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Ahora me resulta necesario creer que mi padre y Vincent Taft gustaban a Richard Curry por dos motivos distintos. El chico del Medio Oeste, tranquilo, relajado y de mentalidad católica y el intrépido y decidido neoyorquino eran animales diferentes y debieron intuirlo desde el primer saludo, cuando la palma de la mano de mi padre desapareció en medio del apretón de carnicero de Taft.

De los tres, Taft era el más sombrío. Las partes de la Hypnerotomachia que más le gustaban eran las más sangrientas y misteriosas. Esbozó sistemas de interpretación para comprender el significado de los sacrificios que aparecen en el relato -la forma en que se cortaba el cuello a los animales, la forma en que morían los personajes-, para dotar de un sentido a la violencia. Trabajó mucho en las dimensiones de los edificios mencionados en el relato, manipulándolas para encontrar patrones numerológicos, confrontándolas con tablas astrológicas y calendarios de la época de Colonna, con la esperanza de que alguna pieza encajara. Desde su punto de vista, el mejor método de trabajo consistía en hacer frente al libro sin ambages, igualar en astucia al autor y derrotarlo. Según mi padre, Taft siempre había creído que algún día llegaría a vencer a Francesco Colonna. Ese día, por lo que sabíamos, no había llegado.

La estrategia de mi padre no podía ser más distinta. Lo que más lo fascinaba de la Hypnerotomachia era su evidente dimensión sexual. Durante los mojigatos siglos que siguieron a su publicación, los dibujos del libro fueron censurados, borrados o arrancados por completo del mismo modo que, cuando el gusto cambió y se ofendieron sensibilidades, muchos desnudos renacentistas fueron cubiertos con hojas de parra. En el caso de Miguel Ángel, parece justo denunciar ese atropello; pero hay partes de la Hypnerotomachia que aun hoy pueden resultar un poco chocantes.

Los desfiles de hombres y mujeres desnudos son sólo el comienzo. Polifilo se dirige a una fiesta de la primavera detrás de un grupo de ninfas y allí, en mitad de la fiesta, suspendido en el aire, está el enorme pene del dios Príapo, en el centro del dibujo. Antes, Leda, la reina mitológica, es sorprendida en el ardor de la pasión con Zeus, que aparece, bajo el aspecto de un cisne, entre las piernas de la mujer. El texto es todavía más explícito; en él se describen encuentros demasiado estrambóticos para aparecer en los grabados. Cuando Polifilo se siente atraído físicamente por los edificios que ve, admite mantener relaciones sexuales con ellos. Al menos en una ocasión -alega- el placer fue mutuo.

Todo aquello fascinaba a mi padre, cuya visión del libro, comprensiblemente, se parecía muy poco a la de Taft. En lugar de considerarlo un tratado rígido y matemático, mi padre opinaba que la Hypnerotomachia era un homenaje al amor de un hombre por una mujer. Era la única obra de arte por él conocida que imitaba el hermoso caos de este sentimiento. El carácter fantasioso del relato, la implacable confusión de los personajes y el desesperado vagabundeo de un hombre en busca de amor estimulaban su imaginación.

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En consecuencia, mi padre -y también, al principio de sus investigaciones, Paul- creía que el punto de partida de Taft era equivocado. «El día que sepas lo que es el amor -me dijo mi padre una vez-, entenderás lo que Colonna ha querido decir.» Si en realidad el libro contenía un misterio, mi padre creía que sólo podría resolverse fuera de él: en diarios, cartas, documentos familiares. Nunca me lo dijo, pero creo que siempre sospechó que entre las páginas del libro se escondía un gran secreto. En contra de las teorías de Taft, sin embargo, mi padre creía que se trataba de un secreto amoroso: un amorío entre Colonna y una mujer de más bajo nivel social; un polvorín político; un heredero ilegítimo; un romance como los que imaginan los adolescentes antes de que la madurez, esa novia horrible, llegue y acabe con los juegos de los niños.

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A pesar de las diferencias que había entre su planteamiento y el de Taft, cuando mi padre llegó a Manhattan para investigar durante un año lejos de la Universidad de Chicago, percibió que los dos hombres estaban haciendo grandes avances. Curry insistió en que su viejo amigo se uniera al equipo, y mi padre estuvo de acuerdo. Como tres animales en una misma jaula, los tres intentaron adaptarse a los demás; caminaban en círculos, con desconfianza, hasta que lograron establecer nuevas reglas y consiguieron nuevos equilibrios. Sin embargo, en aquella época el tiempo era su aliado y los tres tenían la misma fe en la Hypnerotomachia. Como un protector cósmico, el viejo Francesco Colonna los vigilaba y los guiaba, ocultando los desacuerdos bajo capas de esperanza. Y al menos durante un tiempo prevaleció el barniz de la unidad.

Durante más de tres meses, Curry, Taft y mi padre trabajaron juntos. Y fue entonces cuando Curry hizo el descubrimiento que sería letal para su trabajo en equipo. En aquel momento, ya se había alejado de las galerías y acercado a las casas de subastas, donde estaban en juego los grandes intereses del mundo del arte; y mientras preparaba su primera licitación, se topó con un cuaderno hecho jirones que había pertenecido a un coleccionista de antigüedades recientemente fallecido.

El cuaderno había pertenecido al capitán de puerto genovés, un viejo de caligrafía apretada que tenía la costumbre de hacer comentarios sobre el clima y sobre sus problemas de salud, pero que también llevaba un registro diario de todo lo sucedido en los muelles durante la primavera y el verano de 1497, incluyendo los peculiares acontecimientos que rodearon la llegada de un hombre llamado Francesco Colonna.

El capitán de puerto -a quien Curry llamaba el Genovés, porque el texto nunca menciona su nombre- recopiló los rumores que circulaban por el muelle acerca de Colonna. Se dedicó a escuchar las conversaciones que Colonna mantenía con sus hombres, y se enteró de que el rico romano había ido a Genova para supervisar la llegada a puerto de un importante barco cuyo cargamento sólo él conocía. El Genovés empezó a acercarse diariamente a los aposentos de Colonna para informarle de los barcos que llegaban, y una vez lo sorprendió tomando unas notas que el romano escondió tan pronto como él entró.

Si la cosa hubiera acabado allí, el diario del capitán de puerto habría arrojado poca luz sobre la Hypnerotomachia. Pero el capitán era un hombre curioso y a medida que se impacientaba esperando la llegada del barco de Colonna, intuyó que la única forma de descubrir las intenciones del noble era ver los documentos de embarque de Francesco, en los cuales se describía el contenido del cargamento. Al final le preguntó a su cuñado, Antonio, un mercader que solía traficar con mercancías robadas, si era posible contratar a un ladrón que penetrara en los aposentos de Colonna y copiara todo lo que allí pudiera encontrar. Antonio se manifestó dispuesto a ayudar a cambio de que el Genovés lo ayudara en cierta intriga marítima.

Antonio descubrió que incluso los hombres más desesperados rechazaban la oferta en cuanto pronunciaba el nombre de Colonna. El único dispuesto a hacerlo fue un ladronzuelo analfabeto. Pero el ladronzuelo hizo bien su trabajo. Copió los tres documentos que Colonna tenía en su poder: el primero era parte de un relato, que el capitán encontró de poco interés y nunca llegó a describir; el segundo era un trozo de cuero con un complicado diagrama, incomprensible para el Genovés; y el tercero era un peculiar mapa consistente en los cuatro puntos cardinales seguidos de un grupo de cifras, que el Genovés se esforzó en vano por descifrar. El capitán comenzaba a lamentarse de haber contratado al ladrón cuando ocurrió algo que inmediatamente le hizo temer por su vida.

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