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– Pero tienes que entregar la tesina mañana.

– Tú y yo hicimos más en tres meses de lo que yo he hecho solo en tres años. ¿Qué es una noche más? -Entre dientes, añade-: Además, lo importante no es la fecha de entrega.

Me sorprende oírle decir eso, pero el golpe en la mandíbula que me ha dado el desprecio de Taft es lo que acaba contando. Paul debe haber previsto que así sería. El trabajo que hice sobre la Hypnerotomachia me enorgullece más que todo el trabajo que hice para mi tesina.

– Taft está loco -le digo-. Nadie ha encontrado tanto en este libro como nosotros. ¿Por qué no has pedido que te cambien el director?

Sus manos arrancan trozos de pan y empiezan a moverlos entre los dedos para hacer pequeñas bolitas.

– Me he preguntado lo mismo -dice, mirando hacia otra parte-. ¿Sabes cuántas veces se ha jactado conmigo de arruinar la carrera académica de «algún imbécil» con sus críticas o sus recomendaciones para determinados puestos? Nunca mencionó a tu padre, pero ha habido muchos otros. ¿Recuerdas al profesor Mclntyre, el de Clásicas? ¿Recuerdas su libro sobre la «Oda a una urna griega» de Keats?

Asiento. Taft escribió un artículo sobre lo que, según él, era el declive en la calidad de los estudios de las grandes universidades y usó el libro de Mclntyre como principal ejemplo. En tres párrafos, Taft identificó más errores, atribuciones equivocadas y descuidos de los que dos docenas de académicos habían encontrado en sus reseñas. La crítica implícita de Taft parecía dirigirse a los reseñistas, pero fue Mclntyre quien quedó convertido en un hazmerreír tal que la universidad lo degradó de los principales puestos del departamento en la primera redistribución de cargos. Taft admitió después que simplemente quería vengarse del padre de Mclntyre, un historiador del Renacimiento que había reseñado uno de sus libros sin entusiasmo.

– Una vez, Vincent me contó una historia -continúa Paul con voz cada vez más suave-. Sobre un chico que conoció de niño, Rodge Lang. En la escuela, los chicos lo llamaban Epp. Un día un perro extraviado siguió a Epp desde la escuela hasta su casa. Epp le tiró parte de su almuerzo al perro, pero no logró quitárselo de encima. Finalmente trató de ahuyentar al animal con un palo, pero el perro aún lo seguía.

»Después de unos kilómetros, Epp empezó a sentir asombro. Condujo al perro a través de una parcela de brezo. El perro lo siguió. Le tiró una piedra, pero el perro se negaba a irse. Al final, Epp le pegó una patada al perro. El perro no huyó. Epp le pegó una patada tras otra, y el perro ni se movía. Epp le pegó patadas hasta matarlo. Luego lo cogió y lo enterró debajo de su árbol favorito.

Me siento tan atónito que casi no respondo.

– ¿Y cuál es la moraleja?

– Según Vincent, Epp supo en ese momento que había encontrado a un perro fiel.

Se produce un instante de silencio.

– ¿Y eso le hace gracia a Taft?

Paul niega.

– Vincent me contó muchas historias sobre Epp. Son todas iguales.

– Dios mío. ¿Por qué?

– Se supone que son una especie de parábola, creo.

– ¿Parábolas inventadas por él?

– No lo sé. -Paul duda un instante-. Pero Rodge Epp Lang es también un anagrama. Una reorganización de las letras de «doppelganger», el doble fantasmal de una persona.

Me siento enfermo.

– ¿Crees que Taft hizo todas esas cosas?

– ¿Al perro? Quién sabe. Puede que sí. Pero lo que Taft quiere decir es que él y yo mantenemos la misma relación. Yo soy el perro.

– Y entonces ¿por qué diablos sigues trabajando con él?

Paul empieza de nuevo a juguetear con el pan.

– He tomado una decisión. Quedarme con Vincent era la única manera de terminar la tesina. Escúchame bien, Tom, estoy convencido de que esto es mucho más grande de lo que pensamos. La cripta de Francesco está así de cerca. Nadie ha hecho un descubrimiento semejante en muchos años. Y después de tu padre, nadie había trabajado en la Hypnerotomachia más que Vincent. Yo lo necesitaba. -Paul deja caer la corteza sobre el plato-. Y él lo sabía.

Gil aparece en la puerta.

– He terminado con lo de arriba -dice, como si lo hubiéramos estado esperando-. Ya podemos irnos.

Paul parece alegrarse de dar por terminada la conversación. El comportamiento de Taft es un reproche. Me levanto y empiezo a recoger mis platos.

– No te preocupes por eso -dice Gil, moviendo las manos-. Ya mandarán a alguien.

Paul se limpia las manos con fuerza. Le han quedado en la palma hilachas de pan, y Paul se las quita como si fueran piel muerta.

Seguimos a Gil y salimos del club.

La nieve cae con más fuerza que antes, tan gruesa que me parece estar viendo el mundo a través de manchas de estática. Mientras Gil conduce el Saab hacia el oeste, en dirección al auditorio, miro a Paul por el retrovisor lateral y me pregunto durante cuánto tiempo se ha guardado todo esto. Cruzamos la oscuridad bajo el alumbrado público, y hay momentos breves en que no puedo verlo, en que su cara no es más que una sombra.

De hecho, Paul siempre nos ha ocultado cosas. Durante años nos ocultó la verdad acerca de su niñez, los detalles de su pesadilla en la escuela parroquial. Ahora ha estado escondiendo la verdad sobre la naturaleza de su relación con Taft. A pesar de que seamos íntimos amigos, ahora hay entre nosotros una cierta distancia, una sensación de que, si bien es cierto que tenemos mucho en común, no lo es menos que los buenos vecinos necesitan también buenas vallas. Leonardo escribió que los pintores deberían comenzar todos los cuadros con una capa de negro, porque todas las cosas de la naturaleza son oscuras salvo cuando son expuestas a la luz. La mayoría de los pintores hacen lo opuesto: empiezan blanqueando el lienzo y añaden las sombras en último lugar. Pero Paul, que conoce a Leonardo tan bien que uno podría creer que el viejo duerme en la cama de abajo de nuestra litera, entiende perfectamente el valor de comenzar con las sombras. Lo único que la gente puede saber de ti es lo que decides dejarles ver.

El significado de esta idea se me hubiera podido escapar, pero hace unos años, antes de que nosotros llegáramos, sucedió en el campus algo interesante que nos llamó la atención. Un ladrón de bicicletas de veintinueve años de edad llamado James Hogue entró en Princeton haciéndose pasar por otra persona: un peón de rancho de dieciocho años procedente de Utah. Hogue dijo que había aprendido a leer a Platón bajo las estrellas y que había conseguido correr un kilómetro y medio en poco más de cuatro minutos. Cuando el equipo de atletismo lo trajo al campus para ficharlo, dijo que era la primera vez en una década que dormía bajo techo. El funcionario de admisiones se sintió tan cautivado con él que lo aceptó enseguida. Cuando dijo que se ausentaría durante un año, nadie pensó nada raro. Hogue dijo que estaba en Suiza, atendiendo a su madre enferma; en realidad, estaba cumpliendo condena en la cárcel.

Lo que hacía que el engaño fuera tan intrigante era que, si bien la mitad de lo que Hogue decía era una vulgar mentira, la otra mitad era más o menos cierta. Hogue era tan buen corredor como decía ser, y durante sus dos años en Princeton fue la estrella del equipo. También fue la estrella de su clase, pues tomó una carga lectiva que yo no aceptaría ni aunque me pagaran, y para colmo sacaba Sobresaliente en todo. Era una persona tan encantadora, que el Ivy intentó hacerlo miembro en la primavera de su segundo año. Es casi una lástima que su carrera terminara como terminó. En un campeonato de atletismo, un espectador lo reconoció por accidente y lo identificó como alguien de otro mundo. Cuando corrió el rumor, Princeton realizó una investigación e hizo que lo arrestaran en mitad de una clase en el laboratorio. Hogue fue acusado y se declaró culpable de fraude. En cuestión de meses había regresado a prisión, donde se sumió lentamente en el olvido.

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