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La despedida fue rápida y sin lágrimas. Beatriz estaba a punto de llorar pero Maruja se lo impidió con una frialdad calculada para darle ánimos. «Dígale a Alberto que esté tranquilo, que lo quiero mucho, y que quiero mucho a mis hijos», dijo. Se despidió con un beso. Ambas sufrieron. Beatriz, porque a la hora de la verdad la asaltó el terror de que tal vez fuera más fácil matarla que dejarla libre. Maruja, por el terror doble de que mataran a Beatriz, y por quedarse sola con los cuatro guardianes. Lo único que no se le ocurrió fue que la ejecutaran una vez liberada Beatriz.

La puerta se cerró, y Maruja permaneció inmóvil, sin saber por dónde seguir, hasta que oyó los motores en el garaje, y el rastro de los automóviles que se perdía en la noche. Una sensación de inmenso abandono se apoderó de ella. Sólo entonces recordó que no le habían cumplido la promesa de devolverle el televisor y el radio para conocer el final de la noche. El mayordomo se había ido con Beatriz, pero su mujer prometió hacer una llamada para que se los llevaran antes de los noticieros de las nueve y media. No llegaron. Maruja suplicó a los guardianes que le permitieran ver el televisor de la casa, pero ni ellos ni el mayordomo se atrevieron a contrariar el régimen en materia tan grave. Damaris entró antes de dos horas a contarle alborozada que Beatriz había llegado bien a su casa y que había sido muy cuidadosa en sus declaraciones, pues no había dicho nada que pudiera perjudicar a nadie. Toda la familia, con Alberto, por supuesto, estaba alrededor de ella. No cabía la gente en la casa.

A Maruja le quedó el reconcomio de que no fuera cierto. Insistió en que le llevaran un radio prestado. Perdió el control, y se enfrentó a los guardianes sin medir las consecuencias. No fueron graves, porque ellos habían sido testigos del trato que le dieron sus jefes a Maruja, y prefirieron calmarla con una nueva gestión para que les prestaran un radio. Más tarde se asomó el mayordomo y le dio su palabra de que habían dejado a Beatriz sana y salva en lugar seguro, y que ya todo el país la había visto y oído con su familia. Pero lo que Maruja quería era un radio para oír con sus propios oídos la voz de Beatriz. El mayordomo prometió llevárselo, pero no cumplió. A las doce de la noche, demolida por el cansancio y la rabia, Maruja se tomó dos pastillas del barbitúrico fulminante, y no despertó hasta las ocho de la mañana del día siguiente.

Las noticias eran ciertas. Beatriz había sido llevada al garaje a través del patio. La acostaron en el suelo de un automóvil que sin duda era un jeep, porque tuvieron que ayudarla para que alcanzara el pescante. Al principio dieron tumbos en los tramos escabrosos. Tan pronto como empezaron a deslizarse por una pista asfaltada, un hombre que viajaba junto a Beatriz le hizo amenazas sin sentido. Ella se dio cuenta por la voz de que el hombre estaba en un estado de nervios que su dureza no lograba disimular, y que no era ninguno de los jefes que habían estado en la casa.

– A usted van a estar esperándola una cantidad de periodistas -dijo el hombre-. Pues tenga mucho cuidado. Cualquier palabra de más puede costarle la vida a su cuñada. Recuerde que nunca hemos hablado con usted, que nunca nos vio, y que este viaje duró más de dos horas.

Beatriz escuchó las amenazas en silencio, y muchas otras que el hombre parecía repetir sin necesidad, sólo por calmarse a sí mismo. En una conversación que sostuvieron a tres voces descubrió que ninguno era conocido, salvo el mayordomo, que apenas habló. La estremeció una ráfaga de escalofrío: todavía era posible el más siniestro de los presagios.

– Quiero pedirles un favor -dijo a ciegas y con pleno dominio de su voz-. Maruja tiene problemas circulatorios, y quisiéramos mandarle una medicina. ¿Ustedes se la harían llegar?

– Afirmativo -dijo el hombre-. Pierda cuidado.

– Mil gracias -dijo Beatriz-. Yo seguiré las instrucciones de ustedes. No los voy a perjudicar.

Hubo una pausa larga con un fondo de automóviles raudos, camiones pesados, retazos de músicas y gritos. Los hombres hablaron entre ellos en susurros. Uno se dirigió a Beatriz.

– Por aquí hay muchos retenes -le dijo-. Si nos paran en algunos les vamos a decir que usted es mi esposa y con lo pálida que está podemos decir que la llevamos a una clínica.

Beatriz, ya más tranquila, no resistió la tentación de jugar:

– ¿Con estos parches en los ojos?

– La operaron de la vista -dijo el hombre-. La siento al lado mío y le echo un brazo encima.

La inquietud de los secuestradores no era infundada. En aquel mismo momento ardían siete buses de servicio público en barrios distintos de Bogotá por bombas incendiarias colocadas por comandos de guerrillas urbanas. Al mismo tiempo, las FARC dinamitaron la torre de energía del municipio de Cáqueza, en las goteras de la capital, y trataron de tomarse la población. Por ese motivo hubo algunos operativos de orden público en Bogotá, pero casi imperceptibles. Así que el tráfico urbano de las siete fue el de un jueves cualquiera: denso y ruidoso, con semáforos lentos, gambetas imprevistas para no ser embestidos, y mentadas de madre. Hasta en el silencio de los secuestradores se notaba la tensión.

– Vamos a dejarla en un sitio -dijo uno de ellos-. Usted se baja rapidito y cuenta despacio hasta treinta. Después se quita la careta, camina sin mirar para atrás, Y coge el primer taxi que pase.

Sintió que le pusieron en la mano un billete enrollado. «Para su taxi -dijo el hombre-. Es de cinco mil». Beatriz se lo metió en el bolsillo del pantalón, donde encontró sin buscarla otra pastilla tranquilizante, y se la tragó. Al cabo de una media hora de viaje el carro se detuvo. La misma voz dijo entonces la sentencia final:

– Si usted llega a decirle a la prensa que estuvo con doña Marina Montoya, matamos a doña Maruja.

Habían llegado. Los hombres se ofuscaron tratando de bajar a Beatriz sin quitarle la venda.

Estaban tan nerviosos que se adelantaban unos a otros, se enredaban en órdenes y maldiciones. Beatriz sintió la tierra firme.

– Ya -dijo-. Así estoy bien.

Permaneció inmóvil en la acera hasta que los hombres volvieron al automóvil y arrancaron de inmediato. Sólo entonces oyó que detrás de ellos había otro automóvil que arrancó al mismo tiempo. No cumplió la orden de contar. Caminó dos pasos con los brazos extendidos, y entonces tomó conciencia de que debía de estar en plena calle. Se quitó la venda de un tirón, y reconoció enseguida el barrio Normandía, porque en otros tiempos solía ir por allí a casa de una amiga que vendía joyas. Miró las ventanas encendidas tratando de elegir una que le ofreciera confianza, pues no quería tomar un taxi con lo mal vestida que se sentía, sino llamar a su casa para que fueran a buscarla. No había acabado de decidirse cuando un taxi amarillo muy bien conservado se detuvo frente a ella. El chofer, joven y apuesto, le preguntó:

– ¿Taxi?

Beatriz lo tomó, y sólo cuando estaba dentro cayó en la cuenta de que un taxi tan oportuno no podía ser una casualidad. Sin embargo, la misma certidumbre de que aquél era un último eslabón de sus secuestradores le infundió un raro sentimiento de seguridad. El chofer le preguntó la dirección, y ella se la dijo en susurros. No entendió por qué no la oía hasta que el chofer le preguntó la dirección por tercera vez. Entonces la repitió con su voz natural.

La noche era fría y despejada, con algunas estrellas. El chofer y Beatriz sólo cruzaron las palabras indispensables, pero él no la perdió de vista en el espejo retrovisor. A medida que se acercaban a casa, Beatriz sentía los semáforos más frecuentes y lentos. Dos cuadras antes le pidió al chofer que fuera despacio por si tenían que despistar a los periodistas anunciados por los secuestradores. No estaban. Reconoció su edificio, y se sorprendió de que no le causara la emoción que esperaba.

El taxímetro marcaba setecientos pesos. Como el chofer no tenía cambio para el billete de cinco mil, Beatriz entró en la casa en busca de ayuda, y el viejo portero lanzó un grito y la abrazó enloquecido. En los días interminables y las noches pavorosas del cautiverio Beatriz había prefigurado aquel instante como una conmoción sísmica que le dispararía todas las fuerzas del cuerpo y del alma. Fue todo lo contrario: una especie de remanso en el que apenas percibía, lento y profundo, su corazón amordazado por los tranquilizantes. Entonces dejó que el portero se hiciera cargo del taxi, y tocó el timbre de su apartamento.

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