– Un perro, es claro -dije-. Mi señora siempre deseó un perro. Es una cosa bien sabida. Preguntale a cualquiera que la conozca. Ahora le voy a dar el gusto.
Picardo sonreía y me miraba. Hablando en un tono solemne, que debió intimidarlo, dije:
– Quiero que vuelva a casa por la puerta grande.
Masculló:
– No has de tenerte mucha fe, si te reforzás con un perro. Me hice el que no oía. Le pregunté:
– ¿Qué decís?
– ¿De dónde sacás la plata?
– De acá. -Me palpé la cartera. Después agregué, como quien se da importancia-. Me trajeron en compostura el reloj de la fábrica Lorenzutti.
Por un momento lo confundí, pero reaccionó.
– En vez de invertir en perros -me dijo- pagame lo que me debés
– No te debo nada.
– Ochenta boletos que te jugué.
– Te dije hasta el cansancio que no juego.
– No me hagás eso y no lo digás a gritos. El doctor está muy bien impresionado porque te vendí la boleteada. Si me pagás con la ganancia ¿a vos qué te importa?
Últimamente Picardo se ha vuelto muy tesonero.
XXVIII
A la media cuadra, miré para atrás y lo vi a Picardo que me vigilaba desde la esquina, sin el menor disimulo. "Por culpa de ese cargoso" me dije "aunque no quiera entrar, tengo que entrar".
Había tanto olor a perro en el escritorio, que me dio por compadecer a Diana, como si estuviera seguro de que vivía ahí.
En el hombre celoso dura poco la bondad. Cuando entendí el alcance de lo que había pensado, me puse a buscar rastros de mi señora con un encono que admiraba. Por cierto no los encontré. Usted dirá que si tan fácilmente desconfío, no he de quererla mucho. En ese punto se equivoca, aunque por mi parte a lo mejor no sepa dar razones para convencer.
Apareció el dentudo que trabaja de peón en la escuela.
– ¿Qué quiere? -preguntó.
Por la manera de hablar usted lo coloca a mitad de camino entre la gente y los animales.
– Hablar con Standle -dije.
El muchacho entreabrió una puerta y avisó:
– Quieren verlo.
No me quitó los ojos, ni se fue, hasta que vino Standle. El alemán mostró un disgusto que después disimuló con cara de sonso. Me acuerdo como si fuera ahora que en ese momento no pude menos que preguntarme si el hombre escondía algo o si me había hecho una mala jugada.
– ¿Qué busca? -preguntó.
Tal vez para estudiar sus reacciones le largué la frase:
– Busco un perro para regalárselo a Diana, cuando vuelva a casa.
– ¿A la señora Diana?
Le juro que yo le sorprendí en los ojos y en la boca una expresión de burla. Me dio rabia y le pregunté:
– ¿A quién va a ser?
Con vivo interés comercial pasó a tratar el negocio.
– En este momento nótase una verdadera contracción de la oferta -dijo-. La primera consecuencia en el mercado es la suba de precios.
– Cuándo no -contesté.
– Lo que usted necesita es una perra.
– O un perro.
– A un perro lo distrae con una perra. A una perra usted no la distrae del deber.
Le previne:
– Ya le oí el cuento.
– Acompáñeme. Le enseño lo que necesita.
Abrió una puerta y avanzamos entre dos filas de perreras. No es que yo sea pretencioso, pero le garanto que el lugar no resultaba hospitalario. Tanto ladrido, tanto olor a perro mezclado a desinfectante, me deprimieron y entristecieron. Ganas me entraron de renunciar a la operación.
– Mire qué linda la joven -dijo el alemán.
Era una lindísima perra de policía. Cuando llegamos estaba echada con la cabeza aplastada contra el suelo y desde allá abajo nos miró con ojos atentos, dorados. Parecía divertida, como si compartiera una broma con nosotros y en un instante pasó de la quietud al salto y a las fiestas. Le juro que pensé: "Me la llevo". Como repite Ceferina, cuesta mucho resistir a la belleza. Una mala comparación, desde luego, porque Ceferina se refiere a mi señora.
– ¿Cuánto pide?
– Cincuenta mil pesos -contestó.
– Qué barbaridad.
Era una barbaridad, pero también era (y esto me pareció más importante) la misma cantidad que yo había recibido por el Ausonia de Lorenzutti. Entendí que si gastaba ese dinero en una perra para mi señora, a lo mejor convertiría la mala suerte en buena suerte. Ni qué decirle que mientras yo pensaba todo esto, el alemán hablaba sin parar. Creo que ponderaba la inteligencia del animal y su carácter caprichoso. Con voz aflautada exclamó:
– ¡Mujer al fin! Pero dócil, buena y, un punto capital, muy adelantada en el curso de enseñanza.
– ¿Cómo se llama? -pregunté.
De nuevo pareció molesto. Animosamente aseguró:
– Malicio que el nombre gustará.
– ¿Porqué?
– Porque es tocaya de la señora.
Cuando comprendí, me contrarié. Aparecer en casa con una perra que se llamaba Diana, no era prudente, porque no habría medio de salvarla de la malquerencia y del mal trato de las mujeres.
En ese primer momento razoné con sinceridad.
– No me sirve. ¿Qué otra cosa ofrece?
Me mostró media docena de perros. La comparación era imposible.
– Pichichos lindos, pero trabajo inútil -declaró-. El señor eligió de entrada. Amor a primera vista.
Lo miré con respeto, porque me decía la verdad. Desde que la vi, Diana me atrajo.
– Me la llevo -dije. -Felicitaciones -dijo Standle. Me estrechó la mano hasta hacerme doler.
Comprendo perfectamente que me porté como un chico. Desde que internaron a mi señora estoy un poco alterado.
XXIX
No bien desembocamos en el pasaje lo vi al rengo Aldini estacionado con Malandrín. Aunque parezca mentira, Diana se interesó vivamente en ese animal achacoso y poco menos que a la rastra me llevó a su encuentro. Mientras los perros se estudiaban y conocían, conversamos con Aldini.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Una perra -contesté.
– ¿De dónde la sacaste?
– Acabo de comprarla.
El rengo tuvo una de esas finezas que aun hoy lo distinguen como el caballero que es, aunque ya no use la impecable corbatita blanca de los años mozos, cuando convidaba a la barra de chiquilines (entre los que figurábamos usted y yo) a ver los partidos de fútbol. Con dos mágicas palabras me levantó el ánimo:
– Te felicito.
Me quedé mirándolo con gratitud y tardé en descifrar lo que ahora decía. Aldini repitió:
– ¿Cómo se llama?
Un rato antes el alemán pareció incómodo por la pregunta; el turno de la incomodidad me llegaba.
– Fatalismo puro -aseguré.
– ¿Cómo? -preguntó abriendo los ojos.
– Es como si creyeran que me olvido de la señora.
Recuperando el aplomo sonrió.
– No me digas que se llama Diana.
– Sos rápido -le dije, sinceramente.
– ¿De dónde la sacaste? -volvió a preguntar.
– Se la compré a Standle.
Aldini emprendió un interrogatorio sobre los orígenes del animal, que no contesté, por falta de preparación. Confieso que por un momento me sentí desilusionado; mientras yo pensaba "La manía de los antepasados, aplicada a los perros", el rengo concluía sus preguntas con la frase alarmante:
– Espero que no te traiga disgustos. Reaccioné en el acto:
– ¿Por qué va a traérmelos?
– Con tal de que no les falte unidades para la venta, los de la escuela recogen perros vagabundos, cuando no los roban en las propias casas.
– No puede ser -dije.
– ¿No puede ser? -repitió con acaloramiento-. Un día estás paseando lo más campante con tu nueva Diana y el primer peatón te sale al paso con el reclamo de que la perra es de su propiedad y que se la robaste.
– La he comprado de buena fe.
– Tendrás que probarlo.
– Yo no la devuelvo aunque me lleven a la comisaría.
– Estás en tu derecho. Te agrego una opinión alentadora: según el dueño de un galgo, que es amigo mío, no roban los perros que venden a particulares.
– Yo soy un particular.