– ¡Jamás! -respondió el Mayor-. La pasaremos.
Pero el embrague patinaba y un acre olor a aceite quemado subía desde el suelo del automóvil.
Ante los ojos del Mayor, por desgracia, apareció una gallina.
renó en seco. El automóvil dio una vuelta de campana y vino a caer justo sobre la cabeza de la infortunada volátil, que murió en el acto. Por fin, quedó inmóvil. El Mayor, finalmente, triunfaba. Pero en pago tuvo que entregar al campesino que acechaba en las proximidades, oculto en un hoyo ad hoc , como diría Jules Romains, los tres últimos kilos del azúcar de Verge.
Como no podían llevarse la inutilizable gallina (que encogía a marchas forzadas con la lluvia), lanzó unos cuantos alaridos de rabia.
Pero lo peor era que no podía arrancar de nuevo.
El embrague gritaba de dolor, y todos los cárteres del motor parecían a punto de romperse. La vibración de las aletas llegó a ser tan intensa que el Renault se levantó del suelo zumbando y subió a gulusmear una catalpa en flor. Pero lo que es avanzar, no había avanzado ni un paso.
En el retrovisor, el punto se hacia más grueso por instantes.
El Mayor se ató al volante con una correa.
– ¡El lastre! -gritó.
Verge arrojó al exterior dos de los magnetos.
El coche temblequeó, pero siguió sin moverse.
– ¡Suelta más! -rugió el Mayor con voz desgarrada.
Verge echó entonces al exterior hasta siete magnetos, uno detrás de otro. El automóvil dio un terrible salto hacia delante y, entre un horrísono estruendo de lluvia, granizo y mecánica, trepó de un tirón la colina.
Los gerdarmes habían desaparecido. El Mayor se secó la frente y procuró conservar la ventaja. Dax y Saint-Vicent-de-Tyrosse se sucedieron.
En Bayonne pudieron ver, desde bastante lejos, un control de policía. El Mayor se agarró al claxon, y al pasar por donde estaba instalado, hizo la señal de la Cruz Roja. Los gendarmes ni siquiera se dieron cuenta de que, habiendo sido educado por una institutriz rusa, se santiguaba al revés. Y es que en la parte de atrás, para dar ambiente al asunto, Verge acababa de desnudar a Joséphine y le había arrollado la combinación alrededor de la cabeza como si se tratara de una venda. Eran las nueve de la noche. Los gendarmes les hicieron señas de que pasaran.
Una vez salvado el control, el Mayor se desvaneció, y luego recobró el sentido dejando en un mojón kilométrico uno de los parachoques.
La Négresse…
Guétary…
Saint-Jean-de-Luz…
El apartamento de la abuela, en el numero cinco de la Rue Mazarin…
Era completamente de noche.
El Mayor dejó el coche delante de la puerta y la echó abajo. Se acostaron, agotados, sin haberse dado cuenta de la no presencia de los Bison. Por decir verdad, éstos se habían echado atrás ante la perspectiva de tirar abajo la puerta del apartamento en el que tendrían que haberse alojado. En lugar de ello prefirieron ir preparando una calurosa bienvenida al Mayor en la sórdida cocina con catres superpuestos que consiguieron que se les alquilase a cambio de mil francos diarios.
Al amanecer, el Mayor abrió los ojos.
Tras desperezarse, se puso la bata.
En la otra habitación, Verge y Joséphine comenzaban a despegarse el uno del otro echándose encima un cubo de agua caliente.
El Mayor abrió la ventana. Había seis gendarmes ante la puerta. Y estaban mirando su coche.
Al verlo, el Mayor se tragó una dosis masiva de algodón pólvora que, por fortuna, no llegó a explotar, porque cuando la hubo digerido por completo, le pareció completamente normal que hubiera agentes de vigilancia ante la comisaría de policía, sita precisamente en el número seis de la Rue Mazarin.
Pero su automóvil terminó por serle confiscado finalmente en Biarritz, ocho días después, justo en el momento en que comenzaba a estrechar amistad con un comisario, notable contrabandista, que tenía sobre su conciencia la muerte de ciento nueve aduaneros españoles.
(1949)