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VI La estancia secreta

…el poder es un tigre…

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Las fiebres

– No arriesgué la vida, delante de las narices de Tiberio, para pedir audiencia a ese muchacho a través de los esclavos egipcios -dijo Sertorio Macro, furioso, a sus hombres más fieles.

Había soñado con un poder mayor que el arrebatado a Elio Sejano, pero ahora su influencia sobre el emperador disminuía a ojos vista y la capacidad de chantaje de las cohortes pretorianas era cada vez más superflua. Y su mujer, Enia, no paraba de lamentarse:

– Después de todo lo que hemos hecho, ya no cuento nada…

– ¡El emperador necesita una emperatriz, no una puta! -acabó por replicar. Y añadió que ni siquiera había sido capaz de hacer bien eso, pues el emperador pasaba por delante de ella como por delante de una pared.

Todavía más irritado, y de forma harto visible, estaba el ya muy influyente senador junio Silano, suegro imperial durante apenas dieciocho meses, que se sentía transformado de día en día en un intruso y asediado por el escarnio de los adversarios. Cada vez con más frecuencia -él que solo era ya el impotente portavoz de los preocupados optimates-, sus consejos eran desoídos por el emperador. «He tenido que tomar otra decisión», le decía, sonriendo. El emperador, por su parte, lo veía como un antiguo siervo de Tiberio, quizá un cómplice, e instintivamente lo odiaba.

También vivía días inquietantes la soberbia estirpe de los Pisones, los herederos de Cneo Calpurnio Pisón. «Los expertos en venenos», susurraba la gente al verlos pasar. Y si el pueblo no lo olvidaba, todavía había menos esperanzas de que lo olvidase el emperador.

De modo que cuando, a finales de aquel primer prodigioso año, Cayo César cayó repentinamente enfermo -y era la primera vez en su vida- de unas «fiebres» que los médicos no conseguían identificar, todos estos estuvieron pendientes de su enfermedad, porque, si él moría, el juego del poder volvía a abrirse.

Pero él se recuperó de la fiebre y al abrir los ojos vio a su lado, pálida por la preocupación, a su queridísima hermana Drusila, que, liberada del odioso matrimonio con Casio Longino, se había casado por amor con un descendiente de los Lépidos, familia de triunviros. Drusila era frágil, no tenía aún veinte años.

– He soñado -le dijo él- que eras reina de Egipto conmigo, como era costumbre entre los phar-haoui. Te había dado el uraeus imperial.

Los médicos oyeron las confusas palabras y después alguno las repitió fuera de la habitación. Él dijo que tenía sed, bebió y se durmió. Los médicos dijeron que sus medicamentos lo habían salvado y los fratres arvales dieron gracias a los dioses. Pero las palabras susurradas por el emperador se difundieron entre los optimates, quienes se apresuraron a recordar las escandalosas costumbres nupciales de aquellos antiguos soberanos.

– Se cree un faraón. Cleopatra también estaba casada con su hermanastro Tolomeo, que tenía doce años, ¿os acordáis?

Al día siguiente, mientras el pueblo de Roma celebraba la curación y el grupo de los conspiradores se encerraba en una amarga desilusión, Calixto se acercó al lecho del emperador y le preguntó en voz baja si estaba lo bastante fuerte para escuchar.

Él, aunque sorprendido, respondió que sí, y Calixto le dijo, con despiadada rapidez, que junio Silano, «tu inconsolable ex suegro», junto al nieto y heredero de Calpurnio Pisón, «que lleva el mismo nombre execrable que el asesino de tu padre y ha heredado su escaño senatorial y sus riquezas», se habían informado todos los días sobre sus fiebres, «pero sin esperar que te curases». El emperador guardaba silencio, sus ojos claros destacaban en el delgado rostro. Mientras los médicos, inquietos, urgían a Calixto a salir desde el otro lado de la puerta, este murmuró:

– Perdóname por hablarte así en estos momentos, pero es preciso que estés al corriente. Estos días…

El emperador se preguntó cuántos días habían sido, porque él no lo recordaba y todavía no se lo había dicho nadie.

– Pisón y Silano -anunció Calixto- se han reunido en secreto con Sertorio Macro.

Hizo una pausa para ver si lo había entendido bien.

Con la cabeza hundida en las almohadas, el emperador escuchó en silencio. Parecía un chismorreo, pero la asociación de aquellos tres nombres lo atravesó como una cuchillada. «Calixto nunca me ha dado una noticia que me haya hecho feliz -pensó. La alarma se extendía por su interior, era un silbido cada vez más intenso-. Pero tiene razón. Sertorio Macro es experto en intrigas.» Después se dijo que eran sospechas absurdas. El silbido se apaciguó, aunque no del todo. Se guardó esos pensamientos para sí y murmuró que quería descansar. El arquíatra imperial abrió la puerta e intimó a Calixto a salir.

Con los ojos entornados, muy débil todavía, el emperador miró a Calixto alejarse: si aquel antiguo esclavo podía ahora recorrer los palacios de Augusto y entrar en la habitación del emperador, era precisamente gracias a Sertorio Macro. «¿Por qué lo acusa?» ¿Qué había sucedido durante los días negros de su fiebre? Para calmarse, se dijo que las enormes ambiciones de Calixto no admitían rivales. No obstante, la alarma aumentaba: Macro era el hombre en cuyas manos estaba literalmente su vida. Eran pensamientos insoportables y el emperador los apartó de su mente. Mientras se sumía en la somnolencia, tuvo tiempo de decirse que había espías e informadores para enterarse de la verdad. Y él tomaría medidas. La breve frase de Calixto cayó en un rincón de la memoria. Calixto no volvió a hablar del asunto.

El emperador se recuperó con la rapidez de la juventud. Unos días después, examinando los despachos de Alejandría, Calixto dijo:

– Mira, Augusto.

Era una grave denuncia contra Arvilio Flaco, el hombre al que Tiberio había regalado el lucrativo cargo de prefecto en Egipto. El emperador no lo había destituido porque junio Silano había sugerido no deshacerse demasiado deprisa de los hombres de Tiberio, darles alguna ambigua esperanza para mantenerlos tranquilos. «Todo el que sea apartado -había dicho- será un nuevo enemigo que pensará día y noche en perjudicarnos.»

Arvilio vivía días suntuosos en la ciudad que había sido de Cleopatra; los amaneceres y los crepúsculos de enero eran luminosos y templados como solo pueden serlo en Egipto. Pero desde hacía meses él ya sabía que en Roma muy pronto alguien pediría audiencia al joven emperador.

– Arvilio ha cometido malversaciones escandalosas, ha provocado desórdenes y los ha sofocado con una crueldad tan estúpida que ha acabado por convertirlos en rebelión -dijo deprisa Calixto-. Mira, tu fiel Herodes, de Judea -añadió, cogiendo otro escrito-, lo confirma todo.

Esperó la respuesta del emperador ardiendo de impaciencia; su habitual palidez se había acentuado.

El emperador se preguntó qué ocultaba Calixto de su desconocido pasado, qué odios, qué venganzas juradas en secreto. Luego recordó las devastaciones de Sais, los campesinos sin trabajo arrastrándose por las calles de Alejandría.

Calixto pronunció entonces una de sus breves frases largamente pensadas:

– En Capri oí decir que el gobierno de Egipto le fue regalado a Arvilio después de que condenaran a tu madre.

El emperador no reaccionó. Había aprendido a guardarse los pensamientos, y se guardó también aquel todo el día. Por la noche se dijo: «Todavía no he hecho uso de todos los poderes que el Senado me dio». Augusto había dictado para sí mismo -y utilizado con despiadada prudencia, aunque casi siempre en secreto- esa durísima ley que «por la seguridad del imperio» le permitía detener, juzgar, modificar las sentencias de otros, condenar a muerte. Tiberio había administrado esos poderes con creciente crueldad y

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