– Mira allá abajo, sobre el promontorio -indicó el oficial en voz baja y con precisión, como si señalara un blanco-, la villa que fue de Calpurnio Pisón.
La suntuosa villa de los Pisones, la familia del que había envenenado a Germánico en Siria, se alzaba al final del golfo. Cayo César la miró en silencio y luego dijo al oficial:
– Gracias por habérmela enseñado.
Pensó que en aquella olímpica residencia, entre los grandes árboles, los mármoles, las estatuas griegas y las termas privadas, se estaba deslizando la inquietud. «Ahora les toca a ellos empezar a perder el sueño y darse cuenta de lo larga que es la noche.»
V El nuevo imperio
… el poder es un águila que vuela en el cielo de verano.
CAYO CÉSAR AUGUSTO GERMÁNICO
de las Epistulae (perdidas)
La villa de Miseno
El decimosexto lluvioso día de marzo, en la desolada penumbra de la villa de Miseno, un grupo de personas ansiosas -pero no por sentimientos de amor- oyó, anunciado por la voz solemne del arquíatra imperial, que aquella respiración agonizante al otro lado de la puerta entornada había sido el último suspiro de Tiberio después de veintitrés años al frente del imperio.
Cayo estaba en la antesala, de pie, desde que los médicos habían susurrado a Sertorio Macro que el emperador no llegaría a la noche. Había rechazado las inesperadas atenciones de algunos libertos y no se había asomado en ningún momento a la habitación imperial; se había limitado a contemplar la larga espera de Macro en aquel umbral, de pie también él.
Había apartado una cortina para mirar el exterior y había visto que aún era de día: cuchillas de luz atravesaban las hinchadas nubes marinas. Y después había visto, bajo el pórtico vigilado por aquellos pretorianos inesperadamente llegados a Miseno, que esperaba, sujeto por las riendas, el caballo preferido de Sertorio Marro: estaba inquieto, no soportaba el bocado, piafaba de vez en cuando con sus anchos cascos.
Y mientras Cayo miraba el caballo, que, sin saberlo, estaba esperando que muriese el emperador, de aquella habitación surgió una emocionada confusión de lamentos y exclamaciones. Entonces se volvió. Por encima de las numerosas voces, destacó de golpe la ruda y violenta de Sertorio Macro:
– Precinta los aposentos imperiales, monta guardia en la villa, impide la entrada y la salida de cualquiera -ordenaba sin vacilar al praepositus militum.
Con aquel muerto en la habitación, impartía órdenes gritando. Y nadie reaccionaba.
Cayo empezó a acercarse. El planetario poder de Tiberio se había hecho añicos como un cristal que cae al suelo. Macro ordenó al intendente de la familia Caesaris que se ocupara de las cuestiones funerarias.
– Llama a los libertos, viste de púrpura ese cadáver.
El intendente, que en un momento se había visto prisionero con toda la corte, asentía confuso. Cayo continuaba acercándose, y de pronto se percataron de su presencia y, por primera vez, todos le abrieron paso.
Macro también lo vio y se le encendieron los ojos. Lo saludó militarmente, con ostentación, y dijo en un tono de voz muy distinto:
– Si me lo permites, me voy.
Cayo asintió. En ese breve espacio de tiempo, los pretorianos ya se habían apostado en todos los accesos de la villa y habían ocupado la torre de señalización para interceptar los mensajes. Macro salió ruidosamente con sus guardaespaldas, mientras los cortesanos de Tiberio se hacían a un lado.
Cayo volvió la espalda a la habitación donde yacía el emperador muerto y, sin dirigirle una mirada, se alejó. Inmediatamente, otros pretorianos le abrieron paso y lo acompañaron. Tras años de inermes angustias y humillantes cautelas, recuperó la sensación más alta que ofrece el poder: la invulnerabilidad. Escoltado de esta forma, llegó a la terraza a tiempo para ver a Macro montar a caballo con considerable destreza y, flanqueado por los suyos, lanzarse por la pendiente hacia el mando de la base naval.
Allí, el prefecto y los oficiales de la Classis Pretoria Misenatis, adheridos desde hacía tiempo a su proyecto, reunieron en el acto a las tripulaciones.
En dos palabras, Sertorio Macro anunció el suceso:
– Tras un gobierno cuya duración es de todos conocida, Tiberio ha muerto.
Los hombres acogieron la noticia en un silencio sombrío y permanecieron a la espera.
Tomó entonces la palabra el prefecto, quien, inaugurando un procedimiento expeditivo -destinado a ser repetido con frecuencia en las elecciones de los futuros emperadores-, bruscamente y sin dedicar unas palabras al muerto, se declaró seguro de conocer el pensamiento de sus marineros.
– Esperan, desean -gritó- la elección de un hombre que reconozca por fin los méritos y las necesidades de las gloriosas fuerzas navales.
Los hombres respondieron con una ovación. Y él dejó caer impetuosamente el nombre de Cayo César Germánico, nieto del mítico Marco Agripa, el marino más grande que había servido a la República, el hombre sobre cuyas sienes, según el suntuoso latín de Virgilio, resplandecía la corona de los espolones arrancados al enemigo. «Cui tempora navali fulgent rostrata corona.»
La villa imperial, en la cima del promontorio de Miseno, dominaba el inmenso puerto, de modo que el súbito y larguísimo grito de miles de bocas aclamantes llegó a la terraza como un trueno bajo las nubes. Cayo entró lentamente en la sala de las audiencias y esperó.
Macro apareció, triunfal, con el prefecto y el grupo de oficiales entusiastas que se había incorporado por el camino. Invadieron la sala y todos juntos, con entusiasmo, lo aclamaron emperador y le brindaron el saludo que, en todo el imperio, durante veintitrés años solo había recibido Tiberio.
Por recuerdos familiares, por herencia de sangre, Cayo lo reconoció y sintió la emoción más intensa de toda su vida. Ese primer pronunciamiento entusiasta ponía de golpe en sus manos a decenas de miles de hombres armados, le daba las rutas del mar que unían Roma con sus provincias mediterráneas, el vital suministro de grano de Egipto. Era, en suma, el asalto al poder; podía convertirse en triunfo o en cruel derrota.
Pero ni por un instante sintió miedo; en sus veinticinco años, había caminado con frecuencia al lado de la muerte. Y por primera vez, su voz brotó libre.
– Os juro por la memoria de Augusto, de Agripa y de Germánico que daré la vida con tal de que vuestra fidelidad no se vea decepcionada.
Era una frase breve, pronunciada de un tirón, como todas las declaraciones pensadas para que los historiadores futuros las transcriban.
Los oficiales, que estaban jugándose la carrera, respondieron con un entusiasmo instintivo. «Los lobos reconocen el gruñido del jefe de la manada», había dicho decenios atrás Marco Antonio, que conocía bien el dominio físico sobre los hombres de sus legiones. Pero en el semblante de Macro la exultación se mezcló con la sorpresa. Y ninguno de ellos sabía de qué infierno estaba liberándose el que había hablado.
Cayo observó fugazmente los rostros ansiosos, las miradas y los movimientos desorientados de los antiguos cortesanos que, indiferentes, insolentes o sádicos hasta entonces, ahora temblaban visiblemente ante aquella repentina irrupción de fuerza militar.
E inmediatamente, en aquella atmósfera de golpe de Estado, Sertorio Macro anunció por segunda vez:
– Me voy.
Cayo César salió de nuevo a la terraza. Adondequiera que se dirigiese, en la ciudad vigilada como un castrum en tierra bárbara, todos los ojos
estaban constantemente encima de él. Si daba un paso, el movimiento se propagaba como una onda entre la escolta, los funcionarios, los libertos, los esclavos. Bajo las nubes cargadas de lluvia, miró a Macro ponerse en marcha con su escuadra de excelentes jinetes de toda confianza y devorar millas, pues al final de aquel trayecto se apoderaría del imperio.