De repente me pareció que Diana se volvía y me eché en la cama. Al golpeteo de mi corazón lo acallaron los pasos que se arrimaban. Diana se inclinó sobre mí, le juro que me dio un beso en la frente y que dos veces pronunció la palabra "pobrecito". Esa palabra obró como un bálsamo, porque me recordó a mi madre. Con los párpados entrecerrados la miré en los ojos y me dije que Diana me protegía de todos los peligros del mundo. De este sentimiento de seguridad pasé a sospechas y miedos increíbles. No sé cómo ni por qué me dio por preguntarme quién estaba mirándome desde los ojos de Diana.
XLVII
Después mi señora rodeó la cama, apartó las mantas y con movimientos muy suyos, que le conozco de memoria, se acostó; como siempre ensayó primero un lado y después el otro (una vez me dijo que somos todos perritos que no se deciden por la postura para echarse) y finalmente se durmió. Al rato, menos por curiosidad que por el afán de matar el tiempo, tomando toda suerte de precauciones para no despertarla, me levanté y me dirigí a la cómoda. Con la sorpresa que es de imaginar, al abrir nomás el segundo cajón descubrí que el papel tan ansiosamente buscado por Diana era el árbol genealógico. "Al fin y al cabo" -me dije"es una Irala y por algún lado tenía que reventar su parecido con el resto de la familia". No lo dije, desde luego, contra Diana. Mi reacción, en el primer momento del hallazgo, fue de ternura. Sentí un impulso de abrazarla, despertarla, contarle mis malos pensamientos y pedirle que me perdonara. Con ese propósito enderecé a la cama, cuando sin querer propuse otra interpretación de su empeño por encontrar el árbol genealógico. "Quiso estudiarlo" -pensé- "porque es otra. Le conviene conocer los antecedentes de familia, saber, por ejemplo, cómo se llamaba su madre. Todo está ahí" Al rato, como si ya tuviera por seguro que esa interpretación era la exacta, agregué: "Para peor le tocó a la pobre una familia que siempre encuentra pretextos para sacar a relucir los choznos".
Ya en cama seguí cavilando hasta que en algún momento pregunté si no desvariaba. "Tanto más natural de mi parte sería pensar que se acordó del árbol genealógico, que tuvo ganas de preguntarme dónde buscarlo y que me miraba porque si yo estaba realmente dormido, no quería despertarme". Ya me abandonaba a una sensación de alivio, cuando reflexioné que mucho antes de emprender la busca porfió para que tomara las gotas. A lo mejor había insistido en las gotas por entender que esa noche yo tenía que dormir bien. En las clínicas y en otros puntos donde se codea con el cuerpo médico, la gente toma la mala costumbre de consumir, por cualquier motivo, remedios. Por mi parte quizás exagerara mi aversión a las gotas. A lo largo de ese día interminable, junto a mi señora encontré el único refugio y después, porque me compró un somnífero, empecé a imaginar cosas y a desconfiar. Repasando las mismas cuestiones acabé por dormirme. A eso de las ocho, no sé qué sobresalto de un sueño me despertó. En cuanto levanté los párpados encontré los ojos de mi señora, mirándome fijamente, como si quisiera desentrañar un secreto que hubiera en mí. La idea me hizo gracia, iba a decirle que yo no tenía secretos, pero de pronto me pareció que el secreto estaba en ella y me asusté.
XLVIII
Como no aguantaba mis nervios me levanté y fui al lavatorio. Hasta aburrirme hundí las muñecas en el agua fría; después me la pasé por la frente y la nuca. Me encontraba desorientado, convencido de que así no podía seguir y llegué a preguntarme si de pronto no me largaría al Instituto, para que me aplicaran cualquier inyección o a lo mejor me internaran. Así no podía seguir.
El mate que, según leí en el Mundo Argentino, agita los nervios, me tranquilizó. Por mínima atención que pongamos, algo nos entretenemos en tomarlo y pasarlo después para que lo ceben y lo tome otro. Yo diría que la redondez de la calabaza infunde en la mano satisfacción: no me pregunte el motivo. Seguramente yo discurría sobre todo esto para no pensar en lo que me atormentaba. En parte lograba ese intento.
Diana y Ceferina comentaron la pereza de aguantar, nuevamente esa noche, a los Irala. Era un gusto cómo estaban de acuerdo. De oírla, uno pensaba que Diana no tenía nada que ver con Adriana María y don Martín. La cordialidad se prolongó hasta que la vieja no pudo con el genio y empezó a mortificar a Diana con sugerencias para el menú. En realidad, la provocaba. Diana estuvo de lo más diplomática. Miró el reloj, pidió que la disculpáramos porque era tarde, se encerró en el baño y abrió la ducha. Por mi parte me fui a los relojes: con la mente en libertad no me aguantaba. Ya en el taller, ante la pila de relojes en compostura, en mi fuero interno reconocí que últimamente mi sentido de la responsabilidad se volvió menos riguroso. Alguna vez me dijo Ceferina que el amor y el sentido de la responsabilidad para el trabajo no congenian; yo no la escuché, porque lo decía contra Diana.
Trabajé lo mejor que pude, con la esperanza de ser el relojero de siempre, de haber recuperado la vocación. De golpe me encontré pensando en el largo día por delante. Ahora mismo, después de lo que ha pasado, me cuesta decirlo: tuve miedo de todas esas horas para estar con Diana, al extremo de pedir que llegara pronto la noche, para estar con Adriana María. "Esa por lo menos" -me dije- "es la hermana". Como quien sueña, me figuré abrazándola con ternura; digo como quien sueña, porque la imaginación trabajó sola y me la mostró a Adriana María apretándome de manera francamente desvergonzada, mientras yo sentía tristeza porque no sabían interpretarme. De ahí pasé a extrañar a mi señora. La extrañé de un modo rarísimo, empujado por la curiosidad, por un escrúpulo de observarla mejor, por la enorme esperanza de haberme equivocado, de llorar entre sus brazos, de pedirle perdón, de olvidar todo.
Ni yo mismo me entiendo. Al rato llegó Diana y tuve ganas de escapar. Tal vez pueda explicarme: sin ella, suponía que me bastaba mirarla para salir de mi aflicción y que mis cavilaciones eran la pura malacrianza de un hombre mimado por la suerte; pero al tenerla a mi lado me parecía ver, más allá de su expresión y de su piel, a una forastera.
Me pidió que la acompañara hasta el almacén y a la feria, que esa mañana estaba en Ballivián, para hacer las compras, de acuerdo a una lista preparada por Ceferina. Dije que iba a pasarme el peine; entré en la pieza y me eché al bolsillo el frasquito de las gotas.
Salimos. Le juro que yo miraba las cosas como quien las recuerda. O tal vez como un hombre que se despide.
En el almacén no estaba el patrón. Nos atendió la hija, la causa de nuestro famoso distanciamiento. ¿Qué me dice cómo se ha puesto? Está grande, lindísima, pero al público lo atiende como si le hiciera un favor. Fuimos a la feria y por último pasamos por la farmacia. Con el pretexto de preguntarle a don Francisco si el Systeme Roskopf marchaba como la gente, lo llevé aparte, le mostré el frasquito y le pregunté si esas gotas eran muy fuertes.
Me contestó:
– Un bebé las ingiere sin problemas.
Tomé del brazo a Diana y volvimos a casa; cuando llevó las compras a la cocina, la otra Diana salió a pasear conmigo. Si alguien me vio, habrá pensado que yo estaba loco, porque le garanto que hablaba solo y, si me acordaba, con la perra, para disimular. No sólo para disimular, sino también porque la siento muy apegada. En el fondo, ha de ser la única persona en que me fío plenamente.
Ceferina se asomó al jardín y me llamó a gritos.
Comí sin hambre. Después del almuerzo prolongué a más no poder la conversación, aunque Ceferina y Diana, como siempre cuando están juntas, me tenían en ascuas. Por último Ceferina se puso a baldear y comprendí que llegaba la hora de la siesta.
Mi estado de ánimo cambia continuamente de un tiempo a esta parte. Me dije que no tenía derecho de estar descontento, porque al hombre que le gusta una mujer enteramente, se le puede llamar afortunado. Se lo dije a ella, un poco en broma y un poco por hablar.