– Seguiremos hablando más tarde -dice Curry, dándose la vuelta-. No sé cuánto durará la reunión.
Le da a Paul una palmada en el hombro y se dirige a la escalera. Cuando sube, Paul y yo nos encontramos a solas con los guardias.
– No he debido enseñárselo -dice Paul, casi hablando para sí mismo cuando comenzamos a caminar hacia la puerta.
Se detiene para mirar de nuevo la serie de cuadros, tratando de formarse una imagen a la que pueda volver cuando cierre el museo. Luego salimos.
– ¿Por qué habría de mentir Bill sobre el lugar donde encontró el diario? -pregunto, una vez hemos regresado a la nieve.
– No creo que lo haya hecho.
– Entonces, ¿a qué se refería Curry?
– Si supiera algo más, nos lo habría dicho.
– Tal vez no haya querido decírtelo en mi presencia.
Paul me ignora. Le gusta fingir que somos iguales a los ojos de Curry.
– ¿A qué se refería cuando dijo que podía conseguirte permisos de excavación? -le pregunto.
Paul mira por encima del hombro al estudiante que se nos ha acercado por detrás.
– Aquí no, Tom.
Sé muy bien cuándo no debo presionarlo. Tras un largo silencio, digo:
– ¿Puedes decirme por qué todas las pinturas tenían el tema de José?
Su expresión se ilumina.
– Génesis, treinta y siete. -Hace una pausa para recordar el texto-. «Y Jacob amaba a José más que a sus otros hijos, por ser el hijo de su vejez. Y le hizo una túnica de varios colores.»
Tardo un instante en entenderlo. El regalo de los colores. El amor de un padre maduro por su hijo predilecto.
– Está orgulloso de ti -digo.
Paul asiente.
– Pero no he terminado. Mi trabajo no ha terminado.
– No se trata de eso -le digo.
Paul sonríe con frialdad.
– Claro que sí.
Regresamos a los dormitorios, y noto en el cielo algo inquietante: está oscuro, pero no totalmente negro. Todo el firmamento, desde un horizonte al otro, está salpicado de nubes llenas de nieve de un gris pesado y luminoso. No se ve una sola estrella.
Al llegar a la puerta trasera de Dod, me doy cuenta de que no tenemos cómo entrar. Paul le hace señas a un estudiante de último curso, que nos lanza una mirada curiosa antes de prestarnos su tarjeta de acceso. Un pequeño tablero registra su proximidad con un pitido y enseguida la puerta se abre con el sonido de un rifle al cargarse. En el sótano, dos chicas de tercero están doblando ropa sobre una mesa abierta, vestidas con camisetas y shorts diminutos en el calor sofocante de la lavandería. Nunca falla: pasar por la lavandería en invierno es como entrar en un espejismo en el desierto: aire tembloroso de calor, cuerpos fantásticos. Cuando nieva fuera, la imagen de unos hombros y de unas piernas desnudas calienta la sangre como un trago de whisky. Estamos muy lejos de Holder, pero parece que hubiéramos entrado por accidente a la sala de espera de las Olimpiadas al Desnudo.
Subo al primer piso y me dirijo al flanco norte del edificio; nuestra habitación es la última del pasillo. Paul me sigue en silencio. Cuanto más nos acercamos, más pienso en las dos cartas que hay sobre mi mesa. Ni siquiera el descubrimiento de Bill es suficiente para distraerme. Durante semanas enteras me he dormido pensando en lo que una persona puede hacer con cuarenta y tres mil dólares al año. Fitzgerald escribió un relato sobre un diamante del tamaño del Ritz y antes de dormirme, en esos momentos en que las proporciones de las cosas empiezan a fundirse, me imagino comprando un anillo con ese diamante para dárselo a una mujer que está justo al otro lado del sueño. Algunas noches pienso en comprar objetos mágicos, como hacen los niños en sus juegos: coches que nunca se estrellan o una pierna que siempre sana. Cuando me entusiasmo, Charlie es quien me mantiene con los pies sobre la tierra. Dice que debería comprarme una colección de zapatos de plataforma, o dar la entrada de una casa con techos bajos.
– ¿Qué hacen? -dice Paul, señalando el fondo del pasillo.
Allí están Charlie y Gil, de pie en mitad del corredor, mirando por la puerta abierta el interior de nuestra habitación, por la que alguien camina. Una segunda mirada me lo dice todo: la policía del campus está aquí. Alguien ha debido vernos saliendo de los túneles.
– ¿Qué sucede? -dice Paul, acelerando el paso.
Me apresuro a seguirlo.
La vigilante está observando algo que hay en el suelo de nuestra habitación. Charlie y Gil discuten, pero no alcanzo a entender sus palabras. En el momento preciso en que comienzo a inventar excusas por lo que hemos hecho, Gil nos ve venir y dice:
– Todo está bien. No se han llevado nada.
– ¿Qué?
Señala el umbral de la puerta. La habitación, ahora lo veo, está totalmente en desorden. Los cojines del sofá están en el suelo; los libros han sido arrojados fuera de sus estanterías. En el dormitorio que comparto con Paul, los cajones de las cómodas están abiertos.
– Dios mío -susurra Paul, abriéndose paso entre Charlie y yo.
– Alguien ha entrado -explica Gil.
– Y por la puerta -añade Charlie-. No estaba cerrada con llave.
Me doy la vuelta para mirar a Gil, que fue el último en salir. Durante el último mes, Paul nos ha pedido que cerremos la puerta con llave hasta que termine su tesina. Gil es el único que se olvida.
– Mirad -dice en tono defensivo, señalando la ventana del extremo opuesto de la habitación-. Han entrado por ahí. No por la puerta.
Debajo de una ventana, junto a la pared norte del salón, se ha formado un pequeño charco. La ventana de guillotina está abierta de par en par, y la nieve, que llega nadando en el viento, se acumula en el alféizar. En el mosquitero hay tres inmensos cortes.
Entro en mi habitación con Paul. Su mirada recorre el borde de los cajones de su escritorio y se levanta hacia los libros de la biblioteca, que normalmente están en la estantería que Charlie le ha montado. Los libros han desaparecido. Paul mueve la cabeza de aquí para allá, buscándolos. Su respiración se hace sonora. Durante un instante estamos de regreso en los túneles; sólo las voces nos resultan familiares.
– No importa, Charlie. No han entrado por ahí -escuchamos.
– No te importa a ti, claro, porque no se han llevado nada tuyo.
La vigilante sigue caminando por el salón. -Alguien debía saber… -se dice Paul entre murmullos. -Mira esto -digo, señalando el colchón inferior de la litera.
Paul se gira. Los libros están a salvo. Con manos temblorosas, empieza a revisar los títulos.
Yo repaso mis pertenencias y lo encuentro casi todo intacto. Apenas si han tocado nada. Alguien ha revuelto mis cajones, pero sólo han llegado a descolgar de la pared una reproducción enmarcada de la primera página de la Hypnerotomachia que me regaló mi padre. La han abierto; una esquina está doblada, pero el resto está intacto. La sostengo entre las manos. Echo una mirada alrededor y veo el único de mis libros que está fuera de lugar: las galeradas de La carta Belladonna, anteriores a la decisión de mi padre de que El documento Belladonna sonaba mucho mejor.
Gil entra en el vestíbulo que hay entre los dormitorios y dice en voz alta:
– No han tocado nada mío ni de Charlie. ¿Ya vosotros?
Hay una sombra de culpa en su voz, una esperanza de que, a pesar del desorden, nada haya desaparecido.
Cuando miro hacia donde está, veo a qué se refiere: la otra habitación está intacta.
– Nada mío -le digo.
– No han encontrado nada -me dice Paul.
Antes de que pueda preguntarle qué quiere decir con eso, una voz llega desde el vestíbulo y nos interrumpe.
– ¿Puedo haceros un par de preguntas?
La vigilante, una mujer de piel curtida y pelo rizado, nos mira detenidamente mientras nos acercamos, empapados de nieve, desde las esquinas de la habitación. La imagen de Paul vestido con el chándal de Katie, de mí mismo vestido con su camiseta de natación sincronizada, le llama la atención. La mujer, identificada como teniente Williams en la chapa que lleva sobre el bolsillo del pecho, saca del abrigo un cuaderno de estenografía.