– Moisés y cornuta tenían que ver con la lingüística -dijo Paul, ensayando la idea-. Con la corrección de traducciones defectuosas, como lo que hizo Valla con la Donación de Constantino.
– Y el acertijo de la Rithmotnachia tenía que ver con las matemáticas -continué-. Así que Colonna no utilizará las matemáticas de nuevo. Creo que cada vez escoge una disciplina distinta.
En ese instante, a Paul pareció sorprenderlo tanto la claridad de mis razonamientos que me di cuenta de que mi papel había cambiado. Ahora éramos iguales, socios de una misma empresa.
Empezamos a encontrarnos por las noches en el Ivy. En esa época, Paul todavía mantenía ordenado el Salón Presidencial, temiendo que en cualquier momento Gil fuera a ver cómo iban las cosas. Yo cenaba en la planta de arriba con Gil y Katie, que estaba a pocas semanas de iniciar las pruebas de acceso al club, y luego bajaba para unirme a Paul y a Colonna. Me parecía incluso conveniente dejarla sola, pues por esa época Katie intentaba ganar méritos para ser admitida en el club. Ocupada como estaba con los rituales, no parecía dar demasiada importancia a mis ausencias.
Pero la noche tras la que falté por tercera vez a nuestra carrera matutina, todo eso cambió. Estaba a punto de solucionar el acertijo, o eso creía yo, cuando Katie supo, por puro accidente, en qué estaba yo invirtiendo las horas que no pasaba con ella.
– Esto es para ti -dijo, entrando sin llamar en nuestra habitación del Dod.
Gil había dejado nuevamente la puerta cerrada sin llave, y Katie ya no llamaba cuando creía que yo estaba solo.
Era una taza de sopa que me había traído de una charcutería. Durante todo este tiempo había creído que yo estaba enfrascado en mi tesina.
– ¿Qué haces? -preguntó-. ¿Más Frankenstein?
Enseguida vio los libros desparramados a mi alrededor: todos ellos tenían en el título alguna referencia al Renacimiento.
Nunca pensé que fuera posible mentir sin saberlo. Durante semanas le había tomado el pelo con una sarta de pretextos -Mary Shelley; insomnio; las presiones a las que ambos estábamos sometidos y que nos impedían pasar tiempo juntos-, y los pretextos acabaron por arrastrarme, alejándome de la verdad tan lentamente que cada día la distancia no parecía mayor que la víspera. Creía que ella sabía de mi trabajo en la tesina de Paul; era sólo que prefería no oír hablar del tema. A ese acuerdo habíamos llegado sin tener que ponerlo en palabras.
La conversación que siguió estuvo llena de silencios: la discusión tuvo lugar en la forma en que Katie me miraba y yo trataba de sostener su mirada. Finalmente, Katie puso la taza de sopa sobre mi tocador y se abrochó el abrigo. Echó una mirada alrededor de la habitación, como para recordar los detalles de la ubicación de las cosas, y luego volvió a la puerta, salió y la cerró.
Iba a llamarla esa noche -sabía que ella esperaba mi llamada, que volvería sola a su habitación y se sentaría junto al teléfono, tal como me contarían después sus compañeras-, pero algo se interpuso en mi camino. Qué maravillosa amante era aquel libro: sabía exactamente cuándo tenía que levantarse la falda. En cuanto se fue Katie, me llegó la solución al acertijo de Colonna; y, como el olor de un perfume y la visión de un escote, me hizo perder de vista todo lo demás.
La solución estaba en el horizonte de un cuadro: el punto de convergencia en un sistema de perspectivas. El acertijo no era sobre matemáticas, sino sobre arte. Aquello encajaba en el perfil de los demás acertijos, que se basaban en una disciplina propia del Renacimiento y desarrollada por los mismos humanistas que Colonna defendía. La medida que necesitábamos era la distancia, en braccia, entre el primer plano de la pintura, donde estaban los personajes, y la línea teórica del horizonte, donde el cielo se encontraba con la tierra. Y al acordarme de la predilección que sentía Colonna por la arquitectura de Alberti y recordar que Paul había utilizado De re aedificatoria para descifrar el primer acertijo, acudí a Alberti en primer lugar. «Acerca de la superficie que me propongo pintar», escribió Alberti en el tratado que encontré entre los libros de Paul.
Decido cuál será el tamaño de las figuras que aparecerán en el primer plano de la pintura. Divido la estatura de ese hombre en tres partes, que serán proporcionales a la medida comúnmente llamada «braccio»; pues, como puede verse por la relación entre sus extremidades, tres «braccia» son más o menos la estatura media del cuerpo de un hombre. La ubicación adecuada del punto céntrico no debe ser más alta con respecto a la línea de base que la estatura del hombre que será representado en el cuadro. Enseguida dibujo una línea a través del punto céntrico, y esta línea constituye para mí un límite o frontera, que ninguna cantidad excede. Por eso un hombre dibujado a más distancia es bastante más pequeño que los más cercanos.
La línea céntrica de Alberti, tal como lo prueban las ilustraciones que acompañan el texto, era el horizonte. Según este sistema, el horizonte se ubicaba a la misma altura que un hombre dibujado en primer plano, el cual, a su vez, debía ser de tres braccia de alto. La solución al acertijo -el número de braccia que había de los pies del hombre al horizonte- era simplemente ésta: tres.
Paul tardó sólo media hora en descubrir cómo aplicarla. Al poner en fila la primera letra de cada tercera palabra de los siguientes capítulos, aparecía el siguiente pasaje de Colonna:
Ahora, lector, te explicaré la naturaleza de la composición de esta obra. Con ayuda de mis hermanos, he estudiado los libros de códigos de los árabes, los judíos y los antiguos. He aprendido de los cabalistas la práctica denominada gematria, según la cual, cuando en el Génesis se escribe que Abraham trajo 318 sirvientes para ayudar a Lot, vemos que el número 318 representa tan sólo a Eliezer, pues ésta es la suma de las letras hebreas de su nombre. He aprendido las prácticas de los griegos, cuyos dioses hablaban en acertijos, y cuyos generales, tal como explica en su Historia el Hacedor de Mitos, ocultaban astutamente sus significados, como cuando Histiaeo hizo tatuar un mensaje sobre el cuero cabelludo de su esclavo, de manera que Aristágoras pudiera afeitarle la cabeza y leerlo.
Te revelaré los nombres de esos sabios cuya sabiduría forjó mis acertijos. Pomponio Leto, maestro de la Academia Romana, pupilo de Valla y viejo amigo de mi familia, me instruyó en cuestiones de lenguaje y traducción, donde mis propios ojos y oídos me fallaban. En el arte y la armonía de los números, mi guía fue el francés Jacques Lefèvre d'Etaples, admirador de Roger Bacon y Boecio, que conocía bien todas las formas de la enumeración que mi propio intelecto no podía iluminar. El gran Alberti, que a su vez aprendió su arte de los maestros Masaccio y Brunelleschi (que su genio nunca se olvide), me instruyó hace tiempo en la ciencia de los horizontes y las pinturas; lo alabo ahora y siempre. El conocimiento de las escrituras sagradas de los descendientes de Hermes, el Tres Veces Grande, primer profeta de Egipto, se lo debo al sabio Ficino, maestro de los lenguajes y la filosofía, que no tiene igual entre los seguidores de Platón. Finalmente, tengo con Andrea Alpago, discípulo del venerable Ibn al-Nafis, una deuda por asuntos que serán revelados más tarde; que su aportación sea observada aún con más favor que el resto, pues es en el estudio que hace el hombre de sí mismo, en el cual los demás estudios tienen su origen, en el que más se acerca el hombre a contemplar la perfección.
Éstos, lector, son mis amigos más sabios; entre ellos he aprendido todo lo que ignoro, conocimientos que en otros tiempos eran extraños a los hombres. Uno a uno han accedido a mi sola petición: cada hombre, sin que lo sepan los demás, ha diseñado un acertijo cuya respuesta sólo él y yo conocemos, que sólo otro amante del conocimiento podrá resolver. Estos acertijos, a su vez, los he dispuesto en fragmentos dentro de mi texto, siguiendo un diseño que a ningún hombre he revelado; y sólo la respuesta puede producir mis verdaderas palabras.