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Palatino. Para quien recorra hoy las grandiosas y terriblemente saqueadas ruinas del monte Palatino -donde el joven emperador se detuvo para imaginar su nueva Roma-, es casi imposible creer que allí se alzaran imponentes edificios de muchos pisos, inmensas columnatas y salas vertiginosamente vastas. Y que todavía en el siglo vi, el ostrogodo Teodorico, Dietrich von Bern, hubiera podido habitarlos confortablemente. El palacio imperial de Cayo César, todavía perfectamente habitable, fue escogido incluso por los papas de los sombríos siglos vii y viii como residencia que, desde lo alto del Palatino, afirmaba su poder temporal sobre Roma.

Pero pronto llegaron los años medievales del odio ideológico y del saqueo demoledor de piedras, ladrillos y tejas. De los espléndidos edificios augustales quedaría muy poco, aparte de las descripciones de los historiadores y el fatigoso reconstruir de los arqueólogos. De los cincuenta hermas de mármol negro antiguo que decoraban el santuario de Apolo, por ejemplo, fueron desenterrados tres, actualmente expuestos en la humillante penumbra de una pequeña sala, no muy lejos, con otros pobres restos. De la gigantesca estatua del dios, solo han aparecido fragmentos de mármol amontonados desordenadamente que esperan una posible reconstrucción. La mole del palacio de Tiberio, despojada de los mármoles, las columnas y las paredes de los pisos superiores, y en gran parte inexplorada, lleva siglos enterrada bajo una maraña de árboles y matorrales. Sobre las ruinas de la colina se construyeron numerosos conventos y pequeñas iglesias. En el Renacimiento llegaron los días de las expoliaciones seudoarqueológicas. Se excavaron aberturas devastadoras en los edificios sepultados por los derrumbes y las zarzas, para penetrar en el enorme laberinto enterrado de palacios comunicados entre sí. Se sustrajo todo lo que se podía sacar, hasta los canalones. Y durante mucho tiempo la administración pontificia fue vendiendo «los materiales de construcción recuperados». En el siglo XVI, el papa Paulo III Farnesio demolió una parte del palacio de Tiberio y construyó allí una villa con parque, que su familia llamó jardines Farnesinos y que en 1731, por herencia de matrimonios, pasó a manos de los Borbones de Nápoles. Estos no encontraron tiempo para ocuparse de ella ni tuvieron interés en hacerlo, y como estaba lejos dejaron que se fuese deteriorando. En 1861 Napoleón III compró la cima del Palatino por la modesta cantidad de 50.000 escudos. Hasta 1870 el joven estado italiano, con pacientes expropiaciones y adquisiciones de parque, conventos y diversas villas, pudo poner en marcha en la colina imperial las primeras confusas tentativas de investigación arqueológica.

Lacus Nemorensis. En 1840 el pintor inglés John Turner pintó con sensibilidad romántica las ruinas de la gran caverna, el odeion, y las esculturas semiocultas por las zarzas. El estudio de las misteriosas ruinas nemorenses fue complicado y desviado por una fantasiosa leyenda sobre la que un abogado inglés llamado James Frazer escribió, con pasión de etnólogo y mitólogo, muchas páginas: decía que en los tiempos antiguos un esclavo fugitivo podía encontrar la salvación en aquel nemus que rodea el lago si, después de haber arrancado una rama de oro de cierto árbol sagrado, combatía en tin duelo sanguinario y vencía. Parecía una historia ab surda y cruel, pero quizá la leyenda de ese duelo escondía la historia de antiguas y desesperadas rebeliones de siervos.

Sin embargo, durante todo el bajo imperio y la Edad Media había sobrevivido un confuso recuerdo popular de las dos naves sumergidas. Nadie conocía la historia; solo se sabía que los restos yacían allí abajo, porque las redes de los pescadores se enganchaban y algunas veces arrastraban hasta la superficie trozos de viga, de teja o de mármol.

En el Renacimiento despertó una atención erudita en torno al enigma del lago. Después de siglos de sorda negligencia, se empezaba a descubrir que lo que los antiguos libros contaban sobre la grandeza de la Roma imperial no era nada en comparación con lo que estaba enterrado bajo tierra: ruinas, columnas, templos, estatuas, tumbas, joyas. Así pues, muchos se propusieron seriamente inspeccionar las naves y planearon su recuperación. Nadie lo logró. Tan solo recogieron algunos desordenados, aunque bellísimos, fragmentos de piezas decorativas.

En el siglo XIX hubo tentativas carentes de escrúpulos por parte de anticuarios y de submarinistas audaces. Se extrajeron del agua bronces de buena factura, cabezas de viga y ruedas de timón, estatuas, objetos que parecieron indescifrables y que acabaron, dispersos, en los museos de Londres, Nottingham, París, Berlín e incluso en Rusia, en el Ermitage. Quedó algo en el Museo Nacional de Roma. Se arrancó de los restos de las naves, con ganchos y cuerdas, una gran cantidad de magnífica madera que acabó en los Museos Vaticanos, en el Museo Kircheriano de San Ignacio y como parte de la decoración del palacio de uno de los Torlonia. Y como muchas pesadas vigas se habían quedado pudriéndose en la orilla, expuestas al sol y a la lluvia, alguien las utilizó para hacer fuego.

Las naves del emperador. Cuando, en 1930, el nivel del lago estuvo lo suficientemente bajo, las naves que sobresalían del agua fueron arrastradas hasta la orilla y trasladadas a un nuevo museo. La empresa, entre dificultades y peripecias, llevó cinco años y fue vivida a escala mundial como una aventura fascinante. Nadie imaginaba que en la primavera de 1944, una de las últimas noches de guerra en los Castella Romani, un gratuito y devastador incendio reduciría a cenizas lo que veinte siglos no habían conseguido destruir. Quedaron muy pocos restos, trasladados anteriormente a otros lugares o escapados casualmente del fuego, para documentar una de las aventuras arqueológicas más singulares.

En el puente de la nave que emergió primero, a partir de la sexagésimo segunda cuaderna, es decir, la sexagésimo segunda enorme viga transversal, se encontró un bloque de grosor excepcional, un solidísimo amasijo de calx -cal de piedra calcárea cocida- y harena fossitia, puzolana. Sobre esa base descansaba una masa de ladrillos de diferentes formas, conglomerado y trozos de baldosas de mármol. Eso demostraba que se había construido realmente un edificio de obra sobre una nave de madera. Y alguien escribió que parecía un templo: «… una capilla con nichos…». La mayoría de los estudiosos no llegó a prestarle atención. Pero cuando en nuestros días la Ma-ne -yet fue diligentemente reconstruida a escala, siguiendo los restos encontrados, la semejanza con el templo que apareció bajo la lava de Pompeya resultó pasmosa. Se había construido realmente un templo sobre el agua.

La plataforma giratoria para la estatua de la diosa se construyó de verdad, como todo lo demás. En la primera nave se encontró una resistente plataforma de madera, de casi un metro de diámetro, con cavidades en la cara inferior. En cada cavidad, forrada de metal, estaba alojada una pequeña esfera de bronce. Era un sorprendente sistema de traslación y rotación por medio de rodamientos de bolas, todavía desconocido en aquella época. E incluso aquellas invisibles esferas -al igual que muchas otras partes escondidas de la magnífica nave- habían sido sumergidas en un baño de oro. Pero se observó que cavidades y esferas no estaban gastadas; habían sido utilizadas poquísimas veces.

Las naves habían sido construidas para que duraran siglos. Pero cuando, el 20 de mayo de 1930, las aguas del lago descendieron más de catorce metros, del fondo fangoso emergieron poco a poco dos grandes anclas, y era evidente que estaban a unos trescientos metros de las naves, una distancia que no tenía ninguna lógica.

Después aparecieron también las gúmenas de las anclas, que siglos de inmersión no habían desgastado, y se observó que estaban cortadas de un hachazo limpio, como se hace en el mar cuando hay que abandonar un ancla. Emergió asimismo una amarra que partía de la orilla; también estaba cortada y se encontraba lejos de las naves. El viscoso fango las había tenido aprisionadas durante siglos y al darles el sol se desmenuzaban.

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