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– Nada que hacer -resumí-. Sólo esperar a que escampe. El capitán había escuchado atento, sin abrir la boca. Estábamos sentados junto a una desvencijada mesa manchada de esperma de velas, donde había una escudilla con restos de mondongo cocido, una jarra de vino y un mendrugo de pan.

Bartolo Cagafuego se tenía un poco aparte, en pie, cruzado de brazos. Oíamos caer la lluvia sobre el tejado.

– ¿Cuándo verá Quevedo al conde-duque?

– No se sabe -repuse-. De cualquier manera, La espada y la daga se representa dentro de pocos días en El Escorial. Don Francisco ha prometido llevarme.

El capitán se pasó la mano por la cara, que necesitaba un repaso de navaja de afeitar. Lo vi más flaco y demacrado. Vestía calzón de mala gamuza, recosidas medias de lana, camisa sin cuello bajo el jubón abierto. No era el suyo un buen aspecto; pero sus botas de soldado estaban en un rincón, recién engrasadas, y también el cinto nuevo de espada que había sobre la mesa acababa de ser tratado con sebo de caballo. Cagafuego le había conseguido sombrero y capa en un ropavejero, y también una herrumbrosa daga de ganchos que ahora estaba afilada y reluciente, junto a la almohada de la cama deshecha.

– ¿Te han molestado mucho? -me preguntó el capitán.

– Lo justo -encogí los hombros-. Nadie me relaciona.

– ¿Y a la Lebrijana?

– Lo mismo.

– ¿Cómo está ella?

Miré el agua que encharcaba el suelo, bajo mis borceguíes.

– Ya la conoce vuestra merced: muchas lágrimas y fieros. Jura y perjura que estará en primera fila cuando os ahorquen. Pero se le pasará -sonreí-. En el fondo es más tierna que una melcocha.

Cagafuego movió grave la cabeza, el aire entendido. Se le veía con ganas de opinar sobre los celos y ternezas de las hembras, pero se contuvo. Respetaba demasiado a mi amo como para meterse en la conversación.

– ¿Y qué hay de Malatesta? -preguntó el capitán.

El nombre hizo que me removiera en la silla.

– Ni rastro.

El capitán se acariciaba el mostacho, pensativo. De vez en cuando me miraba con atención, cual si esperase leerme en el rostro informes que no expresaran mis palabras.

– Tal vez yo sepa dónde encontrarlo -dijo.

Aquello se me antojó una locura.

– No debería arriesgarse vuestra merced.

– Veremos.

– Eso dijo un ciego -apunté, descarado.

Volvió a estudiarme como antes, mientras yo lamentaba un poco mi impertinencia. De reojo comprobé que Bartolo Cagafuego me observaba con reprobación. Pero lo cierto era que las cosas no estaban para que el capitán anduviese por las calles a sombra de tejados. Antes de dar algún paso que lo comprometiese más, debía esperar el resultado de las gestiones de don Francisco de Quevedo. Y yo, por mi parte, necesitaba una conversación urgente con cierta joven dama de la reina, a la que llevaba días acechando sin éxito. En cuanto a lo que le ocultaba a mi amo, los remordimientos se templaban al recordar que Angélica de Alquézar me había llevado a una trampa, cierto; pero que esa trampa nunca habría sido posible sin la testaruda, o suicida, colaboración del capitán. Yo tenía juicio para advertir esas cosas; y cuando se está camino de los diecisiete años, ya nadie es del todo un héroe, salvo uno mismo.

– ¿Este sitio es seguro? -le pregunté a Cagafuego para cambiar de conversación.

El rufo abrió su boca agujereada en una sonrisa feroz.

– Rijón. Aquí, la justa no ronda ni harta de alboroque… Y si algún fuelle diese el soplo, las ventanas permiten alongarse luengo a los tejados. El señor capitán no es el único que se llama a altana… Si asoman alfileres, abajo hay camaradas de sobra para dar la voz. Y en tal caso, se baten talones, y al ángel.

Mi amo no había dejado de mirarme en todo el rato.

– Tenemos que hablar -dijo.

Cagafuego se llevó los nudillos de una manaza a las cejas, despidiéndose.

– Pues mientras garlan, y si no manda otra cosa vuacé, señor capitán, este crudo va a darse una vuelta por sus pastos, a ver qué tal le va a mi Maripérez el ajuste que lleva entre manos. Que el ojo del amo engorda a la yegua.

Abrió la puerta, recortado en la claridad gris de la galería; pero aún se detuvo un momento.

– Además -añadió-, y dicho sea sin menoscabo de la honra, en estos tiempos nunca sabe uno cuándo ha de vérselas con la Güerca… Y por muchos argamandijos que se tengan y sufrid que sea uno a la hora de tocar la guitarra, más cómodo es callar lo que no se conoce, que callar lo que se sabe.

– Buena filosofía, Bartolo -sonrió el capitán-. Aristóteles no lo habría expresado mejor.

El rufo se rascó el cogote.

– No se me alcanza qué hígados tenga ese don Aristóteles, ni cómo encajará tres ansias en el potro sin decir otra que nones, como está documentado por escribano que hizo alguna vez este león… Pero vuacé y yo conocemos a bederres capaces de hacerle cantar jácaras a una piedra.

Se fue, cerrando la puerta. Entonces saqué la bolsa que me había entregado don Francisco de Quevedo y la puse sobre la mesa. Con aire ausente, mi amo apiló las piezas de oro -Ahora cuéntamelo -dijo.

– ¿Qué quiere vuestra merced que le cuente?

– Lo que estabas haciendo la otra noche en las Minillas. Tragué saliva. Miré el charco a mis pies. De nuevo sus ojos. Me sentía tan turbado como, en paso de comedia, mujer a la que halla el marido sin luz y con amante.

– Ya lo sabéis, capitán. Seguiros.

– ¿Para qué?

– Estaba inquieto por…

Me callé. La expresión de mi amo se había vuelto tan sombría que los sonidos murieron en mi garganta. Sus pupilas, hasta entonces dilatadas por la poca luz de la ventana, se tornaron tan pequeñas y aceradas que parecían traspasarme como cuchillos. Yo había visto esa mirada otras veces, y a menudo terminaba con un hombre desangrándose en el suelo. Por Dios que tuve miedo.

Entonces suspiré hondo y lo conté todo. De cabo a rabo.

– La amo -concluí.

Lo dije como si eso me justificara. El capitán se había levantado y estaba frente a la ventana, mirando caer la lluvia.

– ¿Mucho? -preguntó, pensativo.

– Tanto que, de poderlo expresar, no fuera nada.

– Su tío es secretario real.

Comprendí el alcance de esas palabras, que encerraban más un aviso que un reproche. Pues aquello situaba el negocio en terreno resbaladizo: aparte de que Luis de Alquézar estuviese o no al corriente -Malatesta había trabajado para él en otro tiempo- la cuestión era si Angélica formaba parte de la conspiración, o si su tío u otros, sin estar directamente implicados, pretendían sacar partido de las circunstancias. Subirse a un carruaje en marcha.

– Y ella, además -añadió el capitán-, es menina de la reina.

Lo que tampoco era detalle menor. De pronto entreví el sentido último de sus palabras y me quedé helado. La idea de que nuestra señora doña Isabel de Borbón tuviese algo que ver con la intriga no era descabellada. Hasta una reina es mujer, me dije. Puede conocer los celos como la más baja fregatriz.

– Sin embargo, ¿por qué mezclarte a ti? -se preguntó el capitán-. Conmigo era suficiente.

Le di unas cuantas vueltas.

– No sé. Otra cabeza para el verdugo… Pero tenéis razón: con la reina implicada, una de sus damas encajaría en el episodio.

– O tal vez alguien busca que encaje.

Lo miré, desconcertado. Había ido hasta la mesa y contemplaba el montoncito de monedas de oro.

– ¿No se te ha ocurrido que alguien puede querer endosarle el lance a la reina?

Me quedé con la boca abierta. Veía las siniestras posibilidades del razonamiento.

– A fin de cuentas -prosiguió el capitán-, aparte de esposa engañada, es francesa… Imagínate la situación: el rey muere, Angélica desaparece, tú eres engrilletado conmigo, y al cabo sueltas en el potro que una menina de la reina te metió en el asunto…

Me llevé la mano al pecho, ofendido.

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