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La sala, elegantísima, silenciosa, estaba perfumada por grandes jarrones de flores.

– Atados con finas cadenas de oro en el cuello y en las muñecas, vestidos con largas túnicas de seda que rozaban el polvo…, yo no había visto nunca túnicas de seda…, los dos adolescentes prisioneros caminaban inseguros en la cabeza del cortejo. Eran mis hermanos, y era la primera vez que los veía. Eran los hijos de mi padre, que se había suicidado, y de su amiga, muerta con él, Cleopatra, la reina por cuya causa él había repudiado a mi madre. Éramos coetáneos. Mi padre había conseguido dejar rastro de sí mismo en las dos mujeres de su vida casi al mismo tiempo. Mi madre lloró mientras yo nacía. Después nos contaron que la otra, allí, también había llorado mucho.

Cayo, sentado a sus pies, apoyó los codos en las rodillas de ella, como había hecho durante años con su madre. Ella, acariciándolo, le levantó el rostro, lo miró y dijo:

– ¿No crees que para mí todo eso fue insoportable? ¿Quizá tanto como lo que tú estás viviendo ahora?

Cayo se dejó acariciar y no respondió. Ella, con las dos manos, le presionó suavemente las sienes con un movimiento circular para apartar de su mente lo que estaba pensando. Él cerró los ojos.

– Las esclavas egipcias me dijeron que, en los últimos tiempos, Marco Antonio -de vez en cuando se refería a su padre llamándolo por su nombre, como al hablar de un personaje histórico-, cuando la angustia aumentaba, le pedía a su reina que lo acariciara. -Sus dedos intensificaron la leve caricia en las sienes de Cayo-. Así. -Cayo abrió los ojos-. Mi padre tenía treinta años cuando habló por primera vez con la reina Cleopatra -dijo Antonia-, y fue el día que mataron a Julio César.

Cleopatra vivía entonces en Roma los días de su clamoroso amor con Julio César y del hijo de ambos, el pequeño Tolomeo César, el heredero que, por el simple hecho de existir, había aterrorizado políticamente a casi todos los senadores. Así pues, aquella mañana de marzo, Marco Antonio, fiel partidario de julio César, se había presentado en la residencia y había tenido que decirle sin rodeos que su jefe había sido asesinado en plena Curia y que ella también corría un gran peligro. El carácter trágico de aquel momento no había permitido enmascaramientos de tipo psicológico o seductor a ninguno de los dos: se habían conocido como si llevaran tratándose toda una vida. Él la había visto tan bella que daba vértigo, increíblemente valiente, sin lágrimas, de mente rápida; ella había visto en él al único hombre de Roma que se había preocupado de salvarla, de hacerla huir con su hijo, al que toda Roma odiaba.

– Era inevitable que volvieran a encontrarse. Poco después la vio en Oriente y nada pudo separarlos, nada, ni siquiera el matrimonio con mi madre, la hermana de Augusto.

Toda Roma sabía que Marco Antonio había llevado aquel insoportable matrimonio con Octavia como una cadena de esclavo. De hecho, la había dejado en Roma para regresar inmediatamente con su reina. La estrategia de los matrimonios inventada por Augusto había sufrido la más hiriente humillación. Pero los senadores habían recordado que, unos años antes, «aquella egipcia» incluso había logrado nublar el juicio de un hombre experto y duro como julio César, hasta el punto de que matarlo, y en pleno Senado, había parecido el único remedio. Y ahora también Marco Antonio cedía a Cleopatra, en un pacto de alianza, la isla de Chipre y una parte de Siria y de la provincia de África, alrededor de Cirene. Al igual que para Julio César, además de un amor inevitable era un proyecto de imperio a escala planetaria. En Roma se habían enfurecido. «Está regalando ciudades y provincias romanas como si fueran objetos personales», gritaban los senadores.

– Mi madre lo quería. Él lo tenía todo para ser amado por una mujer tan sumisa: celebridad guerrera, inquietud, fama de libertino. Y mi madre esperó hasta el último día que volviese. Pero, a pesar de las intimaciones de Augusto, a pesar de las lágrimas y los convulsos viajes en vano de mi madre, él no aguantó lejos de la egipcia, como la llamaban los senadores más viejos. Algunos incluso fueron a visitarlo allí y volvieron indignados, contaron que estaba irreconocible, que ya no tenía nada de romano. E hicieron llorar mucho a mi madre… Y al final él le mandó aquella carta de repudio para casarse con Cleopatra, una carta tan cruel que mi madre dijo que no podía haberla escrito él. Pero Augusto le ordenó que no llorara. «Esa carta pensada en la ebriedad del vino no hiere a una mujer, insulta a Roma», dijo. Y así empezó la guerra en la que Marco Antonio moriría.

La voz de Antonia estaba cargada de emoción, pues hacía muchos años que no había podido hablar de ese modo con nadie. El joven Cayo apoyaba los brazos en las rodillas de ella con una sensación de paz y seguridad, sin tener que guardarse las espaldas, pero Antonia dejó de acariciarlo.

– Así llegó el día que me aterraba, el día del triumphus de Augusto. Vi el cortejo desde lo alto de la tribuna imperial. Vi los carros y las fercula donde iba expuesto el resplandeciente botín de oro. Era un río de oro: estatuas de dioses, leones, esfinges y esparavanes, candelabros, vasos. La muchedumbre se embriagaba viéndolo. Y de repente, la enorme pintura de la reina de Egipto en su cama, casi desnuda, ofreciendo el pecho a la mordedura de la cobra. Al verla avanzar, los gritos del pueblo se interrumpieron. Pero después de la imagen de la reina muerta llegaron los prisioneros vivos, los hijos de ella y de mi padre. A lo largo de toda la calle, la multitud había gritado sin parar insultos contra aquellos chiquillos, y pese a los guardias algunos intentaban agarrarlos. El varón no veía a nadie; ella, como una gacela, saltaba si la tocaban. Iban con las manos colgando entre las cadenas, pero mantenían la cabeza alta. Los seguía, desorientado, un niño más pequeño, debía de tener siete años, y también lo habían encadenado. Yo miraba desde lo alto de la tribuna, al lado de mi madre, porque, aunque el derrotado era mi padre, era la sobrina del vencedor. Alguien consiguió asir a la niña por el vestido de seda y se lo rasgó a la altura del delgado hombro. Los guardias lo obligaron a retroceder. Vi la piel de ella; era más oscura que la nuestra, de color miel. Le corrían pequeñas lágrimas por las mejillas.

»El cortejo se detuvo bajo nuestra tribuna. Vi los toros blancos destinados al sacrificio, a los músicos, a los lictores. Augusto, desde la cuadriga, levantó el brazo para saludarnos y la multitud lo aclamó. Porque mi madre, abandonada y humillada, era su hermana. Y esa era la venganza. Pero el vencido, la víctima, para mí seguía siendo mi padre. Los niños, los hijos de la otra, también tuvieron que detenerse delante de nosotros, pero no levantaron la vista. Los gritos eran ensordecedores. "¿Y para esto se ha hecho la guerra?", dijo mi madre.

»El cortejo se puso de nuevo en marcha. ¡Qué combinación de nombres grandiosos había puesto Marco Antonio a aquellos preciosos niños, los hijos de la otra, en comparación con el simple y republicano nombre de Antonia que me habían puesto a mi! El, Alejandro Helios, llevaba el nombre del conquistador de Babilonia y el nombre divino del Sol; ella, Cleopatra Selene, el nombre de la reina de Egipto y el de la divinidad lunar. Eran gemelos. Los astrólogos habían encontrado signos maravillosos en su nacimiento, en el semen del padre y en el vientre de la madre, y en todos los astros del zodíaco. Pero resultó que todos eran signos de desgracia. Detrás de ellos iba, encadenado y aterrorizado, el cortejo más deslumbrante que Roma hubiese visto nunca: cientos de artistas, médicos, arquitectos, poetas, sacerdotes, músicos, siervos, cocineros, acróbatas…, la corte entera de la reina de Egipto con sus vestiduras de todos los colores. Augusto los había traído como si fueran animales exóticos, para echarlos como pasto a la gente de Roma. Mi madre miraba, atónita, y en ese momento, me contó más tarde, empezó a comprender por qué su amado Marco Antonio había quedado atrapado por aquella tierra y aquella mujer, hasta el extremo de tener que morir allí. Y empezó a sentir un dolor más leve.

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