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– No es necesario -contestó-. La recuperamos.

LXVI

– Su idea de poner un aviso no era mala -declaró el doctor-. Hay infinidad de gente dispuesta a mover cielo y tierra para ayudar a los que sufren porque se les escapó un perrito. El cejudo, que tiene buena mano, redactó el aviso y a los pocos días nos trajeron la perra.

Casi me levanto a darle un abrazo. Murmuré:

– ¿Por qué tardó tanto en decirlo?

Se me quebró la voz.

– Porque si le explico el proceso precipitadamente, usted, que nunca oyó hablar de estas cosas, no entiende nada.

Calló, como si no tuviera más que decir. Por no encontrar mejor manera de preguntarle por qué no me la devolvía ahí mismo, exclamé:

– ¡Qué bueno! ¡Así que la recuperamos a Diana!

– A su alma. Como usted no ignora, en el ínterin, se complicó la situación.

– No entiendo -dije-. Ahora que la tenemos ¿me la va a negar, doctor?

– De ningún modo. Eso sí, debe compenetrarse de las dificultades que enfrentamos.

– Le quedo agradecido por todo lo que hizo, pero ¿por qué no la trae? Me muero de ganas de verla.

¿-¿Cómo está ahora?

Le aseguro que esa pregunta me causó el efecto de un mazazo. Logré apenas balbucear:

– No me diga que va a traerme la perra.

– No, no -respondió con una sonrisa tranquilizadora- pero veo que va entendiendo.

Muy asustado contesté:

– Le aseguro que no.

– Sin embargo, sabe que el cuerpo de su señora está ocupado por la chica de la Plaza Irlanda.

Yo no podía creer lo que oía.

– Si está, es por su culpa -grité-. Sáquela. Sáquela inmediatamente.

Me dijo:

– No me pida que haga mal a nadie. Mi obra pierde todo el sentido si aumento la desdicha de una sola persona.

– O me equivoco o usted se considera un gran benefactor. Ya veremos qué piensa la gente cuando se entere.

– Por lo menos oiga antes de juzgar. Le dije que no quiero aumentar la desdicha de nadie. Lo incluyo a usted.

– Entonces no tiene más que devolverme a Diana.

– Estamos en eso -me dijo-.¿Me permite una explicación?

– La considero inútil.

– Yo no. Yo le debo una explicación, aunque usted quizá no la merezca. En el Instituto, aquí no más, teníamos una enferma incurable, pero lindísima, una chica maravillosa. Pensé…

– ¿Qué pensó?

– Mire, le prevengo que es tan linda como la señora Diana. Más joven aún ¡y de una delicadeza en los rasgos!

A esa altura de la discusión adiviné a quién se refería. Bastante indignado le dije:

– Hay pocas mujeres lindas como Diana.

– Verdad. También es verdad que esta chica es muy linda.

– No va a comparar.

– Primero la ve y después hablamos.

– Ya la he visto. Usted me cree idiota, pero sé de quien habla: la cazadora de moscas.

Abrió la boca y le tocó el turno de parecer idiota, pero se repuso demasiado pronto.

– La vio cuando la pobrecita estaba muy mal. Ahora, con el alma de la señora, es otra cosa. Otra cosa.

– Usted no me interpreta, doctor. Yo no quiero otra cosa. Quiero a Diana.

Dijo:

– En la variación está el gusto.

– Usted perdió el sentido de la decencia. ¿Nunca le dijeron que no hay que manosear a la gente? Yo se lo digo. Se cree un gran hombre y es un vulgar traficante de almas y de cuerpos. Un descuartizador.

– No se ponga así -me dijo.

– ¿Cómo quiere que me ponga? Me dijo que me la devolvía a Diana y trató de pasarme una máscara. ¿No pensó que es horrible mirar a su mujer y sospechar que desde ahí adentro lo está espiando una desconocida?

– Eso era cuando no estaba informado. Ahora sabe.

– En cambio usted no sabe lo que es una persona. Ni siquiera sabe que si la rompe en pedazos la pierde.

Discutía con ese doctor como si quisiera convencerlo. En verdad yo sólo quería que me devolvieran a la señora y estaba desesperado. Me dijo:

– Con ese criterio no curaríamos las enfermedades ni corregiríamos los defectos.

– ¿Nunca se le ocurrió pensar que uno quiere a la gente por sus defectos? -le grité como un desaforado. ¡Usted es el enfermo! ¡Usted es el enfermo!

Me parece que en ese momento me dio el pinchazo.

LXVII

Al despertar me encontré de nuevo en el cuartito blanco.

Paula me dijo que me apurara con el informe, porque mañana la cambian de piso.

Cuando le pregunté si podía contar con ella para una nueva tentativa de fuga, contestó con vaguedades. No la culpo. La pobre sabe lo que le espera al que se opone a estos médicos.

Como Ceferina me ha dicho más de una vez, a mí los desplantes me pierden.

Estoy seguro de que la persona que habló por el teléfono interno con Samaniego, mientras yo estaba en el despacho, es la chica de la Plaza Irlanda. Cuando Samaniego le repitió "No tema. Es irreversible", evidentemente le prometía que no la iba a sacar del cuerpo de Diana. De cualquier modo, si yo no me hubiera enojado, a lo mejor lo persuadía de pasarla al cuerpo de la otra, y a mi señora al que le corresponde. A lo mejor todavía no es tarde.

SEGUNDA PARTE

POR FELIX RAMOS

Muchas veces a lo largo de la vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino. Esta imaginación procede quizá de la historia, sin duda falsa, que leí en algún almanaque popular, de aquel joven inglés, famélico y desesperado, que al llegar a la playa para suicidarse encontró una botella con el testamento del norteamericano Singer, que legaba sus millones a quien lo recogiera. Un día en la misma puerta de casa, increíblemente el sueño se volvió realidad; pero en la versión que me deparó la suerte, desaparecen los elementos románticos: no hay botella, ni mar, ni testamento, sino un montón de papeles en la boca de un perro. Nuestros deseos por fin se cumplen de manera de persuadirnos de que más vale no desear nada.

El perro, según me pareció, un mastín atigrado, a diferencia de los habituales carteros que, mes a mes, abandonan en el zaguán contiguo las revistas que aguardo con ansiedad, sabía lo que estaba haciendo. Después de entregar el sobre me miró con determinación y, ahora creo, con esperanza. Corrió hasta la puerta, se paró en las patas traseras, apoyó las manos en el picaporte, trató de abrir. No lo consiguió. Supongo que se produjo entonces un conflicto entre su inteligencia, extraordinaria para un animal, y los reflejos propios de la especie. Vencieron los reflejos, el perro aulló. Los aullidos guiaron los precipitados pasos de un pelafustán de cejas muy pobladas que trabaja en la escuela de perros de la calle Estomba. Cuando el perro lo vio, intentó velozmente el contraataque y la fuga. Lo redujeron sin dificultad.

– Se había escapado -aclaró el hombre con una sonrisa que lo volvía humano.

El pelafustán no me reclamó los papeles.

Nada más desolado que los ojos de un perro triste. En los del pobre animal que se

debatía, casi asfixiado, había desolación, pero también reproche. El reproche, ojalá que me equivoque, venía dirigido a mí.

Entré en casa y examiné el cartapacio. Trae la firma del mismo Lucio Bordenave que me habría enviado, días atrás, por intermedio de una señorita, una carta desaforada y confusa. Después de recurrir a un perro ¿de qué se valdrá mi corresponsal para llamar la atención?

Por motivos aparentemente contradictorios, desconfío de la autenticidad del documento. Ante todo, me parece raro que Bordenave se dirija a mí; al fin y al cabo estamos distanciados. También me parece raro que Bordenave me trate de usted; al fin y al cabo nos conocemos desde la infancia. Lo cierto es que después de la lectura sentí la contrariedad de quien recibe un anónimo. O peor aún: de quien recibe la carta de un impostor.

Busqué en la guía el número de teléfono del Instituto Frenopático de la calle Baigorria, llamé, pedí por la señorita Paula.

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