El joven Cayo sintió como si aquellos nombres le golpearan las sienes. Aun así, sonrió.
– Debemos recordar que los tres fueron asesinados -dijo.
Sertorio Macro no se dejó distraer.
– Tiberio está muy enfermo -insistió-. Es preciso que salga de Capri mientras pueda hacerlo. Debemos acercarnos a Roma. Si mañana por la mañana no se despierta, y sus libertos salen gritando de su habitación y la noticia llega en un santiamén a Roma, ¿quién se alzará para proclamar «El imperio es mío»? ¿Habrá una guerra civil? No lo permitiremos. Yo tengo que estar en Roma en ese momento, al amanecer, antes de que los senadores se hayan despertado, corno la otra vez. Los enemigos de tu padre, los optimates, solo cederán si ven lo que vieron cuando cayó Sejano. Y cuando entren en la Curia para oír anunciar que Tiberio ha muerto y decidir cómo actuar, a quién elegir, la elección ya estará decidida. Sé cómo hacerlo yo solo, muchacho. Ya lo he hecho y lo he demostrado. -Vaciló, la mirada fija en los ojos de Cayo-. Si me prometes que cuando llegues arriba…
– Te lo prometo -dijo Cayo César, sosteniendo su mirada. Y ni siquiera un temblor reveló el pensamiento que lo abrasaba por dentro: el imperio era suyo, por derecho y por sangre, suyo y de nadie más, no se lo regalaba nadie. El vulgar, astuto y violento Macro creía ser el inventor de la intriga, imaginaba que se hacía -a sus espaldas- con el poder real; creía que lo dominaría, él con los pretorianos y su mujer con esos penosos juegos prostibularios. Pero en realidad, concluyó para sus adentros con un violentísimo odio, los dos eran simplemente sucios, ciegos, despreciables pero imprescindibles instrumentos suyos. Le sonrió.
Miseno
El invierno tocaba a su fin.
– Mis hombres están alerta -dijo Sertorio Macro, que iba a Roma y volvía a las horas más inesperadas-. En un día y una noche, todas las legiones deben saber que tú llevas las riendas del imperio.
Por todo el imperio, desde Mauritania hasta Arabia, desde Iberia hasta Siria, desde Sicilia hasta Germania, a lo largo de las más de cincuenta mil millas romanas que constituían en aquellos tiempos la red viaria del imperio, se extendía una telaraña de altas torres cuadradas, cercadas por un muro, como la del castrum del Rin donde él había pasado la infancia. Una especie de faros terrestres, en los que sobresalía una galería protegida. Desde allí, señales de humo durante el día y con el ambiente despejado, y señales de fuego por la noche, eran transmitidas con duraciones y repeticiones establecidas a otra torre, otra statio, en posición igualmente elevada y visible, vigilada también sin descanso, y de esta, enviadas inmediatamente a la siguiente.
Si lo que decía el prefecto Macro de verdad estaba ya al alcance de la mano, era fantástico imaginar que, mediante el fuego y el humo de esas señales, en un brevísimo lapso de tiempo, un lapso de tiempo que se computaba nada menos que en horas, toda la inmensa extensión del imperio, con sus grandes ciudades, sus pueblos, sus campos, sus legiones destacadas en las fronteras, los millones de hombres que hablaban no sé cuántas lenguas diferentes, se enteraría de que, muerto por fin el usurpador Tiberio, el joven Cayo César -el hijo del gran Germánico traicionado y envenenado, el bisnieto de Octaviano Augusto y de Marco Antonio, el único superviviente varón de la familia imperial-, con el apoyo armado de los pretorianos, de la flota y de las legiones de Germania, así como con el sumiso consenso del Senado, había conquistado finalmente el imperio.
Un día, de repente, Tiberio decidió abandonar Capri. A pesar de la lectica acolchada, los esclavos, los ayudantes y los médicos, el descenso desde Villa Jovis hasta el puerto fue trabajoso, y peor fueron el embarco y la travesía. Todos recordaron -y los que no lo sabían se lo oyeron, sobrecogidos, a los demás- la siniestra profecía que años atrás había anunciado la muerte de Tiberio cuando intentara regresar a Roma.
Tiberio no se volvió ni un instante para mirar la isla que había sido durante años su inaccesible madriguera. Si echó una ojeada, fue a través de un resquicio de las pesadas cortinas acolchadas, porque sobre el mar soplaba un variable viento de principios de marzo, un viento de levante que bajaba de los montes del Matese y que, según los marineros, anunciaba lluvia.
El emperador desembarcó, encerrado entre las cortinas de la lectica, en la formidable base naval de Miseno, terror y presidio de todo el Mediterráneo occidental. Miles de marineros rindieron los honores, pero el hombre al que estos iban dirigidos no vio nada y no se dejó ver. Los augustianos, que habían obsesionado a todos en la época de Capri, cedieron el paso al prefecto que dirigía la célebre Classis Praetoria Misenatis, la Armada del Mediterráneo oc cidental, y a sus hombres, tradicionalmente escolta imperial en los puertos y durante los viajes por mar.
El cortejo a caballo formó detrás de la lectica del emperador enfermo. Cayo montó dando aquel salto sin apoyos que había aprendido en el castrum y
que le atraía la complacida admiración de los militares. El poderoso prefecto lo miró, y él vio que le había dejado el primer puesto a su lado y esperaba. Con calma, Cayo guió al caballo hasta colocarse exactamente donde todos esperaban. Su sangre conocía la dignidad de los gestos y de su ritmo, pero el sentimiento de liberación y de orgullo que se desencadenaba en su interior era casi incontenible. El cortejo se puso en marcha y avanzó al paso, solemnemente, a lo largo del muelle.
De pronto, el prefecto extendió el brazo con un gesto intencionadamente amplio, que todos sus hombres vieron bien, y dijo a Cayo:
– Mira. Todo esto lo construyó el padre de tu madre, Marco Agripa, el marino más grande que ha honrado Roma. Él diseñó la ensenada del puerto occidental, que comunica con el mar abierto, y el puerto oriental, más interior, mira, con los almacenes, los talleres, los astilleros, las soguerías, los cuarteles. A él se le ocurrió unir los dos puertos abriendo aquel canal. Él excavó en la roca una cisterna que recoge toda el agua del Serinum. A la flota no le faltará nunca agua potable, aunque las naves tengan que zarpar todas el mismo día.
La llamarían Piscina Mirabilis: tenía las dimensiones de una catedral, setenta metros de largo por veintiséis de ancho, con fuertes pilastras cinceladas en el banco de roca.
– Gracias a tu abuelo, nadie, en ningún rincón de estos mares, se atreve desde entonces a navegar sin el consentimiento de Roma -declaró el prefecto-. Los hombres de la Classis Praetoria Misenatis lo recuerdan muy bien -concluyó.
Cayo se dio cuenta de que no era una información, sino un pacto explícito, un pronunciamiento.
– Lo recuerdo -contestó-, y también sé cuánto debe el imperio a esos hombres.
En la villa situada sobre el promontorio -que cien años antes había sido de Lúculo, el riquísimo vencedor de Mitrídates-, los médicos interrumpieron aquel último viaje del emperador; y allí Tiberio pasó precipitadamente de los días de la enfermedad a los de la agonía sin esperanza.
– Se resiste a morir -mascullaba Sertorio Macro con crueldad-. Y me da miedo… Si alguien se prepara en Roma…
Dominando la ansiedad, como había hecho Livia cuando Augusto agonizaba en Nola, difundía rumores de una milagrosa recuperación del viejo Tiberio, mientras que este, en cambio, agonizaba entre las almohadas ante la mirada afligida de sus médicos, que iban a perder empleo y dinero.
Pero Sertorio Macro sabía otra cosa que solo le contó, furioso, a Cayo: Tiberio estaba angustiado por las luchas que preveía que se desencadenarían una hora después de su muerte. Por eso había intentado unir, en una paz imposible, al último de la estirpe _Julia, es decir, Cayo, con el último de la familia Claudia, es decir, un sobrino suyo de dieciocho años que se llamaba Tiberio Gemelo. «He dispuesto -le había dicho a Sertorio Macro- que mi patrimonio sea repartido entre ellos a partes iguales.»