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La noche en los Jardines Vaticanos

El emperador ya no podía renunciar a los speculatores, los espías. Creía que eran una protección, pero descubrió que eran la más ciega autotortura que podía infligirse. Había muchísimos, desocupados de los tiempos de Tiberio, felices de presentar una scida, un documento, de susurrarle al oído noticias que le harían ponerse lívido. Y sobre su mesa cayó una concreta y grave delación: el senador Papinio y un joven de familia noble que se llamaba Anicio Cerialis habían urdido otro complot.

«La Curia senatorial es un campo de ortigas -había dicho Tiberio-. Puedes arrancarlas hasta destrozarte las manos, pero entre la paja se esconden más.»

Al igual que la paja alimentaba las ortigas de Tiberio, el miedo físico, la pérdida de los privilegios y la ambición alimentaban las intrigas. Y el emperador -con tres años más que cuando había accedido al poder-, con la fría seguridad de la experiencia, hizo arrestar en secreto a esos dos acusados mientras estaban lejos de Roma. Los interrogadores amenazaron con la tortura y ellos -sobre todo el joven Cerialis-, antes de que lo tocaran, cedieron.

– Es verdad -confesó sollozando este último-, se está buscando la manera de asesinar al emperador.

Sin dejar de llorar, declaró que se había visto estúpidamente atrapado por malas compañías.

– Yo quería escapar -dijo-, pero me amenazaron de muerte. Protegedme -suplicó.

Tras hacer estas declaraciones, el joven descubrió que se había convertido para los interrogadores en alguien invulnerable y valioso. De hecho, le prometieron impunidad; y él escogió el camino que, a lo largo del tiempo, muchos otros seguirían con el mismo celo rentable: se arrepintió. Y respondió a las preguntas más allá de toda expectativa, anticipándose incluso a ellas.

– El joven Cerialis -informó el jefe de los interrogadores nos ha enumerado de memoria a sesenta y seis personas. Asombroso; a los escribanos les costaba seguirlo.

Pero resultaba difícil -como resultaría en el futuro- separar las informaciones verdaderas de las invenciones apetecibles. Cerialis pasaría a la historia como uno de los más desastrosos delatores, entre otras cosas porque, entre los acusados, incluyó hasta a su padre, célebre senador contra el que sentía un secreto odio a causa de matrimonios obstaculizados y herencias no compartidas.

– Esto no es una conjura, es un sodalitium -dijo Domicio Corbulo, el único en quien confiaba el emperador.

– Yo creo -contestó instintivamente este- que muchos de esos solo han hablado demasiado y después de haber bebido.

Enseguida fue evidente que el joven Cerialis, con siniestra astucia, los había nombrado a fin de que su inocencia manifiesta suscitara dudas sobre la culpabilidad de los otros.

Entonces, mientras los interrogadores naufragaban, los speculatores, ofendidos en su profesionalidad, demostraron que sabían trabajar y presentaron pruebas que no pudieron ser desmontadas contra cuatro o cinco de aquellos personajes, entre ellos el padre del joven arrepentido y un magistrado de muy alto grado, un cuestor.

– Este es el verdadero núcleo de toda la historia -dijo Domicio Corbulo contemplando aquellos nombres-. El resto era humo. No es tonto, el joven Cerialis.

El emperador no dijo nada. Notó que no se sentía turbado; su alma había envejecido. Pensó, en cambio, que solo tenía que hacer un gesto para aplastar a aquellos cinco.

– La compasión, la sensatez, el buscar el acuerdo, la tolerancia no sirven de nada. Gracias -dijo a los interrogadores, que lo miraban en espera de su decisión-. Es conveniente reflexionar unas horas -añadió con calma.

Mientras ellos salían, vagamente decepcionados, a él le volvió a la mente una frase antigua. ¿Quién la había escrito? «Si tienes el poder, debes defenderlo solo.» Luego, irracionalmente, pensó en Milonia y en la niña, sintió que deseaba furiosamente vivir. En secreto, encerrado en sí mismo, de noche, decidió ejercer aquel derecho absoluto de vida y de muerte que en Capri -cuando aquel sádico liberto le había mostrado las rocas al fondo del acantilado, donde Tiberio empujaba a estrellarse a los condenados- le había producido arcadas.

Ordenó arrestar a aquellos cinco en el corazón de la noche, llevarlos tal como se encontraban, medio vestidos, al otro lado del río, a los jardines del nuevo Circo Vaticano, allí donde años antes había sido arrestada su madre. La elección de ese lugar, inapropiado como pocos para un proceso, a muchos les pareció un cruel homenaje a la difunta. Reunió con furia a un grupo de senadores, los cuales, en cuanto sus cerebros arrancados al sueño se despejaron, vieron la cruel oportunidad de saldar odios antiguos y, todos de acuerdo, constituyeron una especie de confuso tribunal.

– Interrogadlos -dijo el emperador- y juzgadlos según las leyes de Roma.

Se alejó por los jardines, y los senadores dejaron a los conjurados en manos de los inexorables germanos, los interrogaron inmediatamente, antes de que se recuperaran de la sorpresa del arresto. Hicieron careos entre los detenidos y los acusadores; el enfrentamiento más dramático de todos fue el del padre y el hijo, a quien el primero creía todavía en Sicilia y que se odiaban desde hacía años. Ordenaron torturarlos y azotarlos, más violentamente que al resto al que los cómplices señalaban como el jefe.

– Es el cuestor Betileno Baso -dijeron satisfechos al emperador.

Mientras sucedía todo esto en plena noche, el emperador caminaba solo por los senderos del parque que tiempo atrás le había sido muy querido. Buscaba la oscuridad; pero sabía que en esa oscuridad vigilaban, distribuidos en un orden invisible, decenas de infatigables germanos. Se sentía envuelto en una agobiante seguridad y a la vez sentía que no podía esconder la cara. Llegó a la exedra y, a la débil luz de las antorchas, paseó entre los asientos vacíos.

De pequeño, mientras veía morir a su padre, aquel sufrimiento le había parecido tan cínicamente despiadado que se había dicho: «Los asesinos no imaginan la masa de sufrimiento humano que sus acciones provocan». Su alma se había llenado de sueños luminosos y pacíficos, un deseo espiritual de disolver el dolor ajeno. Pero ahora, haciendo balance de aquellos primeros años de gobierno, estaba seguro de que el dolor ajeno no le importaba a nadie. Quien actuaba movido por el demonio del poder era lúcida y orgullosa mente ciego al sufrimiento, bien se tratara de una sola víctima indefensa o bien de cientos de miles de condenados a perecer de hambre en un asedio. Precipicios de crueldad inimaginable. «El poder es un tigre.»

En ese momento le pareció oír voces demasiado altas. En realidad, eran gritos en la muda noche de Roma, gritos proferidos a intervalos, adheridos a los remolinos del río cargado de lluvia.

Un hombre gritaba, y al principio dio la sensación de que era con voluntad de ser oído.

– Todos te odian, a ti y a los tuyos desde hace tres generaciones, malditos…

Pero después fueron bramidos, y entre los bramidos pareció que sonaban nombres. El emperador se alejó. Allí, los interrogadores exigían:

– ¡Habla!

El interrogado gritó a causa del dolor insoportable y al emperador le pareció que decía:

– Calixto…

El emperador se detuvo: ese nombre, en medio de un interrogatorio. Pero no se oyó nada más, aparte de gemidos.

Los interrogadores, como si no hubieran oído, continuaban insistiendo:

– Los nombres, todos los nombres.

El hombre sollozaba, amenazaba, suplicaba:

– Ayudadme…

¿Suplicaba o acusaba? Los interrogadores acosaban, indiferentes al torturador que apretaba; eran verdaderas tenazas, tanacula, aplicadas en los músculos de las piernas. El hombre gritaba, lloraba, vomitaba.

– Los nombres, repite todos los nombres -insistían.

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