Íbamos por esas calles de Dios tan distraídos con nuestra charla y con el placer de estar juntos que no advertimos que habíamos llegado a casa.
– Te preparé una gran sorpresa -le anuncié.
– Decime qué es -contestó.
– Pensá un poco. Algo que siempre quisiste.
– No me hagas pensar -dijo- que estoy muy sonsa. No tengo la menor idea.
– Te compré una perra.
Me abrazó. La tomé de la mano y la conduje a través del portoncito del jardín. Diana salió a recibirnos. Aunque la perra es desconfiada con forasteros, viera qué pronto se hicieron amigas.
– ¿Cómo se llama? -preguntó.
– Adiviná -le dije-. Un nombre que te es muy familiar.
– No tengo idea.
– El más familiar de todos. Después de un rato preguntó:
– ¿No me digas que se llama Diana?
– ¿Será por eso que la quiero tanto?
– ¿Así que a vos también te pusieron Diana? -le preguntó a la perra, mientras la acariciaba-. Pobrecita, pobrecita.
Entró en la casa mirando todo y, cuando apareció Ceferina, la abrazó, lo que me conmovió bastante.
– La comida va a estar dentro de media hora -dijo Ceferina-. ¿Por qué no vas a tu cuarto a sacar las cosas de la valija?
Diana me dijo:
– No te separes de mí.
La tomé de la mano, la conduje hasta la pieza. Todo la maravillaba, se detenía a cada paso, parecía vacilar, creo que temblaba un poco. Sin querer, le pregunté:
– ¿Lo pasaste muy mal?
– No quiero acordarme. Quiero estar contenta.
La abracé y empecé a besarla. Su corazón golpeaba con fuerza contra mi pecho.
Se sentó en el borde de la cama, como una niña y empezó a desnudarse.
– Estoy en mi casa, con mi marido -dijo-. Quiero olvidarme de todo lo demás y ser feliz con vos.
Es una vergüenza lo que voy a decir: lloré de gratitud. De algún modo estaba viviendo el momento que había esperado desde siempre. Otras veces había estado con Diana y aun había sido muy feliz con ella, pero nunca le había oído una tan clara expresión de amor. La abracé, la apreté contra mí, la besé, créame, hasta la mordí. Estaba tan ciego que no me di cuenta de que Diana lloraba. Le pregunté:
– ¿Te pasa algo? ¿Te hice mal?
– No, no -dijo-. Soy yo la que debo pedirte que me perdones, porque sufriste por mi culpa. Ahora voy a ser buena. Sólo quiero ser feliz con vos.
Como insistió en sus culpas acabé por decirle que yo siempre la había querido. "Me va a contestar" -pensé- "que ya empiezo con los reproches". Me miró con esos ojos incomparables y me preguntó:
– ¿Estás seguro de que no vas a extrañar mis defectos?
No pude menos que maliciar que Reger Samaniego la había prevenido sobre la tendencia que él me atribuía a empujarla de nuevo a la locura.
– Te voy a querer más -le dije.
– ¿Me vas a querer si soy del todo para vos?
Le besé las manos, le di las gracias. No me arrodillé delante de ella porque Ceferina abrió la puerta y dijo con su voz destemplada:
– Si no acaban pronto se achata el suflé.
Comenté con Diana:
– Qué mujer desagradable.
– Son los celos -explicó Diana, riendo-. No hagas caso.
Vaya uno a saber por qué en ese momento me dije: "Qué raro. Hoy, mientras hablaba con Reger Samaniego, no se me ocurrió pensar que a lo mejor Diana iba a estar furiosa conmigo porque yo no había impedido su internación. Si me la hubieran devuelto como antes, ahora estaría torturándome con reproches y recriminaciones. Tiene razón Reger. Está cambiada. Está curada".
XXXVI
A los pocos días me encontré, en Carbajal y Tronador, con el doctor Reger Samaniego. Yo iba tan distraído que al verlo me sobresalté. Es verdad que sin la sombra negra de la barba mal afeitada su cara parecía, por la blancura, la de un muerto.
– Qué apuro en pagar -me dijo.
– A mí no me gustan las deudas -contesté.
Creo que la misma tarde que me la devolvieron a Diana, me había largado al Frenopático, a pagar la cuenta.
– ¿Y la hija pródiga? -preguntó.
– No entiendo -contesté.
– Usted no cambia -dijo en un tonito desagradable.
– Sigo sin entender -le aseguré.
– ¿Cómo está la señora?
– No hay quejas.
Esas palabras me avergonzaron, porque me sentí mezquino. Me pareció que yo le debía mucho al doctor y que sólo por un recelo y por un empaque francamente gratuitos le contestaba así. Desde luego, Diana no me daba motivos de queja. Me iba tan bien con ella que a veces y me preguntaba si todo acabaría en algún desastre. La vida me ha enseñado que las cosas demasiado buenas por lo general no vaticinan nada bueno; soy, además, un poco supersticioso. En realidad nadie hubiera calificado de extraña la conducta de Diana; a mí, evidentemente, me sorprendía, porque no estaba acostumbrado a que se mostrara tan apegada y juiciosa. No le exagero: Diana dejaba a mi cargo las decisiones, de modo que debí convencerme, con el tiempo, de que en nuestra casa el amo era yo. Como usted recordará, el doctor dijo que uno extraña todo, lo bueno y lo malo; me permitiré agregar que uno se acostumbra demasiado pronto a lo bueno. Yo me acostumbré tanto que un día, porque Diana me pidió que la llevara a la Plaza Irlanda, la miré sin disimular la sorpresa. Cuando iba a increparla, recapacité que mi señora siempre fue propensa a los antojos y que el de ir a la Plaza Irlanda era de los más inocentes. Accedí por último. Era un sábado, lo recuerdo muy bien.
Mientras recorríamos la plaza, no pude menos que preguntarme: "¿Por qué insistió en venir?". No hablaba casi, parecía preocupada. Con la esperanza de entretenerla, le dije que nos arrimáramos al teatro de títeres. Ahí me esperaba un verdadero disgusto. La comedia pasaba en un manicomio y el médico apaleaba a un loco. Temí que Diana recordara sus internaciones y que se hundiera, aun más, en la melancolía. Me equivoqué notablemente. Se rió, aplaudió, como una niña embelesada. Cuando nos retirábamos, moviendo la cabeza comentó:
– Qué divertido.
Quizá porque nunca me faltaron ansiedades, ahora despertaba todas las mañanas con aprensión de lo que el día pudiera traerme; lo que me traía era la confirmación de que las cosas andaban bien. Raramente Diana salía a la calle; para ir al mercado o para pasear a la perra, me pedía que la acompañara.
Una tarde cayó el profesor Standle. Mi señora lo trató con una indiferencia que me dejó pasmado y lo atajó cuando se disponía a someternos a un examen completo sobre la técnica de enseñar perros. El cargoso, que es tan afecto a prolongar las visitas, a los pocos minutos nos dijo adiós y con la desorientación pintada en la cara salió al trote. Era notable cómo se entendían las dos Dianas. No necesitaban de la palabra; se miraban a los ojos y usted juraba que una sabía qué pensaba la otra. A veces llegué a preguntarme si el hecho de llevar e mismo nombre no las disponía favorablemente. Yo me felicitaba
de haber comprado la perra, porque hasta los vecinos más ignorantes me repetían que su presencia había contribuido a la readaptación de m señora a la vida de hogar.