– No te enojés. Le entregué tu carta a ese amigo tuyo en propias manos.
– Veremos qué hace -comenté-. Probablemente nada, porque le mandé una carta que ni yo la entiendo. Ahora me pongo a escribir de nuevo.
– Es peligroso -dijo.
– Entonces ¿qué me propone? ¿Que tome sus pastillas, me duerma y deje que hagan conmigo lo que quieran?
– No seas malo -dijo.
– No soy malo -expliqué-. Usted misma dijo que tengo que escapar. Vamos a ver si encontramos la manera… Mientras tanto le escribo un informe al señor Ramos. A lo mejor lo convenzo y me ayuda.
Paula pensó por mí:
– Para escribir, sacás una sola hoja. Las otras las guardás permanentemente bajo el colchón. A la noche, yo me llevo las hojas escritas, de modo que si te descubren, salvamos por lo menos las que yo guardo. A mí no me nombrés, para que no quieran separarnos.
Es notable: cuando dijo eso último, creí en la sinceridad de su afecto. De todos modos le pedí:
– Júreme que después me va a devolver las hojas.
– Lo juro.
– ¿En cualquier caso?
– En cualquier caso. Lo juro. Si no puedo entregarlas a ese amigo tuyo, te las devuelvo a vos.
– ¿Por qué lo jurás?
– Por vos mismo. Por lo que más quiero.
LVI
Antes de ponerme a escribir repasé mentalmente la última conversación con el médico. Una frase me inquietaba: "Haremos con usted lo que hicimos con su esposa". Me dije que sin esperar que empezara el tratamiento propiamente dicho -por ahora me sacaban sangre para análisis y me reforzaban con minerales y vitaminas- yo debía huir del Frenopático. Sobre todo, para evitar que me llenaran de remedios. Ese punto me preocupaba más que la misma posibilidad de que me cambiaran como a Diana. "¿Será tan grande el cambio?" me pregunté. "Aparentemente ella no lo nota. ¿No me habrá calentado la cabeza la vieja, que es lo más caviloso que se puede pedir? Reconozcamos que el cambio, si lo hubo, fue totalmente para bien, salvo en el renglón cocina, que al fin y al cabo no es el único en un gran amor. Estoy por agregar que yo he sido el principal beneficiado, porque desde que volvió a casa, ni una noche mi señora me obligó a esperarla, con ansiedad, hasta quién sabe qué horas, pesadilla por la que he pasado antes de que la internaran". Un poquito más y me preguntaba si no me habrían vuelto loco Adriana María y la vieja. Sabía que no, pero quería pensar que Diana era la de siempre y que al volver a sus brazos yo iba a encontrar la felicidad.
De pronto dije sin pensar, como si hablara otro: "No es cuestión de ser tan cerrado. A lo mejor si ahora me arreglan, cuando vuelva a casa no veré cambios en Diana".
Dicen que soy terco, pero de puro razonable empezaba a ceder.
LVII
Yo no entiendo nada. A ratos me parece que nunca voy a salir de aquí; a ratos, que voy a salir de un momento a otro. Si creo que no voy a salir, escribo febrilmente, para que usted me saque. Si creo que estoy por irme, sigo escribiendo, por costumbre. Cuántos recuerdos revivo al correr de la pluma; algunos angustiosos, no lo niego, pero muchos gratos. Opino que el balance final es favorable, de modo que veo confirmada mi invariable convicción de que tengo suerte.
Tampoco le negaré que a la otra mañana desperté con la esperanza de que usted viniera a sacarme. Sabía que mi carta era demasiado confusa para convencerlo; pero al que está encerrado le sobra tiempo para pensar en todo, aun en las esperanzas más desatinadas. Cuando entró la enfermera con el desayuno tuve por un instante la certeza de que iba a decirme: "Están a buscarlo". Como no dijo nada, acabé por preguntarle si no había novedades. No entendió y le aclaré la pregunta.
Por su parte me dijo:
– Yo que vos no me haría demasiadas ilusiones. No sabés cuánta gente que estuvo aquí pasó por eso. Todos nos piden a los enfermeros que llevemos una carta a un conocido que vendrá a sacarlos, porque no están locos. Nadie viene.
Le pregunté:
– ¿Encierran aquí a gente que no está loca?
– Qué sabe uno. Hay locuras que se ven a la legua; otras, no.
Para estos médicos todo el mundo está loco. El especialista, acordate, hila muy fino y es un empecinado.
La miré en los ojos para plantearle una pregunta que rumiaba desde hacía tiempo:
– Ahora dígame por qué debo escapar.
– Porque no estás loco -respondió.
Para mí, el punto quedaba aclarado perfectamente. Quizá cometí un error al añadir:
– Entonces no entiendo la actitud de los médicos. Paula juntó las manos y me suplicó:
– No me preguntés más -hizo una pausa, luego se animó, habló rápidamente, casi con alegría-: Escapate. Encontrá el modo: sos más inteligente que yo. Una vez afuera te contaré todo. Cuando estemos juntitos.
Le repliqué en el acto:
– Yo no puedo estar juntito con vos.
– ¿Se puede saber por qué?
– Soy un hombre casado.
– Eso, hoy en día, no importa.
Consideré que ella iba a agradecer que le hablara con absoluta honestidad, así que le dije:
– Quiero a mi señora.
Lo que sucedió entonces fue el acabóse. Tal vez hago mal en contarlo, porque Paula es una señorita y porque siempre me ayudó. Lo cierto es que el episodio me afectó de un modo tan profundo que se mezcló a pesadillas por las que iba a pasar. Todavía la veo, como en un delirio de la fiebre, cuando se desprendió el delantal, se tiró al suelo, se revolcó en vaivén, con los brazos abiertos, muy congestionada, gimiendo por lo bajo, murmurando las más notables obscenidades y repitiendo como si me llamara:
– No hay nadie en el piso.
– Ya me lo explicó el enfermero -contesté por fin.
Se incorporó con extraordinaria prontitud, se abrochó el delantal y se pasó una mano por las crenchas.
– ¿Me prestás el peine? -dijo.
De toda la congestión y desorden anteriores no quedaba más rastro que alguna lágrima, que secó nerviosamente con el revés de la mano. Paula se fue. De pronto me dije: "Si no había nadie en el piso debí escapar". Al rato llegó el enfermero, se excusó porque se le hizo tarde, porque lo ocuparon en cirugía. Me llevó al baño y a la sala de rayos, donde me sacaron radiografías de la cabeza, del pecho y de la espalda. Ni siquiera para el almuerzo volvió la enfermera. Me pregunté si no había estado demasiado brusco; es claro que tampoco iba a dejar que la pobre mujer pensara disparates.
LVIII
Mi situación era delicada. No podía inducir en error a la enfermera y debía recuperar su buena voluntad (lo que desde luego no me parecía fácil). Mientras meditaba sobre todo esto miraba el patio, abajo, con el perro, las ventanas vacías del quinto piso, y en las de otros pisos, a varios personajes que ya eran para mí habituales. Es curioso cómo cualquier lugar, después de un tiempo, se convierte en nuestra casa. Me pregunté si pasaría eso en las cárceles, olvidando quizá que yo lo comprobaba en el manicomio, que es peor. En realidad, las caras que solía ver en las ventanas, aunque de locos, no eran repulsivas. Había un señor de sonrisa irónica y de buenos colores, en una ventana del tercer piso, que me saludaba y se encogía de hombros, como si dijera ¿Qué importa? Había una mujer narigona -la única un poco desagradable- que parecía desconsolada; una muchacha flaca, pálida, de pelo castaño, corto y frisado, justo en la ventana de enfrente, del sexto, que era bastante linda pero debía de estar muy enferma, porque perseguía algo en el aire, sin duda una mosca de su invención, que aplastaba entre las manos con verdadera furia, para después buscarla desorientada, primero en las palmas y por último del otro lado; en el cuarto piso había un anciano de pelo largo, siempre inmóvil, que tal vez meditara, pero que sobre todo parecía emanar una calma extraordinaria.