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Como le contaba: si me entraba la desazón, con el pretexto de tomar aire, salía a la calle, elegía el lugar menos iluminado, me recostaba contra el cerco y esperaba. Esperaba con inquietud en el alma, porque Diana tardaba más de lo previsible, pero también porque siempre aparecían los vecinos, que viven para sorprenderlo a uno y repartir el comentario por el pasaje.

Una noche Picardo se me vino derechito, como si supiera dónde iba a encontrarme y, sin molestarse en preámbulos ni atenuantes, me dijo:

– Para mí que le dio algo. Me explicó el doctor Rivaroli, un amigo que te voy a presentar, que bastan dos o tres gotas en el café con leche. Cuando se cansa de tenerla como esclava, la vende a los tratantes de Centroamérica.

Otra noche el mismo Aldini, que según Ceferina está perdiendo la vista, con el pretexto de pasear el perro (más bien de arrastrarlo, porque el pobre Malandrín, cuando quiere acordar, se agita y se echa), como le decía, con el pretexto de pasear el perro, caminó hasta donde yo estaba -el lugar más oscuro, le garanto- y me pidió:

– Por favor no lo escuches a Picardo. Ahora te explican todo por las drogas. Haceme caso, hay mucha exageración.

Ni usted ni yo vamos a creer en la fábula de esas gotitas en el café con leche. Admito, sin embargo, que Diana, cuando finalmente volvía al hogar, traía pegados en el vestido pelos de perro. Hay más: olía a perro. Hablaba de perros y del alemán -yo no sabía cuándo se refería a unos y cuándo al otro-, hablaba a toda velocidad, como si una comezón la enloqueciera y, porque la noche no le alcanzaba para discutir los méritos y defectos de sabuesos, ovejeros y mastines, por la mañana seguíamos el debate, hasta que mi señora salía a callejear y yo me dormía sobre los relojes.

IX

Ese profesor, que no le envidia a judas, una tarde me llamó por teléfono para que nos reuniéramos en el Bichito, que está frente a Carbajal.

– ¿Se puede saber el motivo? -le pregunté. Contestó inmediatamente:

– Hablar de la señora.

Aunque entendí, pedí aclaración:

– ¿De qué señora?

– La suya.

Como usted comprenderá, yo no podía creer lo que oía, pero me sobrepuse y contesté con odio:

– ¿Quién es usted para meterse?

Todavía pronunciaba esas palabras, cuando el miedo me enfriaba la sangre. ¿Le habría pasado algo a Diana? Más valía no perder tiempo.

El profesor Standle empezaba a decir con la voz extrañamente aflautada:

– Bueno, usted sabe…

Lo interrumpí sin contemplaciones:

– Allá voy.

Corrí por la calle, en el Bichito elegí una mesa que permitía la continua vigilancia de la entrada, pedí algo para tomar y, antes que me sirvieran, yo estaba preguntándome si no debía largarme a la escuela de perros. ¿Qué me dio por decir "Allá voy" y cortar? Quizás el profesor entendió que yo iría a la escuela, pero si yo tardaba, a lo mejor se preguntaba si "allá" no quería decir el Bichito y quizá nos encontráramos, o nos desencontráramos, en el trayecto.

Por su parte, usted se preguntará por qué le cuento estas payasadas. Desde la noche de mi cumpleaños hasta ahora, salvo cortos intervalos de tranquilidad, he vivido en estado de ofuscación permanente. Visto por los demás, el hombre ofuscado se comporta como un payaso.

Después de una media hora interminable -porque en definitiva me quedé en el bar- apareció el profesor. Vino a la mesa, pidió un bock, se quitó la gabardina, la dobló cuidadosamente, la colocó en el respaldo de una silla, tomó asiento y le garanto que hasta beber la cerveza y limpiarse la espuma no soltó la palabra. Cuando habló, por un momento, se me desdibujó su cara, como si me diera un vahído. Esto es lo primero que oí:

– Usted sabe que la señora está muy enferma.

– ¿Diana? -murmuré.

– La señora Diana -me corrigió.

– ¿Qué le ha pasado? ¿Una descompostura? Contestó con el mayor desprecio:

– No se haga el que no capta. Está muy enferma. Si no actuamos, puede llegar a ese punto del que nadie vuelve.

– Yo quiero que vuelva.

– Usted quiere cerrar los ojos para no ver la realidad -contestó-, pero capta muy bien.

– No acabo de entender -traté de sincerarme-. Pesco algo y la cabeza me da vueltas.

– Actuamos en el acto o pierde prácticamente a la señora.

– Actuemos -le dije y le pedí que me explicara cómo. Entonces me habló con su voz grave:

– La respuesta -dijo- es la internación. La internación.

Atiné a protestar:

– Eso no…

Recayó en la voz aflautada y comentó, como si estuviera satisfecho:

– La incapacidad para tomar decisiones, demostrada por la señora Diana, que no se resuelve por ningún pichicho, no es propia de gente en sus cabales.

Para mí que el profesor empleó adrede la palabra internación. En todo caso, quedé como si hubiera recibido un golpe. No era para menos. La pobre Diana, cuando se acordaba de sus internaciones, echaba a temblar como un animal asustado, se aferraba a mis manos y, como si reclamara toda mi atención, toda la verdad, preguntaba: "Ahora que estoy casada ¿no me pueden internar, no es cierto?". Yo le contestaba que no, que no podían, y creía lo que estaba diciéndole.

Standle siguió:

– ¿A usted le parece bien que la señora ande el santo día lejos del hogar?

– Si no fuera más que el santo día… -suspiré.

– Y buena parte de la noche. ¿Usted la espera muy tranquilo? -No, no la espero tranquilo.

– Mientras dure la internación, para usted se acabaron los dolores de cabeza.

Dios me perdone, dije:

– ¿Usted cree?

– Va de suyo -contestó-. Si me da el visto bueno, entro en contactos con el doctor Reger Samaniego.

– La pobre Diana está muy nerviosa -murmuré, y me sentí mal, como si hubiera dicho una hipocresía.

– ¿A quién se lo cuenta? -respondió-. En breve plazo el doctor Samaniego la pone en forma. ¿Usted sabe? A veces lo llaman para consultas ¡desde el centro! Pero mejor que no se haga ilusiones. Puede haber una dificultad.

– ¿Una dificultad? -pregunté ansiosamente.

– Tal vez no la reciban. En el Instituto Frenopático del doctor Reger Samaniego no entra cualquiera.

– Habrá algún medio…

– Tiene muchos pedidos. Tampoco sé cuánto cobra.

– Eso no importa -alegué.

No es que yo sea rico, pero no voy a pensar en el dinero cuando se trata de Diana.

– No se preocupe -dijo el profesor.

– Muy fácil -protesté con rabia.

– El Instituto queda en la calle Baigorria. Aquí a la vuelta. Usted la visitará cada vez que tenga ganas. Mañana, a primera hora, paso a buscarla.

Lo miré sorprendido, aunque sabía perfectamente que era compinche del doctor, porque los viernes a la noche juegan al ajedrez, a la vista y paciencia del público, en La Curva, de Álvarez Thomas y Donado. Es verdad que yo sabía todo esto de mentas: por una de esas grandes casualidades del destino, hasta aquel entonces nunca se me había cruzado ante los ojos el doctor Reger Samaniego, con su cara de momia.

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