazón desgarrado.

Volvió a ponerse en camino sin esperar a averiguar si ella llevaba o no su delantalillo estampado.

Tomó por la primera a la izquierda. Una mujer venía, precisamente, en sentido contrario.

Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.

– Perdón -dijo Orvert.

– La culpa es mía -respondió la mujer-. Usted circulaba por su derecha.

– ¿Puedo ayudarla a levantarse? -se ofreció Orvert-. Está usted sola ¿no es así?

– ¿Y usted? -preguntó ella a su vez-. ¿No estarán a punto de echárseme encima cinco o seis de una vez?

– ¿Seguro que es usted una mujer? -continuó Orvert.

– Compruébelo usted mismo -le contestó ella.

Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas y de frente.

– ¿Dónde encontrar un lugar tranquilo? -preguntó Orvert.

– En el centro de la calzada -dijo la mujer.

Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la acera.

– La deseo -dijo Orvert.

– Y yo a usted -dijo la mujer-. Mi nombre es…

Orvert la cortó.

– Me da lo mismo -dijo-. No quiero saber nada más que lo que mis manos y mi cuerpo me revelen.

– Proceda -le animó la mujer.

– Naturalmente -constató Latuile- va usted sin ropa alguna.

– Igual que usted -respondió ella.

Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.

– No tenemos ninguna prisa -prosiguió la mujer-. Comience por los pies y vaya subiendo.

A Orvert le extrañó la proposición. Se lo dijo.

– De tal manera, podrá ser consciente de todo -explicó la mujer-. No tenemos a nuestra disposición, como usted mismo acaba de constatar, más que el instrumento de investigación que significa nuestra piel. No olvide que su mirada no puede atemorizarme. Su autonomía erótica se ha ido al traste. Seamos francos y directos.

– Habla usted muy bien -dijo Orvert.

– Leo siempre Les Temps Modernes -informó la mujer-. Venga, comience de una vez con mi iniciacion sexual.

Cosa que Latuile no se privó de hacer reiteradas veces y de diversas maneras. Ella mostraba indudables condiciones, y el terreno de lo posible es muy amplio cuando no hay temor a que la luz se encienda. Y además, eso ya no se usa, después de todo. Las enseñanzas que le impartió Orvert a propósito de dos o tres truquitos nada desdeñables, y la práctica de un empalme simétrico varias veces repetido, acabaron infundiendo confianza en sus relaciones.

Y allí llevaron, de tal modo, la vida sencilla y regalada que hace a los humanos semejantes al dios Pan.

3

Al cabo de un tiempo, la radio anunció que los sabios estaban constatando una regresión regular del fenómeno, y que el espesor de la niebla aminoraba de día en día.

Como la amenaza era de consideración, se celebró gran consejo. Muy pronto se encontró una alternativa, pues el genio del hombre nunca deja de sorprender con sus mil facetas. Y cuando la niebla se disipó, según indicaron los aparatos detectores especiales, la vida siguió felizmente su curso pues todos se habían hecho saltar los ojos.

(1949)

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