– Me pregunto si no es una barbaridad -murmuré.
Debí de estar pálido, porque se puso a fregarme como si tratara de excitar, en todo mi cuerpo, la circulación de la sangre.
– ¿Dónde está la barbaridad? -exclamó, de lo más contenta. -¿Vos creés que fue indispensable?
– ¿Que fue indispensable qué?
Pronunció por separado cada palabra. Parecía una boba.
– Encerrarla en el Frenopático -aclaré.
No entiendo a las mujeres. Sin causa aparente, Adriana María pasó de la animación al cansancio. Un doctor que la veía a mi señora me dijo que eso ocurre cuando baja de golpe la presión de la sangre. Ahora mi cuñada parecía postrada, aburrida, sin ánimo para hablar ni para vivir. Yo estaba por aconsejarle que se vigilara la presión, cuando murmuró, tras visible esfuerzo:
– Es por su bien.
– No estoy seguro -contesté-. Quién sabe lo que sufre la pobrecita, mientras nosotros hacemos lo que se nos da la gana.
Rió de un modo extraño y preguntó:
– ¿Lo que se nos da la gana?
– Una internación, che, te la regalo.
– Ya pasará.
– No hay que llamarse a engaño -insistí-. La pobrecita está en un manicomio.
En un tono que me cayó bastante mal, replicó:
– Dale con la pobrecita. Otras no tienen la suerte de que les paguen un manicomio de lujo.
– Un manicomio es un manicomio -protesté.
Me contestó:
– El lujo es el lujo.
Yo había concebido la esperanza de entenderme con ella, de que fuera una verdadera hermana en mi desolación, pero usted ve las enormidades que decía. Me reservaba, todavía, una sorpresa. Cuando un reloj de cuco empezó a dar las ocho, se retorció como si algo la sacara de quicio y gritó destempladamente:
– No vuelvas a cargosear con esa mujer.
Como lo oye: a su propia hermana la llamó esa mujer.
Sin contestar palabra salí del cuarto. Adriana María debía de estar furiosa, porque levantó la voz muy claramente masculló "podrida", "hasta cuándo", "qué le verá". No me di por enterado y me alejé.
En el corredor tropecé con Ceferina, que inmediatamente me preguntó:
– ¿Así que no le hiciste el gusto?
En un arranque de rabia respondí:
– Esta noche no ceno en casa.
XVIII
No es por agrandar las cosas, pero le aseguro que en una situación como la mía, sin un confidente que me escuche y me aconseje, la soledad se vuelve ingrata. Dígame a quién podía yo recurrir para desahogarme. Por motivos incomprensibles, mi cuñada había tomado entre ojos a Diana. Ceferina, para qué engañarse, nunca la quiso. El chiquilín era un chiquilín. Mi suegro -el pobre no estaba menos contrariado que yo- me echaba la culpa de la internación y me aborrecía. Recuerdo que reflexioné: "Si por lo menos tuviera un perro, como el rengo Aldini, podría conversar de mis penas y consolarme. A lo mejor si le hacía caso a Diana, cuando clamaba por comprar uno, hubiera evitado desgracias".
No bien salí a la noche lamenté el arranque de rabia y me pregunté qué haría con mi persona. Menos mal que en medio de tanta desventura no había perdido enteramente la disposición para comer, porque acodado en una mesa, en cualquier fonda, uno pasa el rato más entretenido que dando vueltas por la calle.
Quizá porque había pensado en Aldini, lo encontré en La Curva. Yo no veía otra explicación. Alguna vez Diana me hizo notar que el hecho es bastante común.
– ¿Vos aquí? -pregunté.
Aldini estaba solo, frente a un vaso de vino.
– Tengo a la señora enferma -contestó.
– Yo también.
– Después dicen que no hay casualidades. Elvira, si me quedo en casa, no entra en razón y me prepara la cena. Para que no haga desarreglos le mentí.
– No digas.
– Le inventé que los amigos me invitaron a cenar. No me gusta mentirle.
Yo le dije:
– Te invito, así no le has mentido.
– Cenamos juntos. No tenés por qué invitar.
Traté de explicarle que si no lo invitaba habría mentido a la señora, pero me enredé en la argumentación. Pedimos guiso.
– Nunca pensé que te encontraría en La Curva -aseguré sinceramente.
– Después dicen que no hay casualidades -contestó.
– ¿Casualidades? -pregunté- ¿Qué tienen que ver las casualidades?
– Los dos en La Curva. Los dos con la señora enferma.
Reconocí:
– Tenés razón.
Es inteligente Aldini. Repitió varias veces:
– Los dos con la señora enferma.
– Uno anda desorientado -observé.
Como tardaban con el guiso, vacié la panera. A la altura de mi nuca alguien habló:
– No le hagan caso al hipocritón éste -me volví; era el Gordo Picardo, que me apuntaba con el dedo y que decía-: De contrabando metió en la casa a la cuñada, que es el vivo retrato de la señora.
Guiñó el ojo (como Ceferina, un rato antes), no esperó a que lo invitáramos, tomó asiento, pidió una porción de guiso y con aire de gran personaje dio sus dos o tres pitadas al cigarrillo medio aplastado que Aldini había dejado en el cenicero.
Desde los billares avanzó a nuestra mesa un señor rubio, cabezón, de estatura por debajo de la normal, fornido en su traje ajustado. Entiendo que estaba peinado con gomina y parecía muy limpio y hasta lustroso. A la legua usted notaba que era de los que se manicuran en las grandes peluquerías del centro. Con apuro el Gordo Picardo lo presentó:
– El doctor.
– El doctor Jorge Rivaroli -aclaró el individuo-. Si no es inoportuno los acompaño.
Picardo le arrimó una silla. Como si nos faltara el tema hubo un largo silencio. Yo seguía comiendo pan.
– El tiempo se muestra variable -opinó el doctor.
– Lo peor es la humedad -respondió Aldini.
Picardo me dijo:
– Prometiste que ibas a interesarte, a lo mejor, en redoblonas.
– No juego -contesté.
– Bien hecho -aprobó el doctor-. Hay demasiada inseguridad en este mundo para que todavía agreguemos un juego de azar.
Picardo me miró ansiosamente.
– Vos prometiste -insistió.
Lo disuadió el doctor:
– No hay que aburrir a la gente, Picardito.
– ¿Y para beber, señores? -preguntó el patrón, don Pepino en persona, que se largó a nuestra mesa en cuanto vio a Rivaroli.
– Para todo el mundo Semillón -ordenó el doctor-. Tinto, se comprende.
Prefiero el vino blanco, pero no dije nada.
– Medio sifón de soda -agregó Aldini.
Aunque infeliz a más no poder, Picardo no deja de ser avieso.
– El señor tiene a la señora enferma -explicó, señalándome- pero que no se queje, porque metió en casa a la cuñada que es igualita.
– No es lo mismo -protesté.
Todos se rieron. Con la respuesta yo daba entrada a la discusión de mis intimidades, lo que me desagradaba profundamente.
Picardo comentó:
– Apuesto que en la oscuridad la confundís con tu señora. Por algo dicen que en boca de los locos se oye la verdad.
– A mí -observó pensativamente Aldini, y yo le agradecí que distrajera la atención hacia él- en la luz de la tarde me pasa una cosa bastante rara. Si la cuento se van a reír.
Por lealtad le aconsejé:
– No la cuentes.
– ¿Por qué no la va a contar? -preguntó el doctor y sirvió una vuelta de Semillón-. Entiendo que estamos entre amigos.
Aldini confesó:
– Tal vez porque la vista se me nubla, cuando hay poca luz, veo a mi señora más linda, no sé cómo decirles, como si fuera joven. Una cosa bastante rara: en esos momentos creo que es como la veo, la muchacha que fue cuando joven y la quiero más.
– ¿Y si te calzás los anteojos? -preguntó Picardo.
– Qué querés, aparecen detalles que más vale pasar por alto.
– No te reconozco -dije-. Generalmente no pecás de indiscreto.
– Bueno, che -protestó-, un día puedo estar medio alegre.
Hablando engoladamente apuntó el doctor:
– El señor es un enamorado de la belleza.
Picardo me señaló con el dedo.
– Ése también. Si no me cree, doctor, pregunte por el señor y la cuñada que tiene. Mandan fuerza.