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De todas formas, los espías de Tiberio vigilaban alrededor de la domus de Antonia. El único que lo había entendido bien era Herodes de Judea, y por eso vivía de un modo abiertamente disoluto, decía cosas insustanciales que no inspiraban desconfianza, se emborrachaba, perdía sumas increíbles jugando que Antonia, maternalmente, pagaba.

– Está comprando tu futuro reino paso a paso -le dijo un día Roimetalkes de Tracia.

Herodes, aunque había bebido tanto que parecía completamente borracho, contestó con lucidez:

– Prefiero tener enormes deudas con Antonia que pedirle un pequeño préstamo a Tiberio.

Se sentaban juntos en el jardín, bebían en las mismas copas el mismo vino aromático.

– Tú, Cayo, has sufrido mucho, igual que nosotros -dijo Polemón, el príncipe al que le gustaba escribir breves y elegantes poesías-. Pero yo creo que los dioses siempre piden un pago a cambio de lo que te conceden. Es de noche -declamó-, y tienes miedo porque en la oscuridad no encuentras lo que has perdido. Pero vuélvete: a tu espalda está amaneciendo. Y los dedos de la Aurora son rosa.

Los hijos de aquellos reyes, aunque veían a Cayo casi tan prisionero como ellos, lo percibían prodigiosamente distinto. En sus mentes había surgido con toda claridad la idea que él tenía guardada en las profundidades del cerebro: al usurpador Tiberio no le quedaban muchos años. Y él, el hijo de Agripina y Germánico, era el heredero imperial.

La amistad estaba derivando hacia una atmósfera conspirativa, y un día Roimetalkes dijo que en Tracia, desde la noche de los tiempos, existía un rito secreto para obtener de los dioses un don que estos estarían obligados a conceder.

– Sea el que sea, incluso el dominio sobre toda la tierra.

Herodes preguntó con seriedad cuál era el rito y Roimetalkes respondió, misterioso:

– Los elementos son siete. -Los demás esperaron-. La música más dulce que se pueda oír, el perfume más raro, luces resplandecientes en los candelabros de oro, el vino más viejo de tus bodegas, los más suaves frutos de la tierra, los bailarines más jóvenes de Siria…

– Es fácil -lo interrumpió con entusiasmo Herodes.

Roimetalkes dijo que no era tan sencillo.

– Necesitamos el amor de una virgen para cada uno de nosotros. Una virgen que cada uno escogerá y conducirá a la sala del rito, y acariciará y desnudará lentamente para mostrar su belleza íntima a los dioses, hasta el momento en que ella, desnuda entre tus manos, temblando de deseo, te suplique que le hagas conocer el amor. Un amor que tú le darás porque la fuerza de los dioses habrá descendido hasta ti. Un amor que tendrá que arrastrarnos a todos nosotros, en el mismo instante. Y los dioses, mirando, gozarán.

Herodes pensó un poco y dijo:

– Podemos hacerlo. Lo haremos.

Así, a puerta cerrada, entre la música, las danzas, las libaciones, en el aire saturado de perfumes, en el culmen de una embriagadora exaltación colectiva, los príncipes prisioneros, todavía jadeantes por la violencia del rito, abandonaron a las muchachas sobre los cojines, se levantaron y, todos juntos, empleando la antigua fórmula repetida palabra por palabra por la voz de Roimetalkes, la plegaria que los obligaba a acceder, pidieron a los dioses:

– Cayo César Augusto emperador.

Si aquella comprometedora ceremonia hubiera trascendido, habría hecho que todos perdieran la vida, pero los rudos espías del emperador la llamaron simplemente una orgía y semejantes noticias tranquilizaban a Tiberio y a los senadores. No obstante, la vivacidad de aquella corte no tardó en ser conocida en Roma, junto a las deudas de juego de Herodes y las embriagadoras experiencias de Cayo, porque algunas habladurías llegaron incluso a los austeros escritos de los historiadores.

La estatua de cuarzo rosa

Explorando la real domus de Antonia, Cayo descubrió en una pequeña estancia un templo doméstico, un lararium, como era habitual en Roma en la época republicana, y empujó la puerta.

No era un lararium. En la penumbra, en una especie de tabernaculum, estaba sentada una divinidad desconocida, una madre joven que llevaba en brazos a un niño. Estaba esculpida en un brillante cuarzo rosa, llevaba sobre la cabeza una media luna y apoyaba los pies en una esfera, alrededor de la cual había enroscada una serpiente. En una esquina ardía un perfume intensísimo del que se elevaba con gran lentitud un hilo de humo.

Él se volvió buscando a alguien. Se le acercó un viejo esclavo que apoyó la mano en la puerta y la entornó despacio mientras susurraba en griego:

– Está prohibido.

Cerró la puerta del todo, miró al muchacho con una mezcla de desconfianza y complicidad y finalmente dijo en un susurro:

– Es la Gran Madre, Isis.

En un instante, Cayo retrocedió años, se encontró de nuevo en aquella barca que remontaba el Nilo, y su padre estaba vivo. «La diosa cuyo nombre semeja un soplo de viento.» Tiberio había derruido el pequeño templo romano consagrado a ella, deportado y matado a sus sacerdotes. Tan solo la inviolable domus de Antonia podía permitirse una habitación semejante en tiempos como aquellos.

Cayo, emocionado, preguntó al viejo:

– ¿Tú conociste el templo de Sais?

– Cuando se me llevaron como esclavo -contestó el hombre-, me volví para mirarlo. Tenía diez años. Lo que sé, lo sé por mi padre.

– ¿Quién era tu padre?

El viejo contestó que su padre oficiaba los ritos secretos de la diosa y que, cuando habían hundido las naves sagradas, lo habían matado por intentar salvar los instrumentos de las músicas rituales, el nebi y el seistrum de oro. Y era conmovedor oír a un hombre tan anciano hablar de su padre, muerto hacía no sé cuántos años, con la ternura de un niño.

Cayo vio de nuevo la proa rota y medio hundida de la nave que estaba ante el islote de Antirhodos, en el puerto de Alejandría, y le preguntó qué sabía de aquellos ritos.

– Todo lo que sé, es lo que conservo en la memoria, porque aquí no tengo escritos que consultar ni templos donde leer las oraciones grabadas en la piedra. La diosa es Madre, porque su amor por los hombres es inmenso. Pero Isis es un nombre. Y sus nombres pueden ser miles, todos los que nazcan de nuestra soledad y de nuestro miedo, porque se puede llamar a la Madre con todos los nombres del amor. Yo vivo aquí -dijo- y la llamo todos los días. -Abrió un poco la puerta-. Mira.

En la penumbra, la estatua de cuarzo rosa reflejaba las oscilaciones de la llama perfumada. Pero Cayo, reviviendo la inútil ansiedad sufrida en Samotracia y en el Didimeo, dijo:

– Nunca he visto ni oído a un dios responder a nuestras plegarias, aunque sean desesperadas.

El viejo se sintió herido por aquella violenta amargura.

– No es con la voz como se manifiesta la diosa -repuso con calma-. Entre nosotros vivió un mago llamado Arsenoufis. Había accedido a la heka, la Magia suprema, blanca como la luz…

– ¿Tú sabes qué es la magia? -preguntó el joven, pensando que en toda su vida nunca había visto sucesos mágicos o divinos, sino únicamente hechos feroces producidos por la voluntad de los hombres.

– Arsenoufis podía materializar delante de ti la imagen de tu enemigo y dejarlo inerme. Cleopatra lo consultó dos veces: la primera a los diecisiete años, y él materializó la figura de julio César; la segunda, a los veintitrés, y él materializó la figura de Marco Antonio. Pero cuando lo llamó la tercera vez para que materializara la figura de Augusto, Arsenoufis había muerto de viejo.

El joven Cayo se marchó decepcionado. Pero, al salir de aquel rincón remoto, vio inesperadamente a la anciana Antonia que se alejaba, al fondo de una sucesión de salas. Su vestido de seda, de color cielo nocturno con capullos de loto bordados en los bordes, se deslizaba sobre el mármol. Pero Antonia no se volvió y no lo saludó. No había a su alrededor nadie del cortejo casi ritual que solía seguirla, como a una soberana. En contra de la costumbre, la acompañaba solo una persona, un hombre de mediana edad que parecía llegar de un largo viaje. Las salas estaban desiertas.

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