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– Che, parecés una estatua.

En realidad parecía un monito rabioso, cuando se arrimó a la cama, como si quisiera atacarme, y de un rápido manotón me arrancó el poncho, que aleteó en el aire como un pajarraco azul y al caer me envolvió de oscuridad. No sabe lo que luché para desenredarme. Cuando por fin saqué la cabeza, lo encontré a Martincito completamente cambiado, nada amenazador, más bien hundido de hombros. Abría la boca y me miraba con desconcierto.

– Ya me tiene cansado tu pantomima -le dije.

Salté de la cama, lo tomé de un brazo y lo puse afuera. No bien lo solté, se volvió para mirarme con la boca abierta.

Por si acaso yo también me miré, porque recordaba pesadillas en que uno se cree vestido y de pronto se encuentra desnudo. Yo estaba despierto, con el traje arrugado pero decente.

XXI

Como tenía hambre, fui a la cocina, a buscar un pedazo de pan. Salí a la vereda, para estar solo, pero lo encontré al rengo Aldini, estacionado con el perro. No vaya a creer que me disgusté; las que tienen cansado son las dos mujeres. El sol reconfortaba.

– Dame un pedazo de pan -dijo Aldini.

Mascamos en perfecto silencio. Al rato no pude contenerme recorrí con lujo de detalles la conversación con el doctor Campolongo.

– El médico me dijo que mi visita podía hacerle mal a Diana. ¿Vos creés en ese disparate?

– He oído que la visita de los allegados hace mal a estos enfermos.

– Che, me parece que yo no soy un allegado -respondí con legítima suficiencia.

– Yo que vos no le daría pie a Rivaroli para que se meta.

– Y a Reger ¿lo llamo por teléfono?

– Más pan -dijo Aldini y extendió la mano.

Comió pensativamente. Insistí:

– ¿Lo llamo?

– No -dijo-. Yo me aguantaría.

– Muy fácil, aguantarte. No es Elvira la que está encerrada.

– Te doy la razón -concedió- pero no te conviene llamar a Reger.

– ¿Por qué?

– Porque si lo llamás, el juego está sobre la mesa y a lo mejor tenés que actuar.

– ¿Cómo?

– Ahí está lo que no sabemos. Por eso, mejor no llamarlo.

– Tengo ganas de llamarlo.

– Si no conseguís que te atienda o si te dice redondamente que no, te ves en la triste necesidad de recurrir al abogado, para que no te lleven por delante los médicos.

– ¿Vos creés que si no hago nada la protejo a Diana?

– Claro. Si no llamás, no saben qué estás preparando y se apuran a devolverla, para ponerse a cubierto.

Aldini siempre descolló por la inteligencia.

A gritos las mujeres me dijeron que se enfriaba el almuerzo.

XXII

A la tarde me refugié en el taller, donde me sobraba el trabajo, porque en esos días me trajeron una enormidad de relojes. Con la plata ganada yo le hubiera brindado a Diana la vida de lujo que ella no se cansaba de reclamar, pero el miserable dinero entraba cuando mi señora no podía aprovecharlo.

Lo de siempre: bastó que me dispusiera a calentar el agua del mate, para que llamaran a la puerta. Apareció un señor de edad, escoltado por dos peones que traían, en una especie de camilla hecha de palos, el reloj de la fábrica Lorenzutti. Me explicó el señor que él era el capataz, que el reloj no andaba desde hacía años y que ahora lo quería, en perfecto funcionamiento, para una fiesta que daban el domingo. Le dije que lo llevara a otro relojero, que a mí francamente me sobraba el trabajo (lo que una vez dicho me pareció una soberbia de las que pueden traer mala suerte). El capataz no cedió un punto y me preguntó de un modo que me resultó desagradable:

– ¿Cuánto me pide por el reloj para el sábado?

– No se lo tomo por cincuenta mil pesos -le dije, para darle a entender que lo rechazaba de plano.

– Trato hecho -contestó.

Antes que yo protestara, se había ido con los peones.

No me quedó otro remedio que pasar a la mesa de al lado el trabajo que tenía sobre la mesa de compostura y desarmar él reloj de la fábrica. En una amarga corazonada me pregunté si todo el dinero que porfiaba en llegar con esa abundancia no sería por último inútil. Una ansiedad prolongada lo aflige al hombre con supersticiones y cábulas.

Ya había puesto el agua a calentar, cuando llamaron de nuevo a la puerta. Recuerdo que me pregunté si ahora me traerían el Reloj de los Ingleses. Era Martincito, que venía con un libro.

– Regalo de abuelo, porque saqué buenas notas. Quiero que lo leas.

– Tengo que desarmar este reloj.

– ¡Qué pedazo de reloj!

– El que está en la Torre de los Ingleses.

Martincito lo miraba deslumbrado, mientras distraídamente paseaba las manos alrededor de los relojes de la otra mesa. Pensé que no tardaría en tocarlos.

– Cuidado con los relojes de los clientes -le previne.

Si le doy su merecido, aunque el chico se haya portado mal, Diana, cuando vuelve, no me perdona, porque lo quiere como si fuera su hijo. ¿Volvería Diana? Si estaba distraído, contaba con su regreso, pero si me ponía a pensar, no estaba seguro.

– A mí me parece que no es un libro para varones. Abuelo, que es el gran tacaño, a lo mejor ya se lo regaló a mamá y a tía Diana cuando eran chicas.

– ¿Por qué decís que no es un libro para varones?

– Hay un príncipe transformado en animal. Si consigue que una chica lo quiera, vuelve a ser príncipe.

– No digas -le dije.

Me dijo que si no creía lo leyera. Le prometí hacerlo. Insistió:

– Empezá ahora.

Tuve que obedecer. Confieso que el libro me interesó bastante, porque el animal por último consigue que una señorita lo quiera y vuelva a ser príncipe.

– Me gusta.

– ¿Por qué mentís? -preguntó.

– No miento. Te juro que yo también era una bestia hasta que la conocí a tu tía Diana.

Me tenía irritado, porque volvía a pasear los dedos entre los relojes. Yo sabía que pensaba en otra cosa pero, al descubrir cuál era, quedé sorprendido. Me dijo:

– Mamá es mala. No la quiere a tía Diana. Yo la quiero.

Por poco se me cae de las manos medio reloj de Lorenzutti.

– ¿La querés a Diana? -le pregunté.

– Más que a nadie. ¿Quién no la va a querer?

– Yo también la quiero.

– Ya sé. Por eso vos y yo tenemos que ser amigos.

Decía la verdad Martincito. En aquel momento yo le hubiera ofrecido el Systeme Roskopf del boticario, para que jugara.

– Tenemos que ser amigos -le dije.

Miró para todos lados y me preguntó:

– ¿Te animás a firmar un pacto con tu sangre?

– Es claro que sí.

– Tengo que decirte algo.

– Decilo.

– ¿No le vas a contar a nadie en el mundo lo que te diga?

– A nadie en el mundo.

– ¿Tampoco a mamá? -Tampoco.

– No le hagás caso a mamá, porque todo el tiempo quiere separarte de tía Diana.

– Nadie me va a separar de tu tía Diana.

– ¿No le vas a hacer caso a mamá? Jurame. Yo juré.

XXIII

A la noche varias veces pasó frente a mi puerta Adriana María en paños menores. De pronto no me contuve. Me levanté y la llamé, con un dedo sobre los labios, para indicarle que no hiciera ruido. Vino en el acto. Mirándola de tan cerca podía imaginar que era mi señora.

Le dije:

– ¿Te pregunto una cosa?

Me dijo que sí. Cuando yo estaba por hablar, puso un dedo sobre los labios, para indicarme que no hiciera ruido, me tomó del brazo, me llevó hasta el centro del cuarto, fue en puntas de pie a cerrar la puerta, volvió y me miró de un modo que, sinceramente, me dio la seguridad de que nos entendíamos.

– La vieja -explicó- tiene oído de tísico. Decime lo que quieras. Anímate.

Me animé y le dije:

– ¿Vos creés que si yo la visito, le hago mal a Diana? Como si hubiera perdido el oído, preguntó:

– ¿A quién?

– A Diana. Es lo que me dijo un médico del Frenopático.

Habló con una vocecita despreocupada:

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