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Estaba llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.

– ¿O sea que va usted sin luces? -preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.

– ¿Cómo? -se extrañó Denis-. ¿Y por qué no? Veo de sobra.

– No se llevan para ver -explicó el agente- sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un accidente? Entonces, ¿qué?

– ¡Ah! -exclamó Denis-. Sí; tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces de este armatoste?

– ¿Se está burlando de mí? -indagó el alguacil.

– Escuche -se puso serio Denis-. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de nadie.

– ¿Quiere usted que le ponga una multa? -dijo el infecto municipal.

– Es usted pelmazo de más -replicó el lobo ciclista.

– ¡De acuerdo! -sentenció el innoble bellaco-. Pues ahí va…

Y sacando la libreta y un bolígrafo, bajó la nariz un instante.

– ¿Su nombre, por favor? -preguntó volviendo a levantarla.

Después, sopló con todas sus fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho.

En el mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su furioso avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout [5] -fina alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo- y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Ville-d'Avray. Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al Restaurante Cabassud, advirtió cierta agitacion a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente, algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.

Desde la primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecían irse acortando paulatinamente. A la luz del claro de luna seguía sin embargo escalando, montado sobre su rayo mecanico, por entre la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.

Felizmente para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policía, entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída bicicleta. El motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el treinta y nueve por ciento de su capacidad auditiva.

Apenas recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesí que lo había asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan apacible y tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus buenos principios como su mansedumbre. La ira vengadora, cuyos efectos se habían manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine -uno de los cuales, apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de la Prefectura, Brigada Mundana-, le parecía a la vez inimaginable y fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa transformación habría de limitarse a los días de plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.

(1947)

[5] Montretout podría ser traducido, aproximadamente, como «enséñalotodo». (N. del T.)


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