– Usted tiene que responder por el padre -le dijo-. Es una persona demasiado importante.
Cuidado con lo que van a hacer con él. Dése cuenta de la responsabilidad que tienen encima.
El chofer lo miró como si Villamizar fuera un imbécil, y le dijo:
– ¿Usted cree que si yo me monto con un santo nos puede pasar algo?
Sacó una gorra de béisbol y le dijo al padre que se la pusiera para que no lo reconocieran por el cabello blanco. El padre se la puso. Villamizar no dejaba de pensar que Medellín estaba militarizada. Le preocupaba que pararan al padre y se dañara el encuentro. O que quedara atrapado entre los fuegos cruzados de los sicarios y la policía.
Lo sentaron adelante con el chofer. Mientras todos veían alejarse el carro, el padre se quitó la gorra y la tiró por la ventana. «No se preocupe, mijo -le gritó a Villamizar-, que yo domino las aguas». Un trueno retumbó en la vasta campiña y el cielo se desplomó en un aguacero bíblico.
La única versión conocida de la visita del padre García Herreros a Pablo Escobar fue la que dio él mismo de regreso a La Loma. Contó que la casa donde lo recibiera era grande y lujosa, con una piscina olímpica y diversas instalaciones deportivas. En el camino tuvieron que cambiar de automóvil tres veces por motivos de seguridad, pero no los detuvieron en los muchos retenes de la policía por el aguacero recio que no cedió un instante. Otros retenes, según le contó el chofer, eran del servicio de seguridad de los Extraditables. Viajaron más de tres horas, aunque lo más probable es que lo hubieran llevado a una de las residencias urbanas de Pablo Escobar en Medellín, y que el chofer hubiera dado muchas vueltas para que el padre creyera que iban muy lejos de La Loma.
Contó que lo recibieron en el jardín unos veinte hombres con las armas a la vista, a los cuales regañó por su mala vida y sus reticencias para entregarse. Pablo Escobar en persona lo esperó en la terraza, vestido con un conjunto de algodón blanco de andar por casa, y una barba muy negra y larga. El miedo confesado por el padre desde que llegó a La Loma, y luego en la incertidumbre del viaje, se disipó al verlo.
– Pablo -le dijo-, vengo a que arreglemos esta vaina.
Escobar le correspondió con igual cordialidad y con un gran respeto. Se sentaron en dos de los sillones de cretona floreada de la sala, frente a frente, y con el ánimo dispuesto para una larga charla de viejos amigos. El padre se tomó un whisky que acabó de calmarlo, mientras Escobar se bebió un jugo de frutas sorbo a sorbo y con todo su tiempo. Pero la duración prevista de la visita se redujo a tres cuartos de hora por la impaciencia natural del padre y el estilo oral de Escobar, tan conciso y cortante como el de sus cartas.
Preocupado por las lagunas mentales del padre, Villamizar lo había instruido para que tomara notas de la conversación. Así lo hizo, pero al parecer fue más lejos. Con el pretexto de su mala memoria, le pedía a Escobar que escribiera de su puño y letra sus propuestas esenciales, y una vez escritas se las hacía cambiar o tachar con el argumento de que eran imposibles de cumplir. Fue así como Escobar minimizó el tema obsesivo de la destitución de los policías acusados por él de toda clase de desmanes, y se concentró en la seguridad del lugar de reclusión.
El padre contó que le había preguntado a Escobar si era el autor de los atentados contra cuatro candidatos presidenciales. Él le contestó en diagonal que le atribuían crímenes que no había cometido. Le aseguró que no había podido impedir el del profesor Low Mutra, cometido el 30 de abril pasado en una calle de Bogotá, porque era una orden dada desde mucho antes y no hubo modo de cambiarla. En cuanto a la liberación de Maruja y Pacho eludió decir algo que pudiera comprometerlo como autor, pero dijo que los Extraditables los mantenían en condiciones normales y con buena salud, y serían liberados tan pronto como se acordaran los términos de la entrega. En particular sobre Pacho, dijo con seriedad: «Ése está feliz con su secuestro». Por último reconoció la buena fe del presidente Gaviria y expresó su complacencia de llegar a un acuerdo. Ese papel, escrito a veces por el padre, y la mayor parte corregida y mejor explicada por Escobar de su puño y letra, fue la primera propuesta formal de la entrega.
El padre se había levantado para despedirse cuando se le cayó una de las lentillas de contacto. Trató de ponérsela, Escobar lo ayudó, solicitaron auxilios de los empleados, pero fue inútil. El padre estaba desesperado. «No hay nada que hacer -dijo-. La única que puede es Paulina».
Para su sorpresa, Escobar sabía muy bien quién era ella, y sabía dónde estaba en aquel momento.
– No se preocupe, padre -dijo-. Si quiere la mandamos a traer.
Pero el padre no soportaba más la ansiedad de regresar y prefirió irse sin los lentes. Antes de los adioses, Escobar le pidió la bendición para una medallita de oro que llevaba al cuello. El padre lo hizo en el jardín asediado por los escoltas.
– Padre -le dijeron ellos-, usted no se puede ir sin darnos la bendición.
Se arrodillaron. Don Fabio Ochoa había dicho que la mediación del padre García Herrero, sería decisiva para la rendición de la gente de Escobar. Este debía pensar lo mismo, y tal vez por eso se arrodilló con ellos para dar el buen ejemplo. El padre los bendijo a todos y les soltó una admonición para que volvieran a la vida legal y ayudaran al imperio de la paz. No demoró más de seis horas. Apareció en La Loma como a las ocho y media de la noche, ya bajo las estrellas radiantes, y descendió del carro con un salto de escolar de quince años.
– Tranquilo, mijo -le dijo a Villamizar-, aquí no hay problema, los acabo de arrodillar a todos.
No fue fácil ponerlo en orden. Cayó en un estado de excitación alarmante, y no valieron paliativos ni los cocimientos sedantes de las Ochoa. Seguía lloviendo, pero él quería volar enseguida a Bogotá, divulgar la noticia, hablar con el presidente de la república para cerrar allí mismo el acuerdo y proclamar la paz. Lograron que durmiera unas horas, pero desde la madrugada estuvo dando vueltas por la casa apagada, hablando solo, rezando en voz alta sus oraciones inspiradas, hasta que el sueño lo derrumbó al amanecer.
Cuando llegaron a Bogotá, a las once de la mañana del 15 de mayo, la noticia tronaba en la radio. Villamizar encontró a su hijo Andrés en el aeropuerto y lo abrazó emocionado. «Tranquilo, hijo -le dijo-. Su mamá está fuera en tres días».
Rafael Pardo fue menos fácil de convencer cuando Villamizar se lo dijo por teléfono.
– Me alegro de veras, Alberto -le dijo-. Pero no se ilusione demasiado.
Por primera vez desde el secuestro asistió Villamizar a una fiesta de amigos, y nadie entendió que estuviera tan contento con algo que al fin y al cabo no era sino una promesa vaga como tantas otras de Pablo Escobar. A esas horas el padre García Herreros había dado la vuelta completa a todos los noticieros del país -vistos, oídos y escritos-. Pidió ser tolerante con Escobar. «Si no lo defraudamos, él se vuelve el gran constructor de la paz», decía. Y agregaba sin citar a Rousseau: «Los hombres en su intimidad son buenos todos, aunque algunas circunstancias los vuelven malignos». Y en medio de una maraña de micrófonos apelotonados, dijo sin más reservas:
– Escobar es un hombre bueno.
El diario El Tiempo informó el viernes 17 que el padre era portador de una carta personal que entregaría el lunes próximo al presidente Gaviria. En realidad, se refería a las notas que Escobar y él habían tomado a cuatro manos durante la entrevista. En la tarde, los Extraditables expidieron un comunicado dominical que corrió el riesgo de pasar inadvertido en la turbulencia de las noticias: «Hemos ordenado la liberación de Francisco Santos y Maruja Pachón». No decían cuándo. Sin embargo, la radio lo dio por hecho y los periodistas alborotados empezaron a montar guardia en las casas de los rehenes.