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Pero Sertorio Macro estaba a la altura de la empresa: asintió tras escuchar cada una de las órdenes y se las grabó en la cabeza sin pedir explicaciones. Reunió rápidamente una escolta de confianza, se puso en marcha en el acto y, recorriendo a la inversa el camino que acababa de hacer, llegó a Roma al amanecer del decimoséptimo día de octubre. Convocó a los senadores por orden de Tiberio sin informar del motivo e inmediatamente después, mientras ellos acudían a la Curia, se presentó ante Sejano, que aún estaba durmiendo, y se declaró encantado de anunciarle que Tiberio lo había nombrado tribuno consular, la máxima magistratura romana, antesala del imperio.

Contempló con atención policial la alegría ciega que transformaba el rostro de Sejano y le oscurecía el temible cerebro antes de comunicarle:

– Los senadores ya están avisados y te esperan para oficializar el nombramiento.

Mostró con deferencia el decreto que lo designaba a él para sustituirlo en su cargo actual. Miró con rígido respeto militar a Sejano, que, embriagado por la noticia, congregaba a sus oficiales, atónitos, y daba rápidamente instrucciones. Vio cómo aquellos oficiales lo escrutaban a él, el montañés de Alba Fucense al que ninguno conocía, y pensó que tendrían ocasión de ello. Miró a Sejano, que se había despojado él solo, con un gesto, de toda fuerza militar y se dirigía con orgullo a la Curia. Y lo acompañó.

El sol aún no había acabado de salir cuando uno de los ex centuriones que vigilaban en la domus de Antonia se presentó ante ella, que paseaba despacio por el pequeño jardín de sus aposentos privados, donde florecían las rosas otoñales, y se puso a hablarle en voz baja. Cayo no estaba lejos y vio que ella inclinaba la cabeza para escuchar, luego se detenía, levantaba la cabeza de nuevo y miraba al fiel oficial. De pronto, Antonia sonrió. Cayo trató de alejarse; le temblaban las manos. No se volvió. Tras una pausa interminable, oyó la voz de Antonia, alta, llamándolo.

Elio Sejano había entrado triunfal en la Curia y enseguida había constatado que todos los senadores habían llegado antes que él. Pero no había corrillos, ni conversaciones animadas en las gradas, ni retrasados que tramaran tácticas en los soportales. Reinaba un silencio solemne, en realidad, tenso y, para muchos, quizá temeroso, porque a la espalda de Sejano se había entrevisto a los pretorianos -a los que Macro, mientras salía, había impartido las primeras órdenes con su voz tosca y dura- rodear la Curia con una rápida y ordenada maniobra.

Sejano también los vio, al otro lado de la puerta de bronce todavía abierta, y se quedó petrificado a medio camino. En un instante, su ostentoso júbilo se transformó en alarma. No había dicho todavía nada ni se había movido cuando Sertorio Macro, de pie en las gradas de la derecha del asiento vacío de Tiberio, levantó el mensaje imperial sellado con plomo. A continuación cerraron la gran puerta de la sala.

Y cuando Macro hizo verificar la integridad de los sellos y luego, lentamente, los rompió, desplegó el mensaje y, con un acento cerrado, empezó a leer aquel documento que no era un nombramiento, como todos esperaban, sino una implacable y virulenta acusación: «Traición contra el pueblo romano», la sala se paralizó en un terrible silencio. Era una imputación de la que nadie podía salir vivo. Sejano, como si aquellas palabras en latín mal pronunciado tuvieran dificultades para entrar en su cerebro, permaneció inmóvil. Y en medio del silencio Sertorio Macro proseguía:

– Proyecto de apoderarse del poder, de instigar a las cohortes contra la Curia, de asesinar al emperador…

Las frases, escritas por la mano del propio Tiberio, aplastaban, cayendo lentamente en el silencio, todo impulso de reacción. Solo se oía el crujido de las cátedras, la respiración jadeante de alguien y luego, poco a poco, el estremecimiento de emoción liberadora que contagiaba a los senadores, el movimiento de alguna toga, las exclamaciones entrecortadas, hasta que Sertorio Macro, lentísimamente, con una sensación de omnipotencia, dejó la hoja que había terminado de leer.

Y todos a una, los senadores se indignaron y, con violenta unanimidad, sin siquiera consultarse (demasiados odios impotentes había sembrado Sejano en Roma, demasiado impetuoso era el alivio por destruirlo), hicieron suyas las acusaciones de Tiberio gritando. Inmediatamente, los lictores, funesto símbolo de justicia, flanquearon a Sejano; pero él seguía sin reaccionar. Un senador dijo que había que abrir el proceso enseguida, allí, sin demora. Y los demás, gritando, lo aprobaron.

El proceso fue puesto en marcha precipitadamente. Nadie defendió a Sejano; sus numerosos y espantados cómplices se le echaron encima con celo. Él no dijo nada. De común acuerdo, los senadores lo condenaron a muerte por traición a la Majestad del pueblo romano. Una hora más tarde lo habían ejecutado y su cadáver, deshonrado, era arrojado al río.

El relato de Antonia, hecho en voz baja, había sido breve, casi púdico, pero horriblemente preciso. Cayo había escuchado con los ojos clavados en ella, sin interrumpirla, sin decir una sola palabra. Y había notado que en su interior se extendía algo, como si tragara un líquido hirviendo; había descubierto el alud que podía provocar el sentimiento de la venganza satisfecha. Y enseguida lo asaltó otro pensamiento que a duras penas consiguió que no le hiciera gritar: quizá su madre y su hermano Druso estaban de verdad salvados.

Antonia se percató de su emoción y, mientras él la abrazaba impetuosamente, le dijo con gran dulzura:

– Confiemos, pero no nos hagamos ilusiones. Nadie es capaz de entrar en la mente de Tiberio.

Pero quién era el nuevo amo de Roma lo demostró con una fuerza terrorífica la violencia empleada en matar a toda la familia de Sejano, incluidos los hijos menores y la más pequeña, a la que, por ser virgen, según las antiguas leyes no se le podía quitar la vida. Solo tenía nueve años y, al no comprender lo que estaba pasando, prometía que sería más obediente en el futuro. Y el verdugo, para poder matarla legalmente, antes de degollarla la violó. Pero aquel terror no bastaba. Desconfiando de ciertas conversiones repentinas, Tiberio hizo llover sobre Roma decenas de procesos, exilios, ejecuciones y confiscaciones.

En cuanto a Sertorio Macro, el nuevo poder desmesurado, con los consiguientes beneficios, inspiró a su orgullo montañés construir en la ciudad donde había nacido un grandioso anfiteatro, en gran parte excavado en la roca, cuya admirable acústica se aprecia todavía hoy gracias a la cávea desenterrada.

Y en el templo de Hércules, del que Sertorio Macro se había erigido en protector, levantaron una imponente estatua del dios, representado como un fortísimo guerrero, sentado con una copa de vino en la mano. Sus dimensiones y su vulgar vistosidad probablemente fueron dictadas por el nuevo prefecto. Pero ni siquiera él preveía la razón por la que los dioses -que juegan con los actos de los humanos- le habían inspirado esa elección.

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