– Cierra los libros -me dijo Charlie la noche del viernes, asumiendo finalmente una posición firme. Me llevó frente al espejo arrastrándome del cuello de la camisa-. Mírate.
– Estoy bien… -comencé, ignorando al ser lobuno que me miraba con ojos rojos, nariz rosada y dejadez general.
Pero Gil se puso del lado de Charlie.
– Tom, tienes una pinta horrible. -Entró en la habitación, algo que no había hecho en varias semanas-. Mira, Katie quiere hablar contigo. Deja de ser tan terco.
– No es terquedad. Es que tengo otras cosas que hacer.
Charlie hizo una mueca.
– ¿Como qué? ¿Como la tesina de Paul?
Fruncí el ceño con la esperanza de que Paul me defendiera. Pero él se quedó a un lado, en silencio. Durante más de una semana, Paul había albergado la esperanza de que hubiera una respuesta a la vuelta de la esquina, de que yo estuviera progresando con el acertijo, aunque el progreso fuera doloroso.
– Vamos a ir al concierto de Blair -dijo Gil, refiriéndose al concierto del viernes, a capella y al aire libre.
– Los cuatro -añadió Charlie.
Gil cerró suavemente el libro que había a mi lado.
– Katie estará allí. Le he dicho que irías.
Pero cuando abrí de nuevo el libro y le dije que no pensaba ir, recuerdo la expresión que atravesó su cara. Era una mirada que Gil nunca me había dedicado antes, que había reservado para Parker Hassett y el payaso de la clase que no sabe cuándo callarse.
– Vendrás -dijo Charlie, dando un paso hacia mí.
Pero Gil lo apartó con un gesto. -Olvídalo. Vámonos. Y me quedé solo.
No fue la terquedad ni el orgullo, ni siquiera la devoción a Colonna, lo que me impidió ir a Blair. Fue el dolor, creo, y también la derrota. Amaba a Katie igual que, de manera curiosa, amaba la Hypnerotomachia, y había fracasado en mi intento por conquistarlas a ambas. La mirada que me lanzó Paul al salir significaba que había perdido mi oportunidad con el acertijo, lo supiera o no; y la que me lanzó Gil al salir significaba que había hecho lo mismo con Katie. Sentado frente a un grupo de grabados de la Hypnerotomachia -los mismos que Taft usaría en su conferencia un mes más tarde, los de Cupido llevando a las mujeres a un bosque sobre un carro de fuego-, pensé en el grabado de Carracci. Me vi recibiendo una paliza de aquel niño mientras mis dos amores me observaban. A esto se refería mi padre, ésta era la lección que había esperado que yo aprendiera. «Nuestras dificultades no lo conmueven. El amor todo lo puede.»
Las dos cosas más difíciles de contemplar en la vida, le dijo una vez Richard Curry a Paul, son el fracaso y la vejez; y ambas son lo mismo. La perfección es consecuencia natural de la eternidad: basta con esperar el tiempo suficiente y todo llega a realizar su potencial. El carbón se convierte en diamante, la arena se convierte en perla, los monos se convierten en hombres. Pero no nos es dado ver esos logros durante nuestra vida, y cada fracaso se convierte en un recordatorio de la muerte.
Pero el amor perdido es un tipo especial de fracaso, me parece. Es un recordatorio de que algunos logros nunca llegan, no importa con qué devoción los hayamos deseado; de que algunos monos jamás serán hombres, aunque pasen todas las edades del mundo. ¿Qué debe pensar un chimpancé, que ni siquiera armado de una máquina de escribir y de la eternidad podrá escribir la obra de Shakespeare? Oír a Katie decir que prefería tomar una decisión definitiva, que las cosas entre ella y yo habían terminado, hubiera atrofiado mi percepción de mis posibilidades. Verla allí, bajo las arcadas de Blair, calentándose entre los brazos de Donald Morgan, hubiera despojado mi futuro de todas sus perlas y diamantes.
Y luego sucedió: en cuanto llegué a un perfecto estado de autocompasión, alguien llamó a la puerta. Después, el pomo giró y, como había hecho tantas veces con anterioridad, entró Katie. Debajo del abrigo llevaba puesto el suéter que más me gustaba, el de color esmeralda que hacía juego con el color de sus ojos.
– ¿No ibas al concierto? -fue lo primero que logré decir. De todas las combinaciones que podían resultar del chimpancé y su máquina, aquélla era tal vez la peor.
– ¿Y tú? -dijo, mirándome de arriba abajo.
Imaginé el aspecto que debía de tener para ella. El lobo que Charlie me había mostrado en el espejo era el lobo que Katie veía en este momento.
– ¿Qué haces aquí? -dije, mirando hacia la puerta.
– Ellos no van a venir. -Katie acaparó a la fuerza mi atención-. He venido para que puedas disculparte.
Pensé brevemente que Gil la había enviado, inventando algo acerca de lo mal que me sentía, que no sabía qué decir. Pero otra mirada me transmitió el mensaje contrario. Katie sabía que yo no tenía la más mínima intención de disculparme.
– ¿Y bien?
– ¿Crees que todo esto es culpa mía?
– Todo el mundo lo cree.
– ¿Quién es todo el mundo?
– Hazlo, Tom. Discúlpate.
Discutir con ella no hacía más que irritarme conmigo mismo.
– Vale. Te quiero. Me hubiera gustado que las cosas funcionaran. Siento mucho que no haya sido así.
– Si te hubiera gustado que las cosas funcionaran, ¿por qué no hiciste nada al respecto?
– Mírame -le dije. La barba de cuatro días, el pelo descuidado-. Esto es lo que hice.
– Esto lo hiciste por el libro.
– Es lo mismo.
– ¿Yo soy lo mismo que el libro?
– Sí.
Me miró fijamente, como si acabara de cavar mi propia tumba. Pero sabía bien lo que estaba a punto de decirle; era sólo que nunca había logrado aceptarlo.
– Mi padre dedicó su vida a la Hypnerotomachia -le dije-. Nunca me he sentido tan excitado como trabajando en este libro. Pierdo el sueño por este libro, dejo de comer por este libro, sueño con este libro. -Me di cuenta de que estaba mirando a mi alrededor en busca de palabras-. No sé cómo explicártelo. Es como ir al Battlefield a ver tu árbol. Estar cerca del libro me hace sentir que todo está bien, que ya no estoy perdido. -Mantuve la mirada lejos de la suya-. Entonces, ¿eres igual que el libro para mí? Sí. Por supuesto que sí. Eres lo único en el mundo que es igual que el libro para mí.
«Cometí un error. Pensé que podría teneros a los dos. Estaba equivocado.»
– ¿Por qué he venido, Tom?
– Para refregármelo por las narices.
– ¿Por qué?
– Para obligarme a discul…
– Tom. -Me paró en seco con una mirada-. ¿Por qué he venido?
«Porque sientes lo mismo que yo.»
«Sí.»
«Porque esto era demasiado importante como para dejarlo todo en mis manos.»
«Sí.»
– ¿Qué quieres? -dije.
– Quiero que dejes de trabajar en el libro.
– ¿Eso es todo?
– ¿Todo? «¿Eso es todo», preguntas?
Ahora, de repente, había emoción.
– Qué, ¿debo tener lástima de ti porque decidiste pasar de nosotros para portarte como un cerdo y vivir en ese libro? Mira, imbécil, yo llegué a pasar cuatro días con las persianas bajadas y la puerta cerrada con llave. Karen llamó a mis padres. Mamá vino desde New Hampshire.
– Lo sien…
– Cállate. Todavía no es tu turno. Fui al Battlefield para ver mi árbol, y no pude hacerlo. No pude, porque ahora es nuestro árbol. No puedo oír música, porque hemos cantado todas las canciones en el coche, o en mi habitación, o aquí. Tardo una hora en prepararme para ir a clase, porque la mitad del tiempo me siento mareada. No puedo encontrar mis calcetines, no puedo encontrar mi sujetador negro, que es mi favorito. Donald me pregunta todo el tiempo: «Cariño, ¿qué te pasa?, cariño, ¿qué te pasa?». -Katie se cubre las muñecas con los puños de la camisa y se seca los ojos.
– No es por eso que… -comencé de nuevo.
Pero todavía no era mi turno.
– Con Peter, al menos podía entender lo que ocurría. No éramos perfectos como pareja. Él amaba el lacrosse más de lo que me amaba a mí; yo lo sabía. Quería acostarse conmigo, y después de eso, perdió todo interés. -Se pasa una mano por el pelo, intentando apartarse el flequillo, que le ha quedado enmarañado entre las lágrimas-. Pero tú… Yo luché por ti. Esperé un mes antes de dejarte besarme por primera vez. Lloré la noche después de que nos acostamos, porque pensé que iba a perderte. -Se detuvo, irritada por la idea-. Y ahora te pierdo por culpa de un libro. Un libro. Al menos dime que no es así, Tom. Dime que todo este tiempo has estado saliendo también con una chica mayor. Dime que es porque ella no hace todas las cosas estúpidas que hago yo, no te baila desnuda como una idiota porque cree que te gusta su forma de cantar, ni te despierta a las seis de la mañana para ir a correr porque quiere estar segura, cada mañana, de que todavía existes. Dime algo.