Cayo se detuvo. Y como a veces los dioses advierten a los hombres con pequeñas señales, la luz de una ventana rozó la cara de aquel viajero que acompañaba a Antonia. Cayo vio que hablaba deprisa y con cautela, y tan cerca de ella que solo una máxima confianza o un peligro extremo podían permitírselo.
Cayo había pasado toda la adolescencia mirando a su alrededor, y mientras Antonia se alejaba con la cabeza inclinada hacia su extraño compañero, escuchando, percibió que algo sobrecogedor estaba entrando en el palacio.
La carta cifrada
Dos días después, una clara mañana de septiembre, Antonia mandó llamar a Cayo desde sus aposentos privados. El acudió y la vio sentada, sola, en un suntuoso decorado que no había visto nunca. Las paredes estaban totalmente cubiertas de frescos que reproducían, con perspectivas engañosas, luminosos pórticos, escalinatas y fuentes. Antonia estaba escribiendo; vestía una de sus sencillas y preciosas túnicas tejidas en Pelusio, y llevaba en los dedos y en las muñecas las antiguas joyas de su único matrimonio y de su larguísima viudez. Pero, en el borde de las mangas y en el bajo, el vestido estaba bordado con brillantes piedras, perlas e hilo de oro, como en los tiempos de los antiguos phar-haoui.
Cayo observó que, bajo las pesadas joyas, las suaves manos que lo habían acariciado durante sus insomnios estaban envejecidas, la piel seca, las uñas endebles.
Antonia dejó el calamus y anunció, como si fuera una sentencia:
– Estoy escribiendo a Tiberio.
Solo ella, en Roma y en todo el imperio, podía osar escribir al emperador; solo ella podía estar segura de que un escrito suyo, pasando por encima de todos los espías, llegaría a la isla de Capri, a manos de Tiberio.
Durante décadas de viudez incorruptible, la dignidad de Antonia, en medio de las desmesuradas riquezas de su domus, de los espectaculares jardines, de los centenares de esclavos y de libertos, del imperial nivel de vida que se llevaba en ella, había sido solitaria, incluso inhumana. «En esta venenosa Roma -había dicho Tiberio con hosca admiración-, es la única mujer que, después de haber jurado fidelidad a un hombre, ha conseguido de verdad no traicionarlo.»
Sin embargo, en la relación entre Antonia y Tiberio se escondía un secreto más profundo que se mantuvo a lo largo de los siglos. Antonia no había dicho una palabra en público sobre la muerte de su hijo, Germánico, y había llorado en privado. Un senador había comentado: «Es la única que no acusa a Tiberio, y es la que debería gritar más fuerte». Pero en las estancias secretas imperiales había sucedido después algo por lo que, día tras día, la relación entre Tiberio y la Noverca había comenzado a deteriorarse. Poco a poco, la vida de Livia se había transformado en un inútil desierto de soledad. Y en las cruelmente solitarias exequias reservadas a la madre del emperador, el senador Valerio Asiático había dicho ambiguamente: «Todos los días de estos once años en los que Tiberio se ha negado a ver a su madre, Antonia, encerrada en su domus, los ha contado uno por uno».
Antonia, depositaria indiscutible de todos los secretos de política y de cama de la trágica familia Julia-Claudia, la única por encima de toda sospecha en la inquietante Roma de aquellos años, mantenía con el temible emperador una correspondencia continua. Durante años, le había transmitido las traiciones y las infidelidades de los que él consideraba de toda confianza. Solo verdades demostradas e incuestionables, y con ello parecía que más de una vez lo había salvado. Sin embargo, con una impalpable pero corrosiva venganza femenina, sin compasión, lo había dejado más solo y angustiado que a sus propias víctimas.
– Mira esto -le dijo a Cayo-. Solo debes saberlo tú. Saberlo te aliviará.
La escritura era ordenada y clara, pero la mirada de Cayo se topó como contra un muro: era un texto cifrado y, por lo tanto, le resultaba incomprensible.
Ya Julio César había inventado un código para sus mensajes secretos, desplazando la secuencia de las letras del alfabeto de modo que quien no poseyera la clave leía una serie de palabras sin sentido. Augusto también había inventado un código, pero tan sencillo, en contraste con su sagacidad, que toda Roma lo conocía, una especie de juego de sociedad que consistía en sustituir cada letra por la siguiente, es decir, la A por la B y así sucesivamente. Era incluso infantil, se decía. Pero Augusto sonreía al oírlo: aquel modesto código era una broma feroz contra el que se esforzara en descifrarlo, porque de ese modo descubría sobre sí mismo lo que Augusto no le hacía saber oficialmente.
Pero en alguna parte existía y funcionaba la tabla del código verdadero y secreto, el utilizado por Augusto en la época de la guerra contra Marco Antonio y más tarde con Tiberio, cuando lo había asociado al gobierno.
Antonia rozó la hoja con dos dedos y dijo:
– Tiberio descifra este código sin necesidad de ayuda, él solo. Y ahora se enterará por fin de quién es realmente Elio Sejano, el hombre al que sacó de la nada, el hombre que ha destrozado a tu familia. Aquí le presento las pruebas.
Solo ella sabía cuántas noches de tortura le estaba regalando una vez más a Tiberio. Pero no tradujo el texto, no reveló cuáles eran las acusaciones. Contempló la emoción que sus palabras suscitaban en el joven Cayo.
– Es el hombre más peligroso del imperio -murmuró él-. Tiberio ha dejado Roma en sus manos.
Antonia sonrió.
– Ese es el problema al que tendrá que enfrentarse Tiberio -dijo-. Nadie lo hará mejor que él.
Los párpados de Cayo se abrieron sobre sus iris verde grisáceo, como los de Germánico. Antonia vio los sentimientos que estaban desencadenándose en su interior y lo acarició.
– Ahora vete -susurró-. Se preguntarán para qué te he hecho venir aquí.
De aquella carta, que debía cambiar el futuro del imperio, quedó un breve recuerdo en las palabras de los testigos. Durante noches y noches, Cayo no dejó de imaginar a Tiberio abriendo y descifrando sin testigos, en la elevada villa de Capri, aquel escrito secreto, y luego reflexionando largamente, solo en su habitación, lacerado por una enorme desilusión, sofocado por una ira que no podía estallar. Y disponiendo cautos controles, tendiendo sutiles trampas, buscando testimonios inconscientes…
Por segunda vez, Cayo se abandonó a la esperanza de volver a abrazar a su madre y a su hermano superviviente, una idea en la que su fuerza de autocontrol casi desaparecía. Sin embargo, pasaron bastantes días. Tiberio no respondió. Y no sucedía nada.
El hombre de Alba Fucense
Aquel octubre, de noche, Tiberio convocó en secreto en Capri a un oficial al que se había visto raras veces hasta entonces, pues se había pasado la vida dedicado a actividades policiales de cuya inmoralidad y violencia solo habían tenido conocimiento Tiberio y las víctimas. Se llamaba Nevio Sertorio Macro y había nacido en los montes de Alba Fucense, la durísima fortaleza, el arx, corazón estratégico de los Apeninos centrales, a noventa millas de Roma, sede de dos legiones temibles, la Cuarta y la Martia, pero célebre sobre todo como terrible prisión de Estado. En sus sótanos, sepultados durante el invierno en la nieve, después de seis años sin haber visto el sol, había muerto Perseo, rey de Macedonia, y Sífax de Numidia.
Sertorio Marco se expresaba en el tosco latín de aquellos leñadores y pastores. Nunca había tenido ocasión de practicar la compasión y todos sus sentimientos estaban ligados, como un haz de leña seca, por una ardiente ambición. De modo que Tiberio sabía con quién hablaba cuando, sin testigos, en un secreto total, con brusca concisión, lo nombró prefecto de las cohortes pretorianas, el cargo que Sejano creía todavía suyo. Con una dureza impasible, sin dar tiempo a Sertorio Macro a recuperarse de la triunfal sorpresa, en el mismo tono de voz le comunicó una retahíla de órdenes que no admitían réplica y que para cualquier otro habrían sido terribles.