Así acabó la larguísima vida de Livia Augusta. Y a Cayo tampoco le fue dado verla, ni él lo pidió. Esperaron, con las últimas y exiguas esperanzas, la llegada de Tiberio para las exequias. Esperaron tanto que el cadáver estaba casi descompuesto -escribió el ácido Suetonio- cuando fue colocado en la pira.
Entonces los magistrados romanos cayeron en la cuenta de que, después de tantas matanzas, el pariente más cercano de la No verca en Roma era el joven Cayo. Y los impúdicos juegos del poder le impusieron, a sus dieciocho años, pronunciar la oración fúnebre. Sería su primera aparición en público, le dijeron con insidiosa deferencia los funcionarios de palacio, y él se preguntó qué órdenes habían recibido y para qué planes. Alguien añadió, con ambigua adulación, que ardían de curiosidad por escucharlo, porque era el hijo del mítico Germánico y de Agripina, la nieta de Augusto. Pero él se dijo que todo eso nacía de la peligrosa mente de Tiberio y se preguntaba las razones.
A los funcionarios imperiales les sorprendió la absoluta calma con que se preparaba, siendo tan joven, para la intervención y acabaron por pensar que era demasiado tonto para valorar la importancia. No sabían -y hasta aquel día no lo sabía ni siquiera él- qué hablar en público le produciría un placer puro, apasionante, fascinante.
Fingió que intentaba preparar la oración; después de aquellas largas lecturas, su mente estaba llena de lapidarias frases latinas, de un límpido y proporcionado estilo en griego. Sin embargo, con prudente disimulo, tras redactar dos estúpidas líneas pidió ayuda a personajes de la familia Caesaris, los cuales intervinieron con la misma actitud prudente y servil. Él vio con satisfacción que habría escrito la falsa conmemoración bastante mejor, pero no añadió casi nada de su cosecha.
Habló de la difunta, de Augusto y de la historia con un pérfido placer: a medida que pronunciaba las palabras, todos aquellos años atroces iban quedando cada vez más atrás en el tiempo, habían acabado, no resurgirían. Mientras él hablaba, la terrible Noverca se disolvía, sus proyectos morían con ella, y él -el cachorro de león- estaba bien vivo. Pero todo eso lo disimulaba con una ingenua dignidad ante senadores, sacerdotes y magistrados, que sin duda sabían mucho más que él de la sanguinaria historia de su familia y que, con su larga y zorruna experiencia, mientras él hablaba escrutaban qué se escondía detrás de su joven e indefensa inocencia. Tendría muchas otras ocasiones para valorar los silencios y las atenciones de los senadores, pero aquel día nadie podía imaginarlas. En cualquier caso, se equivocó una o dos veces al leer, como si de verdad recitara mecánicamente un texto escrito por otros. Si alguien necesitaba tranquilizarse, se tranquilizó.
Finalmente, el humo de la pira cubrió el cadáver y después lo envolvió por completo. Las puertas de bronce del mausoleo de Augusto se abrieron para dejar entrar al cortejo fúnebre que debía depositar la urna sobre su monumento. Y cuando lo que quedaba de Livia fue dejado allí dentro, durante unas horas él esperó, absurda, apasionadamente, que su madre y su hermano Druso se salvaran.
Pero al día siguiente de las exequias llegaron las más inesperadas órdenes de Tiberio. Debía de haberlas escrito nada más enterarse de la muerte de su madre, o quizá las tenía preparadas de antes. Mandaba que cerraran la funesta casa de Livia y que llevaran al joven Cayo a la imperial domus de Antonia, la anciana madre del fallecido Germánico, su abuela.
Antonia había nacido -hacía muchos años- del breve e infeliz matrimonio de la hermana de Augusto, la enamorada Octavia, con el rebelde Marco Antonio. Y ahora todos citaban su gloriosa ascendencia augusta, mientras que nadie se atrevía a nombrar al padre, cuyo nombre ella llevaba con amargo orgullo. Pero se decía que Antonia era la única persona en toda Roma que no temía a Tiberio: «Ningún delator, ningún espía ha podido extender jamás una sombra sobre ella». Solo se había casado una vez (el enésimo, despiadado e intrincado matrimonio impuesto por el poder): con el segundo hijo de la Noverca, el famoso hijo del escándalo al que Augusto no había podido reconocer, el hermanastro de Tiberio, muerto bastante joven. Tras la temprana desaparición de este, Antonia había vivido decenios de viudez intachable y altiva en su domus -donde los tesoros traídos de Egipto estaban colocados con una elegancia inigualable-, rodeada de fieles esclavos, libertos e intendentes, casi todos egipcios y nubios. Un palacio en el que transcurrían días austeramente sencillos, se leía a los grandes escritores de la antigüedad y se recibía a muy pocos, y exclusivamente artistas, historiadores, filósofos, o mercaderes de la otra orilla del mar de Arabia con sedas, marfil y perlas, plantas raras de África y de Asia para su jardín, bálsamos y perfumes.
Escuchar las disposiciones sobre su futuro expuestas con sonriente complicidad por un oficial -era la primera vez que alguien le sonreía sin miedo después de tantos meses-, sumergió al joven Cayo en una alegría absoluta, fue como zambullirse en verano en las aguas de un lago. Porque Antonia era también la que, de adolescente, había vivido la época de Cleopatra, la tragedia de los dos suicidios en Alejandría y el triumphus de Augusto.
La casa de Antonia
La anciana Antonia era una admirable señora sin edad y sin arrugas, que vestía una suave túnica de seda de fascinantes colores y estaba rodeada por una corte elegantísima, comparada con la cual la morada de Livia resultaba desagradablemente gris.
Cuando se quedaron solos, Cayo, abrazándola impetuosamente, dijo, elevando el tono de voz casi hasta gritar:
– Hace casi dos años que no sé nada de mi madre y de mi hermano Druso, dos años que nos los veo, no oigo sus voces, no leo ni una palabra suya. ¡Parece que en Roma nadie sepa nada de ellos!
De pronto Antonia le estrechó la cara entre las manos y los pesados anillos le oprimieron las sienes.
– Pueden oírte -susurró, y lo besó con ternura, besos pequeños, cuatro o cinco veces.
Cayo notó sus cabellos suaves y perfumados, la mejilla lisa; alrededor de sus hombros, al abrazarse, crujió la seda bordada de las largas mangas al estilo griego. Inmediatamente calló.
– Yo tampoco -susurró Antonia. Él permaneció a la espera; la ansiedad era una mano que le atenazaba literalmente el estómago-. Yo tampoco conseguí averiguar más cuando le pregunté a Tiberio. Me contestó que están vivos, pero que no pensaba decirme nada más porque la seguridad del imperio es más importante que las noticias de la familia. -Frenó el gesto rebelde del muchacho y le aconsejó-: Espera. Tendrás tiempo.
Le acarició los labios con los dedos para que guardara silencio. En cuanto a sus hermanas, dijo, Tiberio las había casado, pese a su juventud, con patricios fieles a él que tenían por lo menos veinte años más.
A Cayo lo invadió la angustia y luego una furia impotente. -¡Así la sangre de Germánico quedará diluida por la de sus enemigos!
Antonia meneó la cabeza. Su rostro poseía una maravillosa serenidad, la piel fina y clara se extendía, tersa, sobre los pómulos, las cejas formaban una alta curva en la frente lisa. Parecía que no hubiera sufrido nunca. Dos oportunos collares de oro y perlas cubrían las débiles arrugas del cuello.
– Sé que te resulta difícil -dijo-, pero, te lo ruego, no busques a tus hermanas, no hables con nadie, espera. -Lo acarició y notó que temblaba de odio-. Tienes unos ojos
preciosos -le dijo-, deja que los vea bien. -Él abrió los párpados y ella murmuró-: Como tu padre, verde grisáceo, más verdes que grises… -Antonia sintió una intensidad difícilmente sostenible, casi hipnótica-. Tienes una mirada muy fuerte -susurró. El cerró los párpados y sonrió-. Aguanta un poco más: la sangre de Germánico eres tú. -Lo condujo a una sala-. Ven, siéntate aquí. -Le hizo sentarse a su lado, en una banqueta baja, doblegando poco a poco su rebelde impaciencia-. Yo tenía seis años menos que tú cuando cambió toda mi vida. Y fue el día que han llamado grande en la historia de Roma: el tercer día del triumphus de Augusto tras la conquista de Egipto.