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– Yo nunca delataría a Angélica.

Sonreía a medias, mirándome. Una mueca veterana y cansada.

– Imagina que lo hicieras.

– Imposible. Tampoco vendí a vuestra merced al Santo Oficio.

– Cierto.

Siguió mirándome, aunque ya no dijo más; pero supe lo que pensaba. Los frailes dominicos eran una cosa y la justicia real, otra. Como había dicho antes Cagafuego, había verdugos capaces de soltar la sin hueso al más bravo. Consideré aquella variante de la trama, a la que no faltaba razón. Gracias a los paseos por los mentideros y a las charlas de los amigos del capitán, yo estaba al corriente de las últimas noticias: la pugna entre el ministro de Francia, Richelieu, y nuestro conde-duque de olivares hacía sonar en Europa tambores de próximas guerras. Nadie dudaba que cuando los vecinos gabachos resolvieran el problema de los hugonotes en La Rochela, españoles y franceses íbamos a acuchillarnos de nuevo en los campos de batalla. Falso o cierto, insinuar la mano de la reina resultaba razonable. Y útil, además, para unos cuantos. Había quien detestaba a Isabel de Borbón -Olivares, su esposa y su camarilla, entre ellos- y quien deseaba nuestra guerra con Francia, en España y fuera de ella, incluidos Inglaterra, Venecia, el turco y hasta el mismo papa de Roma. Una intriga antiespañola que implicara a la hermana del rey francés, resultaba creíble. Pero también podía ser una explicación que ocultase otras.

– Creo que es hora -dijo el capitán, mirando su espada de que haga una visita.

Era un tiro a ciegas. Habían pasado casi tres años, pero nada costaba intentarlo. Con la capa empapada y las faldas del sombrero chorreando agua, Diego Alatriste estudió la casa con detalle. Por curioso azar, estaba a sólo dos calles de su refugio. Aunque tal vez no fuese casualidad. Aquel cuartel era el de peor calaña de Madrid, con las más bajas tabernas, bodegones y posadas. Y lo que era bueno para ampararse uno, concluyó, lo era también para otros.

Miró alrededor. La lluvia velaba a su espalda la plaza de Lavapiés, ocultando con su traslúcida cortina gris la fuente de piedra. Calle de la Primavera, se dijo con ironía. Ningún nombre menos adecuado para el lugar y el momento, con el fango de la calle sin empedrar y el agua arrastrando inmundicias. La casa, antigua posada del Lansquenete, estaba enfrente, vertiendo sus tejas gruesos regueros por la fachada, donde ropa blanca y remendada, tendida a secar antes de que llegara la lluvia, colgaba como sudarios de las ventanas.

Llevaba una hora larga vigilando, y al fin se decidió. Cruzó la calle y fue hasta el patio por el arco que olía a estiércol de cabalgaduras. No vio a nadie. Unas gallinas mojadas picoteaban el suelo bajo las galerías, y al subir por la escalera de madera, que crujía bajo sus pasos, un gato gordo que devoraba una rata muerta le dirigió una mirada impasible. El capitán soltó el fiador de la capa: demasiado peso, con tanta agua en el paño. También se quitó el sombrero, cuyas alas húmedas se le vencían sobre la cara. Una treintena de peldaños lo llevaron hasta el último piso, y allí se detuvo e hizo memoria. Si no fallaban sus recuerdos, la puerta era la última a la derecha, en el ángulo del corredor. Fue hasta ella y pegó la oreja. Nada. Sólo el zureo de las palomas refugiadas bajo el techo goteante de la galería. Dejó capa y sombrero en el suelo y sacó del cinto el arma por la que esa misma tarde había pagado diez escudos a Bartolo Cagafuego: una pistola de chispa casi nueva, con dos palmos de cañón y guarnición damasquinada, que lucía en la culata las iniciales de un propietario desconocido. Comprobó que seguía bien cebada pese a la humedad, y echó atrás el perrillo. Clac, hizo. La empuñó firme en la diestra, y con la otra mano abrió la puerta.

Se trataba de la misma mujer, y estaba sentada a la luz de la ventana, repasando con aguja e hilo la ropa de un cesto. Al ver entrar al intruso se puso en pie, tirando por tierra la labor, abierta la boca para gritar; pero no llegó a hacerlo porque una bofetada de Alatriste la echó contra la pared. Mejor un golpe ahora, se dijo el capitán mientras lo daba, que varios más tarde, cuando tenga tiempo de razonar y abroquelarse. No hay como asustar y descomponer desde el principio. De modo que, tras la bofetada, la agarró con violencia por el cuello y, tapándole la boca con la zurda, le puso la pistola en la sien.

– Ni una voz -susurró- o te arranco la cara.

Sentía el húmedo sofoco de la mujer en la palma, su cuerpo estremecido contra el suyo, mientras la aferraba mirando alrededor. La habitación apenas había cambiado: los mismos muebles miserables, la loza desportillada sobre la mesa cubierta con tapete de arpillera. Todo se encontraba en orden, sin embargo. Había una estera de esparto en el suelo y un brasero de cobre. La cama, separada la alcoba por una cortina, estaba bien hecha y limpia, y un puchero hervía bajo la campana de la chimenea.

– ¿Dónde está? -le preguntó a la mujer, apartando un poco los dedos de su boca.

Era otro tiro a la buena de Dios. Tal vez ella nada tenía que ver ya con el hombre al que buscaba; pero era el único rastro. En sus recuerdos, para su instinto de cazador, aquella mujer no era pieza desdeñable. Sólo la había visto mucho tiempo atrás y unos instantes; mas recordaba bien su expresión, su inquietud. Su angustia por el hombre entonces indefenso y amenazado. Porque hasta las serpientes buscan compañía, recordó con una mueca sardónica. Y se aparean.

Ella no dijo nada. Miraba de reojo la pistola, con espanto. Era joven y vulgar, con buenas formas, negra de pelo, cenceña, el cabello recogido en la nuca, del que le pendían, mechones sobre el rostro. Ni linda ni fea. Vestía camisa que le dejaba los brazos desnudos, basquiña de mal paño, y la toquilla de lana se había deslizado al suelo en el forcejeo. Olía un poco a la comida que humeaba en el puchero y otro poco a sudor -Dónde? -insistió el capitán.

– ¿Dónde? -insistió el capitán.

Los ojos asustados se volvieron a él, pero la boca permaneció en silencio, respirando fuerte. Bajo el brazo que la aferraba, Alatriste sentía subir y bajar el pecho agitado. Atisbó alrededor buscando huellas de una presencia masculina: un herreruelo negro colgado en una percha, camisas de hombre en el cesto que había caído al suelo, dos valonas limpias y recién aderezadas. Aunque igual ya no se trata del mismo, se dijo. La vida sigue, las mujeres son mujeres, los hombres van y vienen. Esas cosas pasan.

– ¿Cuándo vuelve? -preguntó.

Seguía muda, mirándolo con ojos llenos de miedo. Pero ahora advirtió en ellos un relámpago de comprensión. Quizá me reconoce, pensó. Al menos se da cuenta de que no busco hacerle daño a ella.

– Voy a soltarte -dijo, metiéndose la pistola en el cinto y sacando la daga-. Pero si gritas o intentas huir, te degüello como a una puerca.

Jugadores, fulleros, mirones en busca de barato y ambiente espeso. A esas horas, el garito de la cava de San Miguel estaba en todo lo suyo. Juan Vicuña, el dueño, vino a mi encuentro apenas pasé la puerta.

– ¿Lo has visto? -me preguntó en voz baja.

– La herida de la pierna se cerró. Está sano y os manda saludos.

El antiguo sargento de caballos, mutilado en las dunas de Nieuport, asintió satisfecho. Su amistad con mi amo era sólida y vieja. Como los otros tertulianos de la taberna del Turco, estaba inquieto por la suerte del capitán Alatriste.

– ¿Y Quevedo?… ¿Se mueve en palacio?

– Hace lo que puede. Pero eso no es mucho.

Suspiró hondo el otro, sin más comentarios. Lo mismo que don Francisco de Quevedo, el dómine Pérez y el licenciado Calzas, Vicuña no creía una palabra de los rumores que corrían sobre el capitán; pero mi amo no deseaba recurrir a ellos por reparo a implicarlos. El de lesa majestad era mucho delito para enredar a los amigos: terminaba en el cadalso.

– Guadalmedina está dentro -confirmó -¿Solo?

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