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Historias de Loca

I LA MUERTE-NIÑA

A Gonzalo Zaldumbide.

– “En esa cueva nos nació,

y como nadie pensaría,

nació desnuda y pequeñita

como el pobre pichón de cría.

¡Tan entero que estaba el mundo!,

¡tan fuerte que era al mediodía!,

¡tan armado como la piña,

cierto del Dios que sostenía!

Alguno nuestro la pensó

como se piensa villanía;

la Tierra se lo consintió

y aquella cueva se le abría.

De aquel hoyo salió de pronto,

con esa carne de elegía;

salió tanteando y gateando

y apenas se la distinguía.

Con una piedra se aplastaba,

con el puño se la exprimía.

Se balanceaba como un junco

y con el viento se caía…

Me puse yo sobre el camino

para gritar a quien me oía:

– "¡Es una muerte de dos años

que bien se muere todavía!"

Recios rapaces la encontraron,

a hembras fuerte cruzó la vía;

la miraron Nemrod y Ulises,

pero ninguno comprendía…

Se envilecieron las mañanas,

torpe se hizo el mediodía;

cada sol aprendió su ocaso

y cada fuente su sequía.

La pradera aprendió el otoño

y la nieve su hipocresía,

la bestezuela su cansancio,

la carne de hombre su agonía.

Yo me entraba por casa y casa

y a todo hombre se lo decía:

– "¡Es una muerte de siete años

que bien se muere todavía!"

Y dejé de gritar mi grito

cuando vi que se adormecían.

Ya tenían no sé qué dejo

y no sé qué melancolía…

Comenzamos a ser los reyes

que conocen postrimería

y la bestia o la criatura

que era la sierva nos hería.

Ahora el aliento se apartaba

y ahora la sangre se perdía,

y la canción de las mañanas

como cuerno se enronquecía.

La Muerte tenía treinta años;

ya nunca más se moriría,

y la segunda Tierra nuestra

iba abriendo su Epifanía.

Se lo cuento a los que han venido,

y se ríen con insanía:

"Yo soy de aquellas que bailaban

cuando la Muerte no nacía…"

II LA FLOR DEL AIRE [8]

A Consuelo Saleva.

Yo la encontré por mi destino,

de pie a mitad de la pradera,

gobernadora del que pase,

del que le hable y que la vea.

Y ella me dijo: -"Sube al monte.

Yo nunca dejo la pradera,

y me cortas las flores blancas

como nieves, duras y tiernas."

Me subí a la ácida montaña,

busqué las flores donde albean,

entre las rocas existiendo

medio dormidas y despiertas.

Cuando bajé, con carga mía,

la hallé a mitad de la pradera,

y fui cubriéndola frenética,

con un torrente de azucenas.

Y sin mirarse la blancura,

ella me dijo: "Tú acarrea

ahora sólo flores rojas.

Yo no puedo pasar la pradera."

Trepé las peñas con el venado,

y busqué flores de demencia,

las que rojean y parecen

que de rojez vivan y mueran.

Cuando bajé se las fui dando

con un temblor feliz de ofrenda,

y ella se puso como el agua

que en ciervo herido se ensangrienta.

Pero mirándome, sonámbula,

me dijo: "Sube y acarrea

las amarillas, las amarillas.

Yo nunca dejo la pradera."

Subí derecho a la montaña

y me busqué las flores densas,

color de sol y de azafranes,

recién nacidas y ya eternas.

Al encontrarla, como siempre,

a la mitad de la pradera,

segunda vez yo fui cubriéndola,

y la dejé como las eras.

Y todavía, loca de oro,

me dijo: -"Súbete, mi sierva,

y cortarás las sin color,

ni azafranadas ni bermejas”

"Las que y yo amo por recuerdo

de la Leonora y la Ligeia,

color del Sueño y de los sueños.

Yo soy Mujer de la pradera."

Me fui ganando la montaña,

ahora negra como Medea,

sin tajada de resplandores,

como una gruta vaga y cierta.

Ellas no estaban en las ramas,

ellas no abrían en las piedras

y las corté del aire dulce,

tijereteándolo ligera.

Me las corté como si fuese

la cortadora que está ciega.

Corté de un aire y de otro aire,

tomando el aire por mi selva…

Cuando bajé de la montaña

y fui buscándome a la reina,

ahora ella caminaba,

ya no era blanca ni violenta;

Ella se iba, la sonámbula,

abandonando la pradera,

y yo siguiéndola y siguiéndola

por el pastal y la alameda.

Cargada así de tantas flores,

con espaldas y mano aéreas,

siempre cortándolas del aire

y con los aires como siega…

Ella delante va sin cara;

ella delante va sin huella,

y yo la sigo todavía

entre los gajos de la niebla,

Con estas flores sin color,

ni blanquecinas ni bermejas,

hasta mi entrega sobre el límite,

cuando mi Tiempo se disuelva…

III LA SOMBRA [9]

En un metal de cipreses

y de cal espejeadora,

sobre mi sombra caída

bailo una danza de mofa.

Como plumón rebanado

o naranja que se monda,

he aventado y no recojo

el racimo de mi sombra.

La cobra negra seguíame,

incansable, por las lomas,

o en el patio sin balido,

en oveja querenciosa.

Cuando mi néctar bebía,

me arrebataba la copa;

y sobre el telar soltaba

su greña gitana o mora.

Cuando en el cerro yo hacía

fogata y cena dichosa,

a comer se me sentaba

en niña de manos rotas…

Besó a Jacob hecha Lía,

y él le creyó a la impostora,

y pensó que me abrazaba

en antojo de mi sombra.

Está muerta y todavía

juega, mañosa a mi copia,

y la gritan con mi nombre

los que la giran en ronda…

Veo de arriba su red

y el cardumen que desfonda;

y yo río, liberada

perdiendo al corro que llora.

Siento un oreo divino

de espaldas que el aire toma

y de más en más me sube

una brazada briosa.

Llego por un mar trocado

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