Se saca de la chaqueta un objeto del tamaño aproximado de un ladrillo, envuelto en capas de tela. Ya antes he notado esta peculiaridad de Stein: sus manos tiemblan hasta que coge un libro. Lo mismo sucede ahora: mientras desenvuelve el objeto, sus movimientos parecen más controlados. Dentro del envoltorio hay un volumen gastado de poco más de cien páginas. Huele a salitre.
– ¿De qué colección es? -pregunto al no ver título alguno en el lomo.
– De ninguna -dice-. Nueva York. Lo he encontrado en una tienda de antigüedades.
Paul guarda silencio. Lentamente extiende una mano hacia el libro. La cubierta de piel es rudimentaria; está resquebrajada y cosida con cordeles de cuero. Las páginas están cortadas a mano. Un objeto innovador, tal vez. El libro de un pionero.
– Debe de tener cien años -digo cuando veo que Stein no ofrece detalles-. Ciento cincuenta.
A Stein le cruza el rostro una expresión irritada, como si un perro acabara de ensuciar su alfombra.
– Te equivocas -dice-. Te equivocas. -Me percato de que yo soy el perro-. Tiene quinientos años.
Vuelvo a concentrarme en el libro.
– De Genova -continúa Bill, dirigiéndose a Paul-. Huélelo.
Paul guarda silencio. Se saca del bolsillo un lápiz sin punta, le da la vuelta y abre la tapa del libro suavemente con la goma de borrar. Bill ha marcado una página con una cinta de seda.
– Con cuidado -dice Stein, desplegando las manos encima del libro. Tiene las uñas en carne viva de tanto mordérselas-. No dejes marcas. Lo tengo en préstamo. -Duda un instante-. Debo devolverlo cuando haya terminado de usarlo.
– ¿Quién lo tenía?
– La librería Argosy -repite Bill-. En Nueva York. Es lo que necesitabas, ¿no? Ahora podemos terminar.
Paul parece no darse cuenta del cambio de pronombres que se produce en el lenguaje de Stein.
– ¿Qué es? -digo con más firmeza.
– El diario del capitán de puerto de Genova -dice Paul. Su voz es suave, sus ojos giran sobre la caligrafía de las páginas.
Estoy sorprendido.
– ¿El diario de Richard Curry?
Paul asiente. Hace treinta años, Curry estuvo trabajando en un viejo manuscrito genovés que, según él, daría la clave de la Hypnerotomachia. Poco después de que le hablara de él a Taft, el libro desapareció de su piso. Se lo habían robado. Curry insistió en que Taft era el culpable. Sea cual fuere la verdad, Paul y yo aceptamos desde el principio que no íbamos a poder consultar el libro y seguimos trabajando sin él. Ahora que Paul estaba terminando su tesina, el valor del diario podía ser incalculable.
– Richard me dijo que aquí dentro había referencias a Francesco Colonna -dice Paul-. Francesco estaba esperando la llegada de un barco. El capitán de puerto tomaba notas diariamente acerca de él y de sus hombres. Dónde pasaban la noche, qué hacían…
– Quédatelo durante un día -interrumpe Bill. Se pone de pie y avanza hacia la puerta-. Haz una copia si lo crees necesario. A mano. Haz lo que necesites para terminar tu trabajo, pero tienes que devolvérmelo.
Paul se distrae.
– ¿Te vas?
– Tengo que irme.
– ¿Nos vemos en la conferencia de Vincent?
– ¿Dónde? -Stein se detiene-. No. No puedo.
Sólo verlo tan agitado me está poniendo nervioso.
– Estaré en mi despacho -continúa mientras se pone una bufanda roja de tela escocesa alrededor del cuello-. Recuerda, tienes que devolvérmelo.
– Sí, seguro -dice Paul, acercándose al cuerpo el pequeño atado-. Lo revisaré esta misma noche. Puedo tomar notas.
– Y no se lo digas a Vincent -añade Stein mientras se sube el cierre de la chaqueta-. Que quede entre nosotros.
– Te lo devolveré mañana mismo -dice Paul-. Tengo que entregar la tesina antes de las doce.
– Hasta mañana, entonces -dice Stein, echándose la bufanda sobre el hombro y escabullándose. Sus salidas son tan abruptas que siempre tienen un aire dramático. Ya ha cruzado el umbral que preside la señora Lockhart y ha desaparecido. La vieja bibliotecaria pone una mano mustia sobre una copia ajada de Víctor Hugo como si le acariciara el cuello a un antiguo novio.
– Señora Lockhart -suena la voz de Bill desde un lugar que no podemos ver-, hasta luego.
– ¿De verdad es el diario? -pregunto en cuanto Stein se ha ido.
– Tú escucha -dice Paul.
Vuelve a concentrarse en el librito y comienza a leer en voz alta. La traducción avanza entrecortadamente al principio, mientras Paul lucha con el dialecto ligur, la lengua de la Genova de Cristóbal Colón, en la cual menudean palabras perdidas que parecen francesas. Pero poco a poco fluye con mayor facilidad.
– «Anoche, mar alta. Un barco… desguazado en la orilla. La marea ha traído tiburones, uno de ellos muy grande. Los marineros franceses van a los burdeles. Un moro… ¿corsario?…, ha sido visto en aguas próximas.»
Pasa varias páginas, leyendo al azar.
– «Bello día. María se recupera. El médico dice que su orina mejora. ¡Costoso matasanos! El… herborista… dice que puede tratarla por la mitad de precio. ¡Y el doble de rápido!» -Paul se detiene y mira fijamente la página-. «Los excrementos de murciélago» -continúa- «todo lo curan».
Lo interrumpo.
– ¿Qué tiene que ver todo esto con la Hypnerotomachia?
Pero él sigue yendo y viniendo por las páginas.
– «Ayer, un capitán veneciano bebió demasiado y comenzó a fanfarronear. Nuestras debilidades en Fornovo. La vieja derrota de Portofino. Los hombres lo trajeron al astillero y lo ataron a un mástil. Todavía sigue allí esta mañana.»
Antes de que pueda repetir la pregunta, los ojos de Paul se abren.
– «El hombre de Roma volvió a venir anoche» -lee-. «Vestido con más lujos que un duque. Nadie sabe qué hace aquí. ¿Por qué ha venido? Les pregunto a los otros. Quienes algo saben se niegan a hablar. Corre el rumor de que un barco suyo se acerca a puerto. Ha venido para asegurarse de que llega sin percances.»
Me yergo sobre la silla. Paul pasa la página y continúa.
– «¿Qué puede ser tan importante como para que un hombre así venga a verlo? ¿Cuál es la carga? Mujeres, dice el borracho del Barbo. Esclavas turcas, un harén. Pero he visto a este hombre, a quien sus sirvientes llaman Señor Colonna y Hermano Colonna sus amigos: es un caballero. Y he visto lo que hay en sus ojos. No es deseo. Es miedo. Parece un lobo que ha visto un tigre.»
Paul se detiene con la mirada fija en las palabras. Curry le ha repetido esa última frase más de una vez. Incluso yo la reconozco. «Un lobo que ha visto un tigre.»
La cubierta se cierra en las manos de Paul, la semilla dura y negra en su cáscara de tela. El aire se llena de un olor salado.
– Chicos -dice una voz que llega de ninguna parte-. Vuestro tiempo se ha acabado.
– Vamos, señora Lockhart.
Paul comienza a moverse mientras cubre el libro con la tela y lo envuelve cuidadosamente.
– ¿Y ahora qué? -pregunto.
– Tenemos que mostrárselo a Richard -dice, metiéndose el pequeño atado bajo la camisa que le ha prestado Katie.
– ¿Esta noche? -digo.
La señora Lockhart murmura algo cuando salimos, pero no levanta la cara.
– Richard tiene que saber que Bill lo ha encontrado -dice Paul, mirando el reloj.
– ¿Dónde está?
– En el museo. Esta noche se celebra una fiesta en honor de los miembros del consejo de administración.
Dudo un instante. Había dado por hecho que Richard Curry había venido para celebrar la entrega de la tesina de Paul.
– Ya lo celebraremos mañana -dice Paul al leer la expresión de mi rostro.
El diario se asoma por la camisa, un atisbo de cuero negro envuelto en vendas. De arriba nos llega el eco de una voz, casi el sonido de una carcajada.
– ¡Weh! ¿Steck ich in dem Kerker noch? ¡Verfluchtes dumpfes Mauerloch, Wo selbst das liebe Himmelslicht Trüb durch gemalte Scheiben bricht!
– Goethe -me dice Paul-. Siempre acaba con el Fausto. -Antes de cerrar la puerta tras nosotros, Paul grita-: Buenas noches, señora Lockhart.