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Res gestae. Casi todos los bronces y los mármoles en los que Augusto había querido grabar su historia para la eternidad y de los que, por orden suya, se habían hecho réplicas en todas las provincias del imperio, desaparecieron a causa de la inconsciente avidez material de muchos en el transcurso de los siglos. Para empezar fue despedazada, y probablemente depositada en un horno de cal, la inmensa losa de Roma, de la que quedan pocos fragmentos. Pero afortunadamente se salvó la copia esculpida en una piedra durísima en la ciudad de Ancira, en Galacia, que es la actual Ankara; olvidada durante mil quinientos años, fue redescubierta por un culto y curioso embajador alemán acreditado ante el imperio otomano. Apareció otra copia, nada menos que después de diecinueve siglos, en la antigua Apolonia, en la Anatolia turca. Y una tercera, por último, en Antioquía de Pisidia. Estaban todas muy dañadas, pero, cotejándolas, se ha recuperado la formidable inscripción entera y se ha descubierto una sutil diferencia. El texto de Ancira dice: «Post id tempus, dignitate omnibus prestiti», es decir, «Desde aquel momento fui superior a todos en dignidad». En cambio, el texto de Antioquía cambia una palabra, solo una; en lugar de dignitate pone auctoritate: «superé a todos en autoridad», que es una férrea declaración de poder. Y nos preguntarnos: ¿cuál fue la palabra. que utilizó Augusto?

Forma Imperii. De este glorioso mapa esculpido en mármol, el primero del mundo occidental, solo poseemos la descripción del geógrafo griego Estrabón, que lo vio entero y nuevo. Sin embargo, en torno a 1480, llegó a manos de un anticuario de Augsburgo, Konrad Peutinger, la copia utilizada en los últimos tiempos del imperio por un general romano desconocido. Peutinger lo imprimió, y eso es cuanto nos queda. Se conoce con el nombre de Tabula Peutingeriana.

El teatro de Sertorio Macro en Alba Fucense. Conocemos la sorprendente iniciativa artística de aquel rudo marso únicamente por una placa encastrada en una puerta monumental y porque tres siglos más tarde, en la época en que el emperador Teodosio declaraba fuera de la ley todos los cultos no cristianos, alguien -que esperaba en vano que vinieran tiempos mejores- bajó del pedestal la pesada estatua del dios Hércules y, para salvarla, la enterró en el templo, donde permaneció intacta hasta que un afortunado arqueólogo se puso a excavar.

CAPÍTULO IV

Villa Jovis en Capri. Sus dimensiones eran realmente imperiales. Los sucesivos pisos del edificio, hasta la exedra, alcanzaban una altura de más de sesenta metros. El trazado para el paseo imperial diario, el ambulatio, medía noventa y dos metros, la dieciseisava parte de un milliarius , la milla romana, y permitía -según los dictados higiénicos- calcular con exactitud el ejercicio físico realizado. Sin embargo, desde el día que Tiberio, moribundo, partió de Capri, la deslumbrante y odiada Villa Jovis cayó en el abandono. Dieciocho siglos después, en 1793, Fernando de Borbón dio permiso para «excavar» y personajes insaciables escarbaron, devastaron y vendieron cuanto pudieron encontrar. Incluso arrancaron los grandiosos pavimentos en opus sectile, y el rey de Nápoles compró las más preciosas taraceas para el palacio de Capodimonte. En 1860 las pobres ruinas -nido de las depravaciones de Tiberio según los excitantes relatos de personajes como Suetonio y Dión Casio, reproducidos con pasión pornográfica por sus sucesores- fueron confiadas a un eremita del lugar.

La villa de la esposa adolescente en Antium. Sus ruinas se encontraron después de muchos siglos: fragmentos de columnas, las estructuras de un puerto sumergido, piscinas de agua marina. Con elegante fantasía, un largo puente había unido la villa a una pequeña isla, artificialmente ampliada para convertirla en un delicioso triclinio rodeado por el mar. Pero en la Edad Media, sobre los cimientos de aquel pequeño paraíso de erotismo levantaron una torre, que se convirtió en atalaya, defensa costera y prisión. Al parecer, allí vivió sus últimos días, antes de ser decapitado a los diecisiete años en la plaza del Mercado de Nápoles, Conradino de Hohenstaufen.

La villa de Miseno y el golfo de Baia. La villa desde la que se dominaba el golfo y a la que el joven Cayo subió el día que sintió cerca el imperio, acogió más tarde a Nerón y a Adriano, y finalmente se desintegró en el marasmo general del declive. Renació como fortaleza bajo la casa de Aragón, pero tuvieron que pasar cinco siglos más para que fuera transformada en el mágico Museo del Tirreno.

El lago Averno. El poder del mito que rodeaba aquel lago siniestro era tal que, once siglos después, un religioso, Gervasio de Tilbury, profesor de derecho canónico y gran viajero, escribió al verlo que «en el fondo de sus aguas venenosas» se entreveían las puertas de bronce del infierno. Más adelante, una precisa observación geológica localizó alrededor más de setenta pequeños cráteres dormidos, redondos como ojos de Cíclopes. Mientras tanto, poco a poco, el bradiseísmo convertía en mar el lago de Baia y la clamorosa procesión de villas. La grandiosa residencia de los Pisones, situada en el lugar que hoy llamamos punta Epitaffio, quedó sumergida en el mar y su espectacular nymphaeum es en la actualidad una maravillosa aventura de arqueología subacuática.

Los retratos. De los años juveniles que marcaron tan duramente la vida de Cayo César -llamado más tarde por los historiadores enemigos Calígula-, quedan, dispersos por los museos, varios retratos. El fundador de la dinastía, Julio César, aparece, quizá en su expresión más auténtica, en un finísimo mármol que está en el Museo Pío Clementino. ¿No tiene aún los cincuenta? ¿O ya había conocido a Cleopatra? Sus mejillas están hundidas como debido a las fatigas de una guerra, mientras que su famosa calva es todavía casi inexistente. Tiene la boca cerrada y las mandíbulas apretadas, pero los labios están bien perfilados, son vivos y sensuales. Parece que esté mirando a alguien, un poco más abajo: ¿es tal vez la jovencísima Cleopatra, que -para llegar hasta él superando los controles- sale inesperadamente, despeinada, de la alfombra enrollada donde se ha escondido? Lo cierto es que en ese mármol hay una confusa mezcla de sensualidad y de poder.

Antonia está en el Museo Nacional Romano: los cabellos recogidos y sujetos alrededor de la cabeza, en ondas cuidadosamente entrelazadas que parecen una diadema; una imperceptible sonrisa en la boca cerrada, que borra la rigidez del mármol en torno a los labios; una tierna inclinación de la cabeza, como escuchando a alguien que habla poniéndose de puntillas. Actualmente hay otro retrato suyo en mármol en el British Museum, en el que también aparece con la cabeza levemente inclinada y el cabello recogido. También vemos a un joven de espesos y ondulados cabellos y mirada profunda; se parece al retrato imperial de Cayo César que se encuentra en el Museo de Nápoles, por lo que se supone que es uno de sus hermanos asesinados.

También en Nápoles, en el Museo Arqueológico, está el rostro de Octavia, la sumisa hermana de Augusta, que acoge a los huérfanos egipcios de Cleopatra y Antonio. Y Agripina, sentada, no muy joven ya; se dice que fue esculpida, después de morir por rechazar la comida, por orden de su hijo cuando fue elegido emperador. Hay algunos retratos más, todos llegados de Roma con la inmensa colección de los príncipes Farnesio.

Un largo y extraño viaje, el de la colección Farnesio. Los descendientes de Paulo III, el 222.º papa -el que excomulgó a Enrique VIII de Inglaterra, aprobó la Compañía de Jesús y estructuró la Inquisición-, muerto en 1544, habían acumulado en Roma y en sus numerosas villas las más espléndidas obras maestras del arte grecorromano descubiertas en excavaciones o encontradas entre las ruinas abandonadas de la época imperial. Pero la última de los Farnesio, Isabel, con la que se extinguía la dinastía, se casó con un Borbón de Nápoles. Por eso, en 1787, en vísperas de la Revolu ción francesa, la prodigiosa colección tomó el camino de Nápoles y fue depositada sin muchos miramientos en un inmenso edificio que había servido de caballerizas reales, luego había sido ampliado y reestructurado para convertirlo en universidad, y por último transformado en museo. Y así fue como Octavia, Agripina, Tiberio y Cayo César continuaron contándonos desde allí su historia.

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[3] El texto del libro de tinta escribe miliarus, que no existe: También se ha corregido anteriormente el nombre del barrio romano de la Subura, que aparece escrito reiteradamente como “Suburra”[Nota del escaneador]

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