Durante cinco siglos después de su muerte, el antiquísimo culto isíaco encontraría en ese templo tan lejano el último refugio. Los blemios, guerreros negros de Nubla, lo defenderían desesperadamente contra las intolerantes persecuciones de la nova religio que, desde Alejandría, remontaban el valle del Nilo. En el año 544 el emperador Justiniano decretaría en Constantinopla la muerte del pensamiento antiguo, convencido de conseguirlo: cerraría las termas públicas en todo el imperio -poniendo en marcha el inicio de la Edad Media también desde el punto de vista higiénico- y disolvería la escuela de Atenas, donde había enseñado Platón. Transformaría en iglesia incluso el templo de la isla de File y enviaría a un obispo para ocuparlo. En esos días, la última sacerdotisa de Isis Hator sería sacada del templo, despojada de las vestiduras sacerdotales, violada, arrastrada por los inmensos patios mientras era cubierta de insultos y finalmente arrojada desnuda a las rocas de la isla y allí -último demonio pagano- lapidada, enterrada bajo un montón de piedras. Ochenta años después el islam llegaría a todo Egipto.
CAPÍTULO VII
Damnatio memoriae. Un museo romano alberga el bajorrelieve de un joven emperador del siglo I, con las vestiduras y los objetos rituales del culto isíaco. Pero lo miramos sin saber quién es. La figura se halla intacta, pero las facciones están completamente borradas a golpe de cincel, y el nombre también.
Hasta nuestros días no se descubrió la exquisita sala isíaca, la misteriosa obra maestra del emperador llamado Calígula, y se constató con escándalo que, estando todavía nueva, había sido bárbaramente utilizada como cimientos de edificios sucesivos. Con un insolente desprecio hacia su refinada decoración, incluso habían construido allí una cisterna.
Hemos sabido asimismo las dimensiones de la nave que transportó a Roma el obelisco de la plaza de San Pedro. Para hundirlo y que se perdiera su recuerdo, lo rellenaron con una masa de cemento que, al solidificarse bajo el agua, conservó su forma gigantesca.
El inmenso templo isíaco de Roma, en cambio, reapareció a trozos en diferentes siglos y de forma desordenada, mientras se excavaban los cimientos de palacios, iglesias y conventos, en un espacio indeterminado que va desde lo que hoy es la plaza de San Ignacio y la calle del Seminario hasta la iglesia de Santo Stefano, por un lado, y por el otro, desde la plaza del Colegio Romano hasta la plaza de Minerva y quizá pasada esta.
A mediados del siglo XV, un jardinero que estaba plantando un árbol encontró una gigantesca cabeza de mármol y, como los curiosos le molestaban, volvió a cubrirla de tierra. Más tarde se encontró una enorme masa de bronce, en forma de piña, y fue llevada a un patio del Vaticano al que le pusieron su nombre. En torno a 1515 aparecieron dos enormes estatuas tumbadas: el Nilo y el Tíber. El Nilo fue llevado al Vaticano, mientras que el Tíber se encuentra en el Louvre, en París.
Otro día aparecieron dos imponentes leones de basalto negro, que fueron utilizados para adornar las fuentes que hay al fondo de la escalinata del Campidoglio. Pero no se entendía qué significaba todo eso. La zona donde aparecían los restos era tan vasta como la actual San Pedro.
Cerca de Santa María sopra Minerva se descubrió un cortejo de animales sagrados, traídos de Egipto, con inscripciones jeroglíficas y nombres de antiguos phar-haoui que nadie supo leer: un gran león agazapado, con las patas cruzadas, una poderosa esfinge en diorita y otra, al final de la calle de San Ignacio, esculpida en el granito rojo con vetas grises del alto Egipto. Luego, también de granito, am babuino, símbolo de Tot, dios de los filósofos, y dos cinocéfalos sentados, con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas, símbolos de la meditación. Después apareció un pie masculino de mármol, de dimensiones colosales (no queda nada más de la estatua que sostenía). Que fue fue dejado, sobre un pedestal, en el lugar donde se encontró, y que hoy se llama calle del Pie de Mármol.
En otro momento apareció un torso femenino, de mármol blanco, con vestiduras drapeadas según el rito egipcio, quizá la estatua de la diosa. La retiraron de allí y la colocaron en uno de los lados del Palacio Venecia, junto a la iglesia de San Marco. Era bellísima, grande y misteriosa, y no tenía nombre. La gente de Roma la llamó Madaura Lucrezia.
Después la tierra restituyó los obeliscos derribados. Uno procedía del lago sagrado de Sais y actualmente puede verse, con fantasía barroca, sobre la grupa del elefante de la plaza de Minerva. Otro fue encontrado junto a la plaza de San Macuto; sus jeroglíficos dicen que lo esculpió el gran Ramsés II. Lo trasladaron frente al Panteón de Agripa, que mientras tanto se había convertido en una iglesia.
Otros obeliscos yacían aún bajo tierra. Cuando aparecieron, fueron llevados uno a los jardines de la estación ferroviaria, otro a Villa Celimontana y otro al jardín de Boboli, en Florencia, mientras que otros dos acabaron en Urbino.
Para comprender cómo un conjunto de edificios tan gigantescos desapareció hasta el punto de que ya no se encuentra absolutamente nada de ellos, es preciso excluir las invasiones de los bárbaros, los aluviones y los terremotos. Hay que tener en cuenta, en cambio, que durante la Edad Media este, al igual que toda la Roma antigua, se convirtió en una cantera de refinadísimos mármoles, estatuas y frisos que eran arrojados a diario a los hornos para hacer cal. Pórticos, salas y columnatas no cayeron solos; fueron concienzudamente demolidos, trozo a trozo, para obtener materiales de construcción ya listos para usar. A principios del culto siglo XVI, por ejemplo, echaron el ojo a un gran pórtico con muchas columnas derruidas y lo utilizaron para llevar a cabo unas obras en San Pedro. E incluso en 1597 quedaban aún tantas piedras que fue posible reconstruir la Nave Clementina de San Juan de Letrán.
Alrededor de 1650 Athanasius Kircher, un jesuita originario de Fulda, de cultura enciclopédica, estudió los restos del templo, se quedó asombrado de su grandiosidad e hizo dibujos de cuanto en aquellos anos aún se podía ver. Siglos después aparecieron más restos de arcos y de grandes muros, así como impresionantes bloques de travertino.
Hasta que no se reconstruyó y estudió el enorme plano de Roma esculpido en piedra por el emperador Septimio Severo no se comprendió que aquel espacio sembrado de ruinas había sido, a mediados del siglo I, el grandioso templo isíaco. En la actualidad, sus reliquias irracionalmente dispersas constituyen uno de los itinerarios más sorprendentes de Roma.
Altar isíaco. El senador Saturnino quería destruir el mágico altar isíaco, pero evidentemente no lo consiguió, porque en 1527 -mientras palacios e iglesias de Roma eran saqueados, ante los ojos del papa, por los lansquenetes bajo el mando de Carlos de Borbón, mientras los nobles huían a los castillos del campo y mientras tesoros de arte, joyas, objetos de plata y estatuas eran insolentemente vendidos por la soldadesca- apareció una extraña mesa de bronce, una mensa de unos seis palmos de largo, en la que parecían relucir incrustaciones plateadas y doradas.
Nada se sabía de su historia, de qué palacio o sótano había salido. No era un terroso y deteriorado objeto de excavación; se había conservado intacta y en secreto. ¿Durante cuántos siglos? ¿Dónde? Los saqueadores la pusieron en venta y un herrero llamado Bruno, atraído por su fascinante extrañeza, la compró. La limpió y bajo el polvo vio aparecer una serie de escenas damasquinadas en oro y plata auténticos: personajes que llevaban vestiduras nunca vistas; posturas que nadie sabía explicar pero que parecían rituales; y alrededor, signos que quizá eran escritura pero que nadie era capaz de descifrar. En el centro, sobre un trono, estaba sentada una figura arcana: una divinidad desconocida, coronada por la luna, con una serpiente a los pies.