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Cayo César escuchaba; después de un año de silencio, estaba acostumbrado.

– ¿Todavía estás cansado?

Estaba cansadísimo, tanto que solo deseaba sentarse, acurrucarse, dormir. Pero la voz y las caricias actuaban como una medicina; eran los primeros, maravillosos momentos de confianza absoluta.

Al mismo tiempo, la anciana Antonia, con los ojos llenos de lágrimas, veía en el muchacho cansado la sombra de su hijo, que había sido envenenado en Siria.

– Yo soy muy vieja -dijo, y una sonrisa iluminó su semblante impecable- y el destino ha querido darme una larga memoria. -Su memoria era un sótano en el que desde hacía decenios no entraba nadie-. Pero no quiero añadir otro odio al tuyo. Augusto había hecho lo que había querido de la vida de mi madre, como con todas las mujeres de la familia, y ella nunca le había pedido nada. Pero, después del espeluznante cortejo de aquel triumphus, le pidió que dejara en sus manos a los tres hijos de Marco Antonio y de la reina de Egipto. Augusto se los entregó de inmediato, con todos sus esclavos; pensó que quería concederse el placer de la venganza. Recuerdo que, cuando estábamos esperándolos, yo temblaba. Y mientras aquellos chiquillos aterrorizados y aquel enjambre de esclavos sin esperanza se acercaban, escoltados por los pretorianos, mi madre me susurró: «Quiero entender». Estábamos en el atrio. Los prisioneros avanzaban despacio, en silencio, seguros de encontrar en el palacio de la mujer traicionada la más cruel de las muertes. Y mi madre me dijo: «Mira cuánto sufren». El primer paso lo dio hacia la niña, mi hermana, desconocida hasta el día anterior, la llamada Cleopatra Selene. Era alta, espigada, permanecía inmóvil, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, tenía unos grandes ojos oscuros. Mi madre abrió un poco los brazos, puso las manos sobre sus hombros, la atrajo hacia sí. De pronto, al unísono, sin mediar palabra, las dos se abrazaron.

Antonia se interrumpió después de pronunciar esta frase, porque las lágrimas de hacía sesenta años le habían quebrado la voz.

– En ese momento miré a aquellos esclavos que deberían haber muerto -dijo- y vi lo que significa decirle a alguien: puedes vivir. Se precipitaron sobre mí, que era casi una niña, me cubrieron las manos de besos, hombres y mujeres lloraban y besaban el vestido de mi madre, y también yo lloré, más que ellos, y todos sonreíamos, con las mejillas húmedas, hablando distintas lenguas, diciéndonos palabras que no comprendíamos. Después, mi madre hizo el primer gesto autoritario de su vida, llamó al comandante de los pretorianos y le dijo que se fuera. Y Egipto entró en nuestra casa.

La casa de Antonia había sido el único lugar de Roma en el que, durante años, se había afirmado, aunque en voz baja, que a Marco Antonio y Cleopatra no los había perdido el amor, sino un imposible gran proyecto de unión entre las dos orillas del Mediterráneo.

Entretanto, aquellos pequeños huérfanos y prisioneros, llegados con sus sirvientes, músicos y sacerdotes, tocaban sistros y laúdes, invocaban a Isis la Antigua las noches de luna llena, llevaban vestiduras de lino plisado de color ónice, de color Nilo, de color flor de loto, sabían preparar el perfume sagrado, el khfir, describían templos de granito rosa de tres mil años de antigüedad.

Preceptores cultísimos explicaban que en aquel país se había inventado la agricultura y la ciencia hidráulica, vital en una tierra sin lluvia; decían que Alejandría era el mayor centro de intercambios culturales y científicos; afirmaban que en la escuela religiosa y filosófica de Heliópolis había nacido la intuición de lo divino. Arquitectura, música, ciencias especulativas y medicina se habían compenetrado en un edificio humanístico. Mil años antes, el faraón Ramsés III ya había concedido inmensos donativos a ese centro de pensamiento, el mayor del Mediterráneo prehelénico.

– Pero en Roma nadie quería escuchar esas palabras -dijo Antonia-. Aquí, nosotros éramos los únicos supervivientes de la misma tragedia. Y eran recuerdos sin remedio. ¿Comprendes ahora, Cayo, por qué hizo tu padre aquel viaje que le costó la vida y por qué quiso que tú, aunque no sabías nada, lo acompañaras?

El pabellón del otro extremo del jardín

– Sabes que no me está permitido dejarte salir a las calles de Roma -dijo Antonia-. Pero puedes bajar a los jardines. Vamos, ¿a qué esperas? Ve hasta pasado el hipódromo y pregunta por el pabellón antiguo. Allí encontrarás a algunos a los que te gustará ver. A tu padre también le habría agradado.

Cayo bajó al inmenso parque, lo atravesó con cierta inseguridad, dejó atrás el hipódromo y el olor familiar de las caballerizas, llegó a un vasto edificio construido en el antiguo estilo preaugustal, con paredes de ladrillos vistos y tres pisos de altura. Descubrió, alarmado, que había una guarnición de pretorianos.

Se acercó con cautela; nadie le impidió entrar. Dio unos pasos por el atrio y enseguida vio que iban a su encuentro, como si lo esperasen, cinco jóvenes, visiblemente extranjeros. No reconoció a ninguno, pero vio que ellos, en cambio, estaban bien informados sobre él y su historia, porque se apiñaron a su alrededor y lo saludaron con palabras lisonjeras y alegres.

Así se enteró Cayo de que, en aquel misterioso edificio, los cinco jóvenes vivían en una condición irreal de refinada reclusión. Roimetalkes de Tracia, Cotis de Armenia, Polemón del Ponto, Darío de Partia, hijos de príncipes y de reyes extranjeros, en sus pocos años de vida habían tenido crueles experiencias de guerras, revueltas, derrotas, treguas impuestas por las armas de Roma: eran rehenes, es decir, estaban allí como garantía de que sus padres respetarían los pactos de una paz dura. Detrás de sus nombres emergían inconmensurables tierras de Asia, ciudades míticas, desiertos, ríos gigantescos, lejanos mares interiores.

El mayor era Herodes de Judea -nieto de Herodes el Grande, el fundador de Cesarea y reconstructor del templo de Jerusalén-, que enseguida alardeó de la larga amistad de Augusto y su abuelo y declaró:

– No hicieron falta legiones contra él.

Tiberio había considerado que la domus de Antonia, la madre de aquel Germánico tan añorado en Oriente, era el sitio ideal, sometido a un riguroso pero invisible control, para el suntuoso confinamiento de esos jóvenes príncipes. Muchos senadores se habían quedado asombrados. Pero para Tiberio, además de garantía de la paz actual, estos eran un proyecto futuro: educados en Roma, impregnados de su cultura, conscientes de su poder, con el tiempo se convertirían en dóciles y seguros colaboradores.

Las desmesuradas dimensiones de la domus ofrecían a aquella juventud prisionera, en los pabellones, las termas y los laberínticos jardines, las jornadas más agradables y relajantes. Tiberio veía en todo eso una poderosa ayuda. Del gran mercado de esclavos de la isla de Delos, llegaban para los príncipes orientales junto a lebreles, pájaros raros y caballos de ágiles patas, adecuadas para las curvas del hipódromo privado- muchachas de larguísimos y negros cabellos que tocaban, con instrumentos jamás vistos, dulces canciones incomprensibles, salvajes amazonas rubias de Escitia y exquisitas bailarinas que necesitaban todo el tiempo que dura un banquete para dejar caer, uno tras otro, en una enervante tensión, todos los velos que las envolvían, como era costumbre en Petra. Y Herodes contó riendo que, con una danza así, su prima Salomé había hecho enloquecer al viejo Antipas.

Antonia, lejana e inaccesible, nunca se había acercado allí: ignoraba, o se había decidido que aparentase ignorar, sus atrevidas experiencias. Concedía audiencia a los jóvenes príncipes, en grupo, solo en las grandes festividades romanas, y en esas ocasiones se mostraba maternal y auxiliadora. Su complaciente sumisión a los proyectos de Tiberio sorprendía a muchos en Roma. Se decía que era una devota y extrema fidelidad a la memoria del hermanastro de Tiberio, el hijo que Augusto no había podido reconocer y que había muerto muy joven, en resumen, el enésimo lazo de aquella laberíntica parentela.

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