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Pero lo definitivo para ellos fue que a don Fabio le pareció un mediador providencial.

Primero, porque Escobar no tendría con él las reticencias que le impedían recibir a Villamizar. Y segundo, porque su imagen divinizada podía convencer a la tripulación de Escobar para la entrega de todos.

Dos días después, el padre García Herreros reveló en rueda de prensa que estaba en contacto con los responsables del cautiverio de los periodistas, y expresó su optimismo por su pronta liberación.

Villamizar no vaciló un segundo para ir a buscarlo en El Minuto de Dios. Lo acompañó en su segunda visita a la cárcel de Itagüí, y el mismo día se inició el proceso, dispendioso y confidencial, que había de culminar con la entrega. Empezó con una carta que el padre dictó en la celda de los Ochoa, y que María Lía copió en la máquina de escribir. La improvisó de pie frente a ella, en el mismo talante, el mismo tono apostólico y el mismo acento santandereano de sus homilías de un minuto. Lo invitó a que buscaran juntos el camino para pacificar a Colombia. Le anunció su esperanza de que el gobierno lo nombrara garante «para que se respeten tus derechos y los de tu familia y amigos». Pero le advirtió que no pidiera cosas que el gobierno no pudiera concederle. Antes de terminar con «mis saludos cariñosos», le dijo lo que en realidad era el propósito práctico de la carta: «Si crees que podemos encontrarnos en alguna parte segura para los dos, dímelo».

Escobar contestó tres días después, de su puño y letra. Aceptaba entregarse como un sacrificio para la paz. Dejaba claro que no aspiraba al indulto ni pedía sanción penal sino disciplinaria contra los policías que asolaban las comunas, pero no renunciaba a su determinación de responder con represalias drásticas. Estaba dispuesto a confesar algún delito, aunque sabía de seguro que ningún juez colombiano o extranjero tenía pruebas suficientes para condenarlo, y confiaba en que sus adversarios fueran sometidos al mismo régimen. Sin embargo, contra lo que el padre esperaba con ansiedad, no hacía ninguna referencia a su propuesta de reunirse con él.

El padre le había prometido a Villamizar que controlaría sus ímpetus informativos, y al principio lo cumplió en parte, pero su espíritu de aventura casi infantil era superior a sus fuerzas. La expectativa que se creó fue tal, y tan grande la movilización de la prensa, que desde entonces no dio un paso sin una cauda de reporteros y equipos móviles de televisión y radio que lo perseguía hasta la puerta de su casa.

Después de cinco meses de trabajar en absoluto secreto bajo el hermetismo casi sacramental de Rafael Pardo, Villamizar pensaba que la facilidad verbal del padre García Herreros mantenía en un riesgo perpetuo el conjunto de la operación. Entonces solicitó y obtuvo la ayuda de la gente más cercana al padre -con Paulina en primera línea- y pudo adelantar los preparativos de algunas acciones sin tener que informarlo a él por anticipado.

El 13 de mayo recibió un mensaje de Escobar en el cual le pedía que llevara al padre a La Loma y lo tuviera allí por el tiempo que fuera necesario. Advirtió que lo mismo podían ser tres días que tres meses, pues tenía que hacer una revisión personal y minuciosa de cada paso de la operación. Existía inclusive la posibilidad de que a última hora se anulara por cualquier duda de seguridad. El padre, por fortuna, estaba siempre en disponibilidad plena para un asunto que le quitaba el sueño. El 14 de mayo a las cinco de la mañana, Villamizar tocó a la puerta de su casa, y lo encontró trabajando en su estudio como si fuera pleno día.

– Camine, padre -le dijo-, nos vamos para Medellín.

Las Ochoa tenían todo dispuesto en La Loma para entretener al padre por el tiempo que fuera necesario. Don Fabio no estaba, pero las mujeres de la casa se encargarían de todo. No fue fácil distraer al padre, porque él se daba cuenta de que un viaje tan imprevisto y rápido no podía ser sino por algo muy serio.

El desayuno fue trancado y largo y el padre comió bien. Como a las diez de la mañana, tratando de no dramatizar demasiado, Martha Nieves le reveló que Escobar iba a recibirlo de un momento a otro. Él se sobresaltó, se puso feliz, pero no supo qué hacer, hasta que Villamizar lo puso en la realidad.

– Es mejor que lo sepa desde ahora, padre -le advirtió-. Tal vez tenga que irse solo con el chofer, y no se sabe para dónde ni por cuánto tiempo.

El padre palideció. Apenas si podía sostener el rosario entre los dedos, mientras se paseaba de un lado a otro, rezando en voz ata sus oraciones inventadas. Cada vez que pasaba por las ventanas miraba hacia el camino, dividido entre el terror de que apareciera el carro que venía por él, y las ansias de que no llegara. Quiso hablar por teléfono, pero él mismo tomó conciencia del peligro. «Por fortuna no se necesita de teléfonos para hablar con Dios», dijo. No quiso sentarse a la mesa durante el almuerzo, que fue tardío y más apetitoso aún que el desayuno. En el cuarto preparado para él había una cama con marquesina de pasamanería como la de un obispo. Las mujeres trataron de convencerlo de que descansara un poco, y él pareció aceptar. Pero no durmió. Leía con inquietud Breve Historia del Tiempo, de Stephen Hawking, un libro de moda en el cual se trataba de demostrar por cálculo matemático que Dios no existe. Hacia las cuatro de la tarde apareció en la sala donde Villamizar dormitaba.

– Alberto -le dijo-, mejor regresemos a Bogotá.

Costó trabajo disuadirlo, pero las mujeres lo consiguieron con su encanto y su tacto. Al atardecer tuvo otra recaída, pero ya no había escapatoria. Él mismo fue consciente de los riesgos graves de viajar de noche. A la hora de acostarse pidió ayuda para quitarse los lentes de contacto, pues quien se los quitaba y se los ponía era Paulina, y no sabía hacerlo solo. Villamizar no durmió, porque no descartaba la posibilidad de que Escobar considerara que eran más seguras para la cita las sombras de la noche.

El padre no logró dormir ni un minuto. El desayuno, a las ocho de la mañana, fue todavía más tentador que el de la víspera, pero el padre no se sentó siquiera a la mesa. Seguía desesperado con los lentes de contacto y nadie había podido ayudarlo, hasta que la administradora de la hacienda consiguió ponérselos con grandes esfuerzos. A diferencia del primer día no parecía nervioso ni andaba acezante de un lado para otro, sino que se sentó con la vista fija en el camino por donde debía llegar el automóvil. Así permaneció hasta que lo derrotó la impaciencia y se levantó de un salto.

– Yo me voy -dijo-, esta vaina es una mamadera de gallo.

Lograron convencerlo de que esperara hasta después del almuerzo. La promesa le devolvió el ánimo. Comió bien, conversó, fue tan divertido como en sus mejores tiempos, y al final anunció que iba a dormir la siesta.

– Pero les advierto -dijo con un índice amenazante-. No más me despierto de la siesta, y me voy.

Martha Nieves hizo unas llamadas telefónicas con la esperanza de obtener alguna información lateral que les sirviera para retener al padre cuando despertara. No fue posible. Un poco antes de las tres estaban todos dormitando en la sala, cuando los despabiló el ruido de un motor. Allí estaba el automóvil. Villamizar se levantó de un salto, dio un toquecito convencional en el dormitorio del padre, y empujó la puerta.

– Padre -dijo-. Vinieron por usted.

El padre despertó a medias y se levantó como pudo. Villamizar se sintió conmovido hasta el alma, pues le pareció un pajarito desplumado, con el pellejo colgante en los huesos y sacudido por escalofríos de terror. Pero se sobrepuso al instante, se persignó, se creció, y se volvió resuelto y enorme. «Arrodíllese, mijo -le ordenó a Villamizar-. Recemos juntos». Cuando se incorporó era otro.

– Vamos a ver qué es lo que pasa con Pablo -dijo.

Aunque Villamizar quería acompañarlo no lo intentó siquiera porque ya estaba acordado que no, pero se permitió hablar aparte con el chofer.

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