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En Roma, en cambio, en los Museos Capitolinos, encontramos a Augusto, muy digno y todavía bastante joven, con una corona de mirto. Del admirable y pulido trabajo del mármol emerge una apacibilidad voluntaria, calculada. El hombre está como detrás de una pantalla. La boca está cerrada, pero sin contracciones; el único rasgo de dureza es el pliegue prominente de la barbilla. Mientras posaba, debía de estar concentrado en quién sabe qué pensamientos, y el artista advirtió el distanciamiento imperial. Se percibe la reserva desconfiada y orgullosa de su elevada mente, hecha para alimentar únicamente proyectos a largo plazo y, para su época, planetarios. Los ojos, en efecto, miran hacia un punto remoto. La concentración está expresada por las arrugas en el entrecejo, y resulta visible, bajo la piel, la tensión constante de los músculos.

De la despiadada y longeva Livia, la Noverca -que despejó el camino del imperio a su hijo Tiberio-, se descubre su rostro afilado, con los labios cerrados, absorto en largas reflexiones, bajo un peinado rígido y compacto, sin gracia; sus ojos miran sin ver.

Pero después nos sale al encuentro un rostro de Agripina extraordinariamente bello. Lleva un peinado distinto del de las otras mujeres célebres de la familia: el cabello está repartido hacia ambos lados de la cabeza y sobre la frente alta, casi viril. Tiene las cejas rectas y los ojos de mirada profunda, coleo su hijo Cayo César. En los lados y en la nuca, los ondulados cabellos están bien peinados, y algunos mechones caen sobre los hombros. La boca está bien perfilada y podría ser apasionada si no fuera por la línea decidida y firme de la barbilla. Parece todavía joven, pero quizá no tenga edad, pues el mármol delata cansancio. Está de frente y mira como si, después de tanto tiempo, olvidado el odio, siguiera denunciando algo.

De los días en que muchos de estos sucesos aún no habían ocurrido, los días de la gloria victoriosa, quedan los paneles de mármol que revisten los costados del Ara Pacis Augustae, en Roma: en un cortejo ritual pero a la vez familiar y espontáneo, avanzan Augusto y Livia, senadores y sacerdotes, Germánico todavía jovencísimo y el comandante Agripa, que desaparecería en aquellos meses. Su pequeño hijo Lucio -que moriría misteriosamente en la desembocadura del Ródano- va agarrado de su toga, y Antonia, desde el fondo, le acaricia la cabeza. Les sigue Julia, que todavía es joven y sonríe. Detrás de Julia camina Tiberio, idéntico a sus retratos de cuando sería emperador. Todos avanzan ordenadamente, de un panel al otro, en la suave blancura del mármol.

CAPÍTULO V

El recuerdo de la madre. El joven emperador que llevó a Roma, entre sus brazos, las cenizas de su madre despertó una inmensa emoción popular. La arqueología -placas, inscripciones, monumentos, monedas- ofrece un testimonio más imparcial que los historiadores: muchas ciudades construyeron en honor de la familia perseguida cenotafios o monumentos conmemorativos, como el dedicado a Druso que se encontró en Bergomum, la actual Bérgamo. O el cenotafio, con espléndidos retratos en mármol, erigido en la isla de Pantelleria y que alguien salvó de la destrucción escondiéndolo tras una pantalla de tejas. O, en la antigua Velleia, junto a Piacenza, una bellísima estatua de Agripina que María Luisa de Austria, la mujer de Napoleón, encontró y llevó a su museo.

Pero el resto arqueológico más emocionante de esta historia es un cubo de mármol hueco por dentro. Pertenecía al monumento fúnebre de Agripina y contenía su urna con las cenizas, porque tiene grabada una inscripción seguramente dictada por su hijo. Arriba, grande, dramáticamente desproporcionada, hay una sola palabra esculpida: «HUESOS…». Eso es todo lo que queda de tanto injusto sufrimiento, de una muerte por hambre, como nos susurra esa única palabra de indignación. A continuación la vida de la mujer es evocada a través de los nombres de todos sus vínculos imperiales, incluido el hijo que estrechó contra su pecho aquel peso:… de Agripina, hija de Agripa, nieta del divino Augusto, esposa de Germánico, madre de Cayo César Augusto Germánico». Nada más, ni la condena, ni el asesinato, ni la forma en que murió; la mitad inferior del espacio quedó vacía. Siglos después -devastado y saqueado el mausoleo-, ese contenedor de mármol con su incisiva inscripción peregrinó largamente por Roma. En el siglo XIV ampliaron su cavidad interna y la emplearon para medir el grano en los mercados. Nadie entendía ya la antigua inscripción ni le interesaba: se estaba olvidando el latín y la historia. Finalmente, ese mármol encontró un lugar en los Museos Capitolinos.

Las monedas imperiales. La lista de las monedas imperiales acuñadas por Cayo César Augusto Germánico en cuatro años es, con mucho, superior a la de los veintitrés años de Tiberio. Y si no fuera por estos restos y las inscripciones conmemorativas que llevan, quizá solo conoceríamos de su imperio las venenosas habladurías de sus detractores y no las numerosas leyes libertarias y civiles, precursoras del futuro. Pero las monedas nos dicen también que nunca lo abandonó la obsesión por los afectos familiares. En el British Museum se conserva la primera, y rarísima, de sus innumerables emisiones: conmemora el día que recogió en Pandataria las cenizas de su madre. Hay una serie de cuidadas grabaciones dedicada a las víctimas: Germánico, Agripina y los dos hermanos, Nerón y Druso. También está representada la diosa Pietas, símbolo de los afectos familiares y de la patria. Y en una pequeña moneda de bronce aparecen las mujeres de la familia: en el inverso, la madre, sentada con la cabeza cubierta; en el reverso, las tres hermanas, la queridísima Drusila en el centro y las otras dos, de perfil, a los lados. Monedas con los padres juntos y otras con los dos hermanos muertos son mencionadas en el Dessau. Cohen enumera catorce monedas con la efigie de Germánico.

El refinamiento. Hasta 1896, cuando Albert Gayet descubrió, a orillas del Nilo, la ciudad sepultada de Antínoe con sus diez mil tumbas intactas en la arena, no pudimos hacernos una pálida idea del refinamiento que embriagó a los romanos en la época del joven emperador. Una idea pálida y probablemente limitada, pues la mayor parte de los tejidos de Antínoe pertenecen a los días de la decadencia. Buenos testimonios nos ofrecen, en cambio, los retratos en mármol, los pocos que no fueron diligentemente destrozados. Por ejemplo, la fascinante escultura expuesta en el Museo de Villa Albani, en Roma, con el severo traje de pontifex maximus. Pero la tela que le cubre de modo ritual la cabeza es, como se ve por los drapeados, muy ligera y suave, claramente distinta de aquellas, más toscas, representadas en las estatuas de otros emperadores contemporáneos. La amplitud del pliegue sobre la cabeza, junto a la mejilla y sobre el pecho está calculada por una cuidadosa y experta mano: no despeina y no oculta el rostro. La tela, después de haber bajado junto a la cabeza, sube de nuevo, con tensiones perfectamente calculadas, hasta la clavícula izquierda, donde un cierre redondo, una joya, la engancha con suavidad al extremo posterior. Más abajo, desciende una túnica perfectamente plisada y bien sujeta en torno al cuello; nada más. O ese busto, actualmente en la gliptoteca Ny Carlsberg, en el que se aprecian las hombreras, los adornos, los hilos de oro de una elaboradísima coraza imperial. Y sobre el cabello, siempre cuidadosamente cortado, peinado hacia la frente y las sienes, y ligeramente ahuecado con ayuda del calamistrum, descansa una corona en forma de cinta, una obra de joyería de época antigua, casi bárbara.

El obelisco del Circo Vaticano. El inmenso monolito traído de Egipto fue erigido donde quería el emperador. En 1586 fue tras ladado no muy lejos, a la que actualmente es la plaza de San Pedro. Sin embargo, el recuerdo de aquella civilización desarrollada entre el desierto y el Nilo había quedado tan profundamente sepultado que hasta la noche del 20 de octubre de 1883 un estudioso, Orazio Macchi, no consiguió descifrar, en uno de esos obeliscos, el nombre de Ramsés II, el faraón que había vivido treinta y cinco siglos antes, abriendo así, ante los estupefactos y obstinadamente incrédulos romanos de su época, una puerta vertiginosa hacia el pasado. Y todavía hoy, muy pocos de los que visitan la famosa columnata de Bernini y contemplan la gigantesca estela saben cómo y por qué hace veinte siglos esta fue transportada de Egipto a Roma atravesando medio Mediterráneo. El puente de cuatro arcadas, en cambio, se hundió como consecuencia de una de las numerosas crecidas del Tíber. Después de diecinueve siglos fue sustituido por el solemne puente que lleva en la actualidad a San Pedro. Y una insólita sequía estival sacó un día a la luz, pocos metros río abajo, los cimientos del «puente de Calígula».

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