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Esa herencia significaba la puerta del imperio. «Ha perdido el juicio -había pensado Macro, furioso, mientras Tiberio, casi balbuciendo, le ilustraba aquel confuso testamento-. El hijo de los asesinos con el hijo de los asesinados. Quiere poner a dormir en la misma jaula a una serpiente y a un tigre. Esto va a ser una guerra civil.»

Mientras Tiberio hablaba de este asunto, Macro llevó a su cabecera a un famoso médico romano del que se contaba con sarcasmo que, encerrado con el signator, el notario, en la habitación de un senador que unos parientes habían encontrado ya rígido y frío, había conseguido resucitarlo el tiempo necesario para dictar sus últimas voluntades en materia de dinero. Aquel médico miró al emperador, le oyó balbucir que, una vez él muerto, después de veintitrés años de paz en Roma volvería la guerra, escuchó algunas frases más que le parecieron sin sentido y se marchó con un gesto desolado, prometiendo a Sertorio Macro guardar aquel doloroso secreto.

Entretanto, Cayo César, ahora que las enormes puertas del imperio se estaban abriendo lentamente, miraba el mar gris de aquella primavera lluviosa sin verlo. «Cientos de ciudades, pueblos enteros que tú no conoces -había dicho un día su padre- te necesitan, te aman o te odian, pueden darte algo o debes defenderte de ellos, son tus aliados o te querrían muerto. Imagínalos a todos con la mente fría, sobre todo de noche. La noche está hecha para penetrar en los pensamientos ajenos.»

Con estos recuerdos, Cayo empezó a escribir lo que sabía que sería su primer discurso, la adlocutio a los senadores y a las cohortes pretorianas, o sea, la ocasión de aferrar de verdad el poder. No había tiempo que perder: el futuro podía llegar al cabo de una semana, esa noche, una hora más tarde. Pero no escribió en papiro o en pergamino. Nadie, en todo el imperio, debía sospechar una palabra antes de que llegara el momento de oírlo. Escribió el discurso, frase por frase, dentro de la masa gris de su cerebro, sin posibles testigos, paseando por la terraza blanca mientras los chubascos se alejaban abriendo sobre el mar espacios de cielo despejado. En un momento dado, mirando el mar, rió.

Notaba cómo el discurso se enraizaba en su mente. La larga soledad había producido resultados grandiosos. Pensaba que, en definitiva, el cerebro de un hombre es un puñado de blanda y delicada sustancia gris con circunvoluciones y finas venas; la primera vez que había visto uno tenía seis años: el cerebro de un querusco con la cabeza abierta.

Ahora, en su personal y joven masa gris -heredera de julio César, de Marco Antonio, de Augusto, de Germánico, que habían depositado en él algo sin par en todo el imperio- se desarrollaban ordenadas y lúcidas, pero cargadas de un poder explosivo, las palabras que inventarían la nueva vida del imperio. Solo debía esperar y callar. Durante unos días, quizá unas horas. Mientras tanto, él era el único en el imperio -y se lo decía a sí mismo- que sabía que todo iba a cambiar. Eso era el poder: un águila que vuela alto, sin ser vista, en el cielo cegador.

Pidió que le prepararan un caballo. El oficial encargado de la vigilancia de la villa sonrió por primera vez y aseguró que lo escogería personalmente, y no sería uno de esos caballuchos que jadeaban subiendo las cuestas de Capri. Sería, prometió, un caballo adecuado para ir a galope tendido por amplias llanuras y pendientes accidentadas.

Pero de las caballerizas imperiales salió, con arreos púrpura y oro, un caballo soberbio y nervioso, de estructura armoniosa y potente y pelaje de color miel. El oficial dijo a Cayo que había estado preparado desde hacía tiempo para una improbable galopada de Tiberio. Cayo pensó que el que había abierto esa caballeriza intuía algo sobre el futuro. Acarició al caballo, que lo miró con sus intensos ojos húmedos y olfateó su mano. Impulsivamente, con un placer aéreo, montó de un salto. Sintió el estremecimiento amigo del animal bajo su peso.

Y vio que, con una ágil sincronía, se había congregado a su alrededor no la obsesionante escolta de augustianos, sino un pelotón de las milicias de Marina.

– Este territorio es nuestro -declaró el comandante-. Y mis hombres han reclamado ese honor.

Él había aprendido de su padre a interpretar el humor de los hombres que te saludan: estos, aunque aferrados a una orgullosa disciplina, trataban de mirarlo a los ojos, y sus bocas reprimían un grito colectivo. Instintivamente, él saludó, como hacía su padre. Era la primera vez que su brazo se levantaba, libre, en un gesto así. Y ellos, todos juntos, como antes de un enfrentamiento con las naves enemigas, respondieron a la voz.

– Vamos -dijo Cayo, y salió con ellos de la villa.

Todos los obstáculos estaban cayendo. Nadie dijo nada. Simplemente, lo saludaban con una orgullosa complicidad y lo miraban pasar. «Todo está cambiando -pensó él-. Nadie se da cuenta más rápidamente que ellos, porque su vida depende del poder.» Mientras tanto, respondía a los saludos con esa cortesía espontánea que era uno de sus atractivos, que parecía producto de una juventud inocente y que, en cambio, él había construido en sí mismo a lo largo de años de asfixiante humillación.

Puso el caballo al galope por el golfo, en dirección a Baia, más libremente a medida que se alejaba de la morada de Tiberio. A sus labios acudió el nombre de aquel querido mannulus dejado a orillas del Rin.

– ¡Vamos, Incitatus! -Lo repitió, inclinándose sobre las orejas del caballo-. Incitatus.

El animal respondió con generosidad, con una rítmica tensión de sus fuertes músculos. Junto al compacto adoquinado de la vía que pasaba bajo los cascos del caballo, desaparecía el pasado. La sensación era embriagadora. En los bordes de la vía, todos seguían parándose y saludando.

Sobre el promontorio que se alzaba en el centro del golfo, sola sobre una roca imponente al final de las curvas de una subida, se extendía la villa -una de las muchas moradas imperiales- desde la que todos decían que se contemplaba el panorama más bello jamás diseñado por los dioses en la tierra y en el mar. Llevaba años deshabitada, pero cuando ellos llegaron a la cima, el intendente y los siervos ya estaban sobre aviso. La villa era sencilla y espléndida: un gran salón en cruz griega comunicaba, en los cuatro lados, con cuatro salas más pequeñas donde grandes aberturas enmarcaban cuatro diferentes y fascinantes vistas.

Cayo se encaminó hacia la terraza. Bancos de calina velaban el horizonte. Le pareció distinguir Capri, la prisión alta y rocosa de la que acababa de escapar. Después vio que en el mar, a la derecha, pasado el promontorio de Miseno, se extendía la verde y alargada isla de Prochyta, es decir, Prócida, y más lejos la cima del monte Epomeo, en la isla Aenaria, que siglos más tarde llamaríamos Ischia. Ese monte estaba cubierto de árboles, y mirando sus laderas, suaves y fértiles, nadie imaginaría que era un volcán. Cayo miró más allá, pero la bruma no permitía ver nada, y al final pensó que era inútil buscar aquella otra isla, más lejana, que se llamaba Pandataria.

Bajó los ojos: por todos los vastos campos, entre la espesa vegetación, se veían las bocas de los antiguos volcanes apagados, algunas repletas de arbustos, otras devoradas en parte por el mar y reducidas a pequeños golfos. A sus pies se abría un pequeño lago redondo que había sido un cráter. Lo separaba del mar una estrecha barrera de lava solidificada donde había sido excavado un canal de navegación. Alrededor se apiñaban las villas más bonitas del imperio. Los Campi Phlegraei, los míticos Campos de Fuego, serpenteaban desde la ensenada, abajo, hasta las últimas ramificaciones de Neápolis, arriba. Sin embargo, una última y vastísima boca de volcán se había transformado siniestramente en un lago oscuro e inmóvil que exhalaba bocanadas de niebla. Y sin haberlo visto nunca, Cayo reconoció las pavorosas descripciones de los poetas: «El lago Averno, la selva de Hécate, la Aquerusia subterránea», decían. Allí abajo, según las antiguas mitologías, se abría el reino de los muertos.

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