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Le abrió Gabriel, el hijo menor. Su grito se oyó en toda la casa: «¡Mamaaaaá!». Catalina, la hija de quince anos, acudió gritando, y se le colgó del cuello. Pero la Soltó enseguida, asustada.

– Pero mamá, ¿por qué hablas así?

Fue el detalle feliz que rompió el tremendismo. Beatriz iba a necesitar varios días, en medio de las muchedumbres que la visitaron, para perder la costumbre de hablar en susurros. La esperaban desde la mañana. Tres llamadas anónimas -sin duda de los secuestradores- habían anunciado que sería liberada. Habían llamado incontables periodistas por si sabían la hora. Poco después del mediodía lo confirmó Alberto Villamizar, a quien Guido Parra se lo anunció por teléfono. La prensa estaba en vilo. Una periodista que había llamado tres minutos antes de que Beatriz llegara, le dijo a Gabriel con una voz convencida y sedante: «Tranquilo, hoy la sueltan». Gabriel acababa de colgar cuando sonó el timbre de la puerta.

El doctor Guerrero la había esperado en el apartamento de los Villamizar, pensando que también Maruja sería liberada y que ambas llegarían allí. Esperó con tres vasos de whisky hasta el noticiero de las siete. En vista de que no llegaron creyó que se trataba de otra noticia falsa como tantas de aquellos días, y volvió a su casa. Se puso la piyama, se sirvió otro Vaso de whisky, se metió en la cama y sintonizó Radio Recuerdos para dormirse al arrullo de los boleros. Desde que empezó su calvario no había vuelto a leer. Ya medio en sueños oyó el grito de Gabriel.

Salió del dormitorio con un dominio ejemplar. Beatriz y él -con veinticinco años de casados- se abrazaron sin prisa, como de regreso de un corto viaje, y sin una lágrima. Ambos habían pensado tanto en aquel momento, que a la hora de vivirlo fue como una escena de teatro mil veces ensayada, capaz de convulsionar a todos, menos a sus protagonistas.

Tan pronto como Beatriz entró en la casa se acordó de Maruja, sola y sin noticias en el cuarto miserable. Llamó al teléfono de Alberto Villamizar, y él mismo contestó al primer timbrazo con una voz preparada para todo. Beatriz lo reconoció.

– Hola -le dijo-. Soy Beatriz.

Se dio cuenta de que el hermano la había reconocido desde antes de que ella se identificara. Oyó un suspiro hondo y áspero, corno el de un gato, y enseguida la pregunta sin una mínima alteración de la voz:

– ¿Dónde está?

– En mi casa -dijo Beatriz.

– Perfecto -dijo Villamizar-. Estoy ahí en diez minutos. Mientras tanto, no hable con nadie.

Llegó puntual. La llamada de Beatriz lo sorprendió cuando estaba por rendirse. Además de la alegría de ver a la hermana y de tener la primera y única noticia directa de la esposa cautiva, lo movía la urgencia de preparar a Beatriz antes de que llegaran los periodistas y la policía. Su hijo Andrés, que tiene una vocación irresistible de corredor de automóviles, lo llevó en el tiempo justo.

Los ánimos se habían serenado. Beatriz estaba en la sala, con su marido y sus hijos, y con su madre y sus dos hermanas, que escuchaban ávidos su relato. A Alberto le pareció pálida por el largo encierro y más joven que antes, y con un aire de colegiala por la sudadera deportiva, la cola de caballo y los zapatos planos. Trató de llorar, pero él se lo impidió, ansioso por saber de Maruja. «Tenga por seguro que está bien -le dijo Beatriz-. La cosa allá es difícil pero se aguanta, y Maruja es muy valiente». Y enseguida trató de resolver la preocupación que la atormentaba desde hacía quince días.

– ¿Sabes el teléfono de Marina? -preguntó.

Villamizar pensó que tal vez lo menos brutal sería la verdad.

– La mataron -dijo.

El dolor ce la mala noticia se le confundió a Beatriz con un pavor retroactivo. Si lo hubiera sabido dos horas antes tal vez no habría resistido el viaje de la liberación. Lloró hasta saciarse. Mientras tanto, Villamizar tomó precauciones para que no entrara nadie mientras se ponían de acuerdo sobre una versión pública del secuestro que no pusiera en riesgo a los otros secuestrados.

Los detalles del cautiverio permitían formarse una idea de la casa donde estaba la prisión. Para proteger a Maruja, Beatriz debía decir a la prensa que el viaje de regreso había durado más de tres horas desde algún lugar de tierra templada. Aunque la verdad era otra: la distancia real, las cuestas del camino, la música de los altoparlantes que los fines de semana tronaba casi hasta el amanecer, el ruido de los aviones, el clima, todo indicaba que era un barrio urbano. Por otra parte, habría bastado con interrogar a cuatro o cinco curas del sector para descubrir cuál fue el que exorcizó la casa.

Otros errores aún más torpes revelaban pistas para intentar un rescate armado con el mínimo de riesgos. La hora debía ser las seis de la mañana, después del cambio de turno, pues los guardianes de reemplazo no dormían bien durante la noche y caían rendidos por los suelos sin preocuparse de sus armas. Otro dato importante era la geografía de la casa, y en especial la puerta del patio, donde alguna vez vieron un guardián armado, y el perro era más sobornable de lo que hacían creer sus ladridos. Era imposible prever si alrededor del lugar no había además un cinturón de seguridad, aunque el desorden del régimen interno no inducía a creerlo, y en todo caso habría sido fácil averiguarlo una vez localizada la casa. Después de la desgracia de Diana Turbay se confiaba menos que nunca en el éxito de los rescates armados, pero Villamizar lo tuvo en cuenta por si se llegaba al punto de que no hubiera otra alternativa. En todo caso, fue tal vez el único secreto que no compartió con Rafael Pardo.

Estos datos le crearon a Beatriz un problema de conciencia. Se había comprometido con Maruja a no dar pistas que permitieran intentar un asalto a la casa, pero tornó la grave decisión de dárselos a su hermano, al comprobar que éste estaba tan consciente como Maruja, y corno ella misma, de la inconveniencia de una solución armada. Y menos cuando la liberación de Beatriz demostraba que, con todos sus tropiezos, estaba abierto el camino de la negociación. Fue así como al día siguiente, ya fresca, reposada y con una noche de buen sueño, concedió una conferencia de prensa en la casa de su hermano, donde apenas se podía caminar por entre un bosque de flores. Les dio a los periodistas y a la opinión pública una idea real de lo que fue el horror de su cautiverio, sin ningún dato que pudiera alentar a quienes quisieran actuar por su cuenta con riesgos para la vida de Maruja. El miércoles siguiente, con la seguridad de que Maruja conocía ya el nuevo decreto, Alexandra decidió improvisar un programa de júbilo. En las últimas semanas, a medida que avanzaban las negociaciones, Villamizar había hecho cambios notables en su apartamento para que la esposa liberada lo encontrara a su gusto. Habían puesto una biblioteca donde ella la quería, habían cambiado algunos muebles, algunos cuadros. Habían puesto en un lugar visible el caballo de la dinastía Tang que Maruja había traído de Yakarta como el trofeo de su vida. A última hora recordaron que ella se quejaba de no tener un buen tapete en el baño, y se apresuraron a comprarlo. La casa transformada, luminosa, fue el escenario de un programa de televisión excepcional que le permitió a Maruja conocer la nueva decoración desde antes del regreso. Quedó muy bien, aunque no supieron siquiera si Maruja lo vio.

Beatriz se restableció muy pronto. Guardó en su talego de cautiva la ropa que llevaba puesta al salir, y allí quedó encerrado el olor deprimente del cuarto que todavía la despertaba de pronto en mitad de la noche. Recobró el equilibrio del ánimo con la ayuda del esposo. El único fantasma que alguna vez le llegó del pasado fue la voz del mayordomo, que la llamó dos veces por teléfono. La primera vez fue el grito de un desesperado:

– ¡La medicina! ¡La medicina!

Beatriz reconoció la voz y la sangre se le heló en las venas, pero el aliento le alcanzó para preguntar en el mismo tono.

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