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– Que disfrutéis el baile -me dice Sam antes de echar mano nuevamente de la grabadora.

– ¿No vendrás? -pregunta Katie.

Comprendo que también se conocen del Ivy.

– Lo dudo. -Sam hace un movimiento hacia el ordenador, sobre cuya pantalla se mezclan filas y filas de palabras, un nido de hormigas tras el cristal. Ya ha empezado a recordarme a Charlie en su laboratorio: inspirado por todo lo que queda por hacer. Siempre habrá más noticias que escribir, más teorías que probar, más fenómenos que observar. La deliciosa futilidad de las tareas imposibles es la delicia de los que rinden más de lo esperado.

Katie le dedica una mirada de simpatía, y Sam vuelve a la trascripción.

– ¿De qué querías hablarme? -pregunto.

Pero Katie me conduce al cuarto oscuro.

– Aquí dentro hace un poco de calor -dice, abriendo una puerta y apartando unas gruesas cortinas negras-. Puedes quitarte el abrigo, si quieres.

Lo hago, y ella lo cuelga de un gancho oculto junto a la puerta. Desde que la conocí he evitado entrar en este cuarto por miedo a arruinar sus carretes.

Katie se dirige a una cuerda de colgar la ropa que bordea una pared. Las fotografías cuelgan de ella, sujetas con pinzas.

– No deberíamos estar a más de veinticuatro grados aquí -dice-. La sopa puede reticular los negativos.

Es como si me hablara en griego. Hay una vieja regla que mis hermanas me enseñaron: cuando salgas con una chica, trata de estar en lugares que conozcas bien. Los restaurantes franceses no impresionan a nadie si eres incapaz de leer la carta, y una peli intelectual puede explotarte en la cara si no entiendes la trama. Aquí, en el cuarto oscuro, mis posibilidades de fracasar son espectaculares.

– Dame un segundo -dice, yendo de un extremo al otro de la habitación, rápida como un colibrí-. Ya casi estoy.

Abre la tapa de un pequeño tanque, pone el carrete debajo de un grifo y deja correr el agua. Empiezo a sentirme hostigado. El cuarto oscuro es pequeño y está abarrotado, los mesones están cubiertos de bandejas y bateas, y los estantes llenos de fijadores y otros líquidos. Aquí, Katie hace gala de una destreza perfecta. Esto me hace pensar en la forma en que se hizo un moño en el cóctel, recogiéndolo alrededor de un par de alfileres como si pudiera ver lo que hacía.

– ¿Enciendo las luces? -pregunto. Ya he empezado a sentirme inútil.

– Como quieras. Los negativos ya se han fijado.

Así que me quedo como un espantapájaros en el centro de la sala.

– ¿Cómo está Paul? ¿Cómo lo lleva?

– Bien.

Sigue un respetuoso silencio, y Katie parece perder el hilo de la conversación cuando pasa a ocuparse de otro grupo de fotos.

– Pasé ayer por Dod, poco después de las 12.30 -empieza de nuevo-. Charlie dijo que estabas con Paul.

Hay una simpatía inesperada en su voz.

– Hiciste muy bien en acompañarlo -dice-. Debe ser terrible para él. Para todos.

Quiero hablarle de las cartas de Stein, pero me doy cuenta de la cantidad de explicaciones que eso requeriría. Luego ella vuelve a mi lado con un manojo de fotografías.

– ¿Qué son?

– He revelado nuestro carrete.

– ¿Del campo de película?

Asiente.

El campo de película es un lugar que Katie me llevó a ver, un terreno abierto en el parque Battlefield de Princeton que parece más extenso y más llano que cualquier pedazo de tierra de Kansas. En el medio se levanta un roble solitario como un centinela que se niega a dejar su puesto y se hace eco del último gesto de un general que murió bajo las ramas del árbol durante la Guerra de la Independencia. Katie vio este lugar por primera vez en una película de Walter Matthau, y desde entonces el árbol la tiene hechizada, hasta el punto de convertirse en uno de los contados lugares que visita una y otra vez, un rosario de paisajes que a medida que regresa a ellos van anclando su vida. Una semana después de su primera noche en Dod, me llevó a verlo, como si el viejo roble Mercer fuera pariente suyo y los tres pasáramos por el trascendental momento de la primera impresión. Llevé un mantel, una linterna y una canasta de picnic; Katie llevó un carrete y su cámara.

Las fotos siempre me sorprenden, son una pequeña parte de nosotros mismos encerrada en ámbar. Las repasamos juntos, compartiéndolas, pasándolas entre nuestras manos.

– ¿Qué te parecen? -dice ella.

Al verlas recuerdo lo cálido que fue aquel invierno. La luz apagada de enero es casi del color de la miel, y allí estamos, ambos vestidos con jerséis ligeros, sin abrigo ni sombrero ni guantes. Las muescas del árbol tienen la textura de la edad.

– Son maravillosas -le digo.

Katie sonríe con torpeza; todavía no sabe muy bien cómo tomar un cumplido. Observo manchas en las yemas de sus dedos: manchas del color de la tinta, rastros de alguno de los agentes de revelado que se alinean en la pared. Sus dedos son largos y delgados, pero tienen un toque profesional, residuo de demasiadas películas hundidas en demasiados baños químicos.

– Así éramos -dice Katie, a mil palabras por segundo-. ¿Te acuerdas?

– Lo siento -le digo.

Se me empiezan a caer las fotos, pero Katie alarga la otra mano y las sostiene.

– No se trata de mi cumpleaños -dice, preocupada porque no comprendo el mensaje. Me limito a esperar-. ¿Adonde fuiste con Paul anoche, después de salir de Holder?

– A ver a Bill Stein.

Se queda con el nombre, pero luego sigue adelante.

– ¿Para algo relacionado con la tesina de Paul?

– Era urgente.

– ¿Y dónde estabais cuando pasé por tu habitación a media noche?

– En el museo de arte.

– ¿Por qué?

Me incomoda la dirección que la conversación está tomando.

– Siento mucho no haber ido a verte. Paul creyó que podía encontrar la cripta de Colonna y necesitaba ver algunos de los mapas más antiguos.

Katie no parece sorprendida. Un silencio se agazapa tras sus siguientes palabras, y comprendo que ésta es la conclusión hacia la que se ha estado dirigiendo.

– Creía que habías dejado de trabajar en la tesina de Paul -dice.

– También yo.

– No puedes esperar que me quede así, viendo cómo vuelves a las andadas, Tom. La última vez dejamos de hablarnos durante semanas enteras. -Duda un instante, sin saber cómo expresarlo-. Me merezco algo mejor.

La reacción instintiva de todo chico es discutir, encontrar una postura defendible y conservarla, aunque no crea en ella de corazón. Siento cómo los argumentos se agolpan en mi boca, el pequeño impulso de supervivencia, pero Katie me detiene.

– No lo hagas -dice-. Quiero que pienses en ello.

No es necesario que me repita. Nuestras manos se separan; Katie deja las fotografías en la mía. El zumbido del cuarto oscuro vuelve a sonar. Como si fuera un perro al que le he pegado una patada, el silencio siempre está del lado de ella.

«Ya he escogido -quiero decirle-. No necesito pensarlo. Te amo a ti más que al libro.»

Pero decirlo ahora sería un error. Lo importante de todo esto radica, más que en dar la respuesta correcta, en demostrar que soy corregible; que, a pesar de haberme roto dos veces, aún puedo ser arreglado. Hace doce horas me olvidé de su cumpleaños por culpa de la Hypnerotomachia. En este momento, cualquier promesa sonaría vacía, incluso para mí.

– Vale -digo.

Katie se lleva una mano a la boca y se muerde una uña, luego se contiene.

– Tengo que trabajar un poco -dice, tocándome los dedos otra vez-. Sigamos hablando esta noche.

Me quedo mirando su uña. Ojalá pudiera inspirarle más confianza.

Katie me empuja hacia las cortinas negras y me da mi abrigo, y regresamos a la oficina principal.

– Tengo que terminar con el resto de los carretes antes de que los fotógrafos de último año se queden con el cuarto -dice mientras salimos, dirigiéndose más a Sam que a mí-. Me estás distrayendo.

La última frase no surte efecto. Los auriculares de Sam siguen en su sitio; ella, concentrada en el teclado, no se da cuenta de mi salida.

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