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IV La isla de Capri

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Villa Jovis

Y de repente, el emperador dispuso que el último hijo de Germánico fuese conducido inmediatamente a Capri. Inmediatamente, por una orden imperial, significaba salir de la domus de Antonia en el plazo de una hora, igual que había sido sacado de la residencia vaticana para ser encerrado en la casa de Livia.

«Como mi hermano Nerón -pensó Cayo-. Lo invitó, hizo que lo espiaran y lo mató.» Aquel pensamiento lo dejó helado. Luego, de pronto, sintió el impulso de huir, igual que había huido inútilmente Druso, pero se dio cuenta de lo descabellado que era pensarlo: solo era posible sustraerse a la voluntad de Tiberio suicidándose. Sin embargo, su juventud rechazó esa idea. Antonia advirtió los cambios en su semblante, lo abrazó con su ternura envolvente y susurró:

– Presiento que no debes temer nada. A Tiberio solo le quedas tú.

Parecía una frase sin sentido, pero aun así lo tranquilizó. Tenía veinte años. Se dejó abrazar; en el abrazo de Antonia fluían -en una mezcla desgarradora y maravillosa- la sangre de Octavia, la infeliz hermana de Augusto, y la de Marco Antonio, su enemigo más odiado: era la única persona en la que aquellas antiguas y trágicas fuerzas continuaban viviendo.

La anciana notó que el muchacho se abandonaba entre sus brazos y, consciente de la ansiedad que le producía aquel viaje, le repitió, estrechándolo:

– No tengas miedo, aguanta…

En el terrible juego con la muerte, aún debían moverse intereses desconocidos.

– Recuerda que, cuando Tiberio me prohibió participar en las exequias de tu padre, yo contesté que de todas formas no habría tenido fuerzas para hacerlo, le di las gracias y lloré sola.

Cayo se desasió y dijo:

– No tendré miedo. Debo irme ya.

Los jóvenes príncipes rehenes fueron a su encuentro para despedirse. Los embargaba un sincero dolor y, ante los ojos de los pretorianos, lo que pensaban se lo dijeron en silencio. Solo Roimetalkes, que había dirigido unas semanas antes aquel rito orgiástico, dijo sin vacilar, en griego:

– La mirada de los dioses te acompaña, porque los has saciado de placer.

Quería ser un saludo iniciativo o una frase libertina, pero dentro de ellos ardía una alianza secreta, un pacto de revuelta futura.

Cayo se alejó sonriendo. Llegó a la isla de Capri una límpida tarde de finales de octubre. «Los últimos días antes de que el tiempo cambie», había profetizado durante el viaje el gubernator de la veloz biremis. La primera, e inesperada, sensación fue el embriagador, incomparable perfume del aire.

En el muelle, con impecable rigidez militar, lo recibió un tribuno, un oficial de alta graduación, seguido por la suntuosa escolta de la guardia imperial, los augustianos. Lo invitó a montar a caballo, lo observó subir por la cuesta resbaladiza y lo felicitó por su estilo seguro, pero luego añadió:

– En esta isla solo se pueden utilizar monturas tranquilas y de estructura ligera. No puedes permitirles que se lancen al galope.

No sonrió. No dijo nada más en todo el camino.

El mito de una isla inaccesible ya era dominante en la personalidad de Tiberio. Consumido por la desconfianza, había construido Villa Jovis según una idea arquitectónica nunca vista: levantar los edificios en escalones sucesivos, a partir de la ladera y la cima de la peña más inaccesible de la isla, rodeada de precipicios impracticables.

Así pues, al final de una larga subida, donde se abría una inesperada plaza rodeada por un pórtico, el tribuno hizo una señal de alto breve y precisa a la escolta y detuvo el caballo justo delante del inmenso atrio tetrástilo, la célebre y rigurosamente controlada entrada al palacio imperial. Los sirvientes acudieron en un silencio irreal. Cayo puso pie a tierra sin ayuda. El tribuno lo miraba. Entraron.

«Un mar de mármol», decían los privilegiados y emocionados visitantes. Y, realmente, una superficie de espléndidas taraceas se extendía por el suelo y por las paredes hasta el techo, que se apoyaba en cuatro enormes columnas. El espacio se hallaba totalmente vacío, solo estaban los inmóviles augustianos de guardia. Cayo vio que, sin cambiar de postura, lo seguían atentamente con la mirada. Le había sucedido en el pasado, yendo con su padre, y era una sensación gloriosa. Le esperaban, entonces; y todos sabían quién era.

Pero el tribuno se volvió y, señalando la entrada que acababan de cruzar, advirtió:

– Prohibido salir de aquí sin el permiso imperial.

Era, pues, una prisión, como la domus de Livia y la de Antonia. Una reclusión que duraba desde hacía más de tres años.

– Obedeceré -contestó Cayo con voz sumisa.

Al fondo del atrio, entre dos estatuas de los hermanos Dioscuros y sus caballos, comenzaba una majestuosa rampa cubierta, en suave pendiente. El empedrado era tosco, adecuado para las monturas. No se veía adónde llevaba y estaba completamente desierta; tan solo, a tramos regulares, a uno y otro lado vigilaban los augustianos.

– El recorrido imperial -indicó el tribuno-. Prohibido hacerlo solo.

El emperador solo pasaba por allí, a caballo, con los poquísimos invitados a los que concedía ese honor.

En el lado derecho del atrio, en cambio, arrancaba una escalinata cargada de mármoles; también se perdía hacia arriba, en una amplia curva, y no se intuía adónde llevaba. Daba una sensación de inaccesibilidad olímpica que abrumaba al visitante.

Sin embargo, Cayo -que de adolescente había visto los edificios y los templos de los soberanos de Egipto-, solo sintió, como una puñalada, que a él, el hijo de Germánico, le obligaban a subir esa escalera. Apoyó el pie en el primer peldaño. Pensó que su hermano Nerón había hecho el mismo recorrido. Comenzaron a subir; en todas las curvas, en todos los rellanos, se abrían a derecha e izquierda galerías y criptopórticos, y se entreveían salas donde reinaba un silencioso ajetreo de cortesanos. Los niveles de las estancias seguían la inclinación vertiginosa de la peña y estaban enlazados por pórticos y balconadas. Por todas partes, inmóviles augustianos vigilaban con mirada opaca.

El tribuno avanzaba a un ritmo implacablemente preciso.

– Aquí tendrás tus aposentos -dijo en un recodo.

Cayo pensó que, al menos durante un tiempo indeterminado, estaba destinado a vivir. Se detuvo, pero el tribuno siguió andando.

Más escaleras. Se distinguieron al fondo los pabellones termales, que no tenían buena fama en Roma. A medida que subían, disminuía el movimiento de los pisos inferiores; las estancias eran cada vez más vastas y suntuosas, resplandecían de bronces, de inmensos mosaicos, de taraceas policromas, pero el silencio era total; tan solo los augustianos, obsesivamente de guardia. Sobre los interminables pavimentos de mármol pasaban, deprisa y sin hacer ruido, algunos libertos, algún que otro funcionario.

– Aquí se gobierna el imperio -dijo el tribuno.

Se abrió la sala de las audiencias imperiales: un majestuoso hemiciclo al que daban cinco fastuosas estancias. Toda la estructura giraba en torno al fondo de la sala, donde se encontraba la silla imperial. «Jamás he visto nada parecido: como una ciclópea mano abierta, cinco dedos que se juntan en la palma, y al fondo, donde está el pulso, allí se sienta el emperador», había contado un embajador, además de confesar que, pese a que llevaba muy bien preparado su discurso, se había puesto a balbucir.

Fuera de la sala apareció un inesperado camino absolutamente llano, practicado en la roca, con admirables vistas al golfo.

– Prohibido pasar por aquí -dijo el tribuno-. Solo tiene acceso el emperador.

Ya no se oían voces. El último tramo de escaleras estaba totalmente desierto. A trechos regulares, se sucedían espléndidas estatuas sobre sus pedestales, jóvenes semidioses, guerreros, atletas, obras griegas del período áureo en su victoriosa desnudez. No se había visto en toda la villa una sola imagen femenina.

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