Литмир - Электронная Библиотека

En realidad, después de la desconfianza y las sospechas de los primeros días, todos se estaban tranquilizando. Poco a poco empezaban a pensar que era de mediana inteligencia, abúlico y dócil; más aún, que incluso era tonto, manipulable, el heredero ideal.

Entretanto, Livia se había detenido, se había sentado lentamente, lo había visto y le había indicado que se acercase.

– Este jardincillo le gustaba mucho al divino Augusto -dijo cuando él estuvo al alcance de su debilitada voz-. Venía aquí a descansar de las tareas del imperio.

Dijo, con aquella voz monocorde, que Augusto había gobernado tantos años porque todas sus acciones habían sido meditadas largamente.

– Germánico, en cambio, murió joven.

Dicho por ella, era tremendo. Cayo comprendió que allí había implícita una amenaza criminal; de hecho, Livia sonreía. Añadió que Germánico había intentado imitar el sublime arte del poder que practicaba Augusto; quizá había comprendido que era la única manera de conservarlo y, en última instancia, de sobrevivir.

– Pero se mostró peligrosamente impaciente y murió muy joven.

Cayo no reaccionó. Ya tenía un dominio total de los músculos de la cara, de los movimientos involuntarios de las manos, de la postura de los pies. Germánico había dicho un día que el hombre no habla con las palabras, y a veces ni siquiera con los ojos; habla, como los caballos, como los perros de caza, con los estremecimientos y las tensiones del cuerpo. «Si temes que mienta, mira cómo se contraen sus dedos, cómo se mueven sus pies en los zapatos.»

Cayo había aprendido; y ahora escuchaba, relajado e inerte, mirándola a los ojos con amabilidad. Y cuando ella hubo terminado de hablar de su padre, él dijo, como confundido por no saber contestar:

– No me acordaba. Era muy pequeño…

Vio un imperceptible gesto de rabia: la vieja estaba arrepintiéndose de haber hablado demasiado con alguien que no era capaz de entender. Mientras vivió, no volvió a dirigirle la palabra.

Pero al día siguiente -un comentario oído por casualidad, un fragmento de frase- se enteró de que su hermano Nerón había muerto en la isla de Pontia. Lo asaltó tal angustia que su reacción instintiva de defensa fue decirse, sin parar de caminar, que había entendido mal, que no podía ser cierto. Sin embargo, al cabo de unos pasos se lo oyó repetir a otros, sin compasión, mientras él pasaba. No preguntó, no se volvió. Nadie le dirigió la palabra, nadie le informó de cómo o por qué. Llegó a su habitación y se encerró.

El invierno

Pasó el verano y el otoño. Una mañana, mientras por el cielo sereno del invierno romano se desplazaban nubes blancas, un oficial bastante mayor que ya había dejado la legión y se encargaba de la seguridad de la casa de Livia le dijo de pronto:

– Cayo, yo vi a tu madre cuando era más joven de lo que tú puedes recordarla.

Él se volvió de golpe y buscó en aquellos ojos como si fueran un espejo.

– Era guapísima -dijo el oficial, y Cayo comprendió que guardaba en la memoria el rostro de ella como había sido hacía quince años-. En el gélido invierno, mientras nosotros combatíamos, los queruscos de Arminio atacaron el puente del Rin. Y los nuestros, que defendían el puente, retrocedían, gritaban que el puente estaba perdido, querían incendiarlo. Pero entonces, bajo las flechas de los germanos, llegó tu madre. Yo estaba allí y la vi. Detuvo a los hombres que huían y los incitó a resistir; y ellos se avergonzaron y el puente se salvó.

De hecho, los historiadores romanos, tan parcos en elogios, también transmitieron ese recuerdo. «Femina ingens animi» (mujer de enorme empuje), escribiría brevemente Tácito.

Cayo se sintió imprudentemente tentado de abrazar a aquel oficial, pero se controló, y el oficial, sin esperar respuesta, reanudó su camino.

Cayo continuó paseando. El segundo invierno en casa de Livia estaba tocando a su fin, y había sido un invierno duro, ventoso e insólito, con nieve en el monte Soratte y en los montes Albanos, así como también sobre las rosas del jardín y los papiros que Augusto había traído de Alejandría. Esa mañana, de pronto, vio asomar entre la hierba helada las violetas trasplantadas del volcánico lacus Nemorensis.

Después de muchas semanas, vio capullos de rosa, mirlos saltando sobre la tierra removida; vio surgir de los papiros parduscos y marchitos un brote verde. Se preguntó cómo era posible que un día antes no hubiera visto nada.

Súbitamente, de forma irracional, pensó que quizá la vida le pertenecía. Tenía un aliado, y ni Tiberio, ni Livia, ni Sejano, ni aquellos senadores ataviados con sus odiosas togas y el fúnebre calceus negro podrían conseguir que se pusiera de su parte. Su aliado era el Tiempo, el incorruptible dios que se apoya en la guadaña.

Caminaba, y la mañana le parecía muy agradable. Era el último de su sangre, pero poseía algo que sus viejos enemigos nunca podrían conquistar: el Futuro. Él era un cachorro de león con las zarpas todavía frágiles. Debía esperar, igual que habían esperado los papiros, los mirlos, las violetas y las rosas. Notaba la poderosa respiración del Tiempo en la quietud del jardín. Le daba vueltas en la cabeza a ese pensamiento, y estaba cada vez más claro, sin tropiezos, igual que una piedra trabajada en la muela pierde las rugosidades.

Unos días después, se enteró por las conversaciones entrecortadas de los libertos que Livia Augusta «estaba mal». Mientras lo decían, lo miraban, quizá para observar su reacción. Pero él parecía solo infantilmente perplejo.

Había partido un correo para Capri, dijeron, y toda la familia Augustae esperó con nerviosismo al emperador, que desde hacía años no quería ver a su terrible madre. Un día de aquella larga agonía, un liberto, cerca del rincón donde Cayo se sentaba para leer tranquilamente, dijo en griego con acento sirio, riendo:

– Es inútil limpiar todas las salas. Tiberio no vendrá, porque la última vez que se vieron se produjo un violento enfrentamiento. Ella le enseñó aquellas tremendas cartas de Augusto.

Cayo se puso tenso, pero el liberto no daba muestras de recato ni de temer ser oído; es más, había hablado en voz lo suficientemente alta como para parecer que se dirigía a él.

– ¿Qué cartas? -le preguntaron.

El liberto sirio seguía riendo.

– Cartas de la época en que Tiberio estaba confinado en Rodas. Livia las ha conservado durante cuarenta años, y él se enfadó, intentó romperlas, pero ella no cedió.

Cayo levantó los ojos y se encontró con los del liberto que había hablado. El discurso, pues, iba dirigido a él. En los más antiguos y fieles servidores de Livia anidaban, como en todos los esclavos, abismos de odio inexplorados. Inmediatamente se preguntó dónde estarían escondidas esas cartas de Augusto. Pero no las encontraría nadie. Serían, a lo largo de los siglos, una oscura leyenda susurrada por los historiadores.

El liberto y sus amigos se alejaron. Cayo se dijo que, si ese hombre había dicho aquello deseando ser oído, estaba cambiando el futuro.

Efectivamente, mientras Livia agonizaba en Roma, el emperador fue esperado en vano. Una vieja esclava dijo que, después de sesenta años, Tiberio no había perdonado a su madre que lo hubiera dejado de pequeño en manos de despiadados preceptores, en la época del gran amor de Augusto. Pero quizá, se murmuraba, era algo muy distinto. Desde las salas más lejanas y tranquilas de la casa, leyendo las largas e intrincadas Aventuras de Alejandro, Cayo saboreó el amargo aislamiento de la vieja Noverca. La noticia de que Livia estaba muriendo sola, sin volver a ver a su hijo, fue de boca en boca por toda Roma, y alguien, para disculpar la escandalosa ausencia de Tiberio, se inventó que temían un complot para asesinarlo.

Cayo cerraba a su espalda la puerta de su habitación y allí dentro, solo -aunque con el pestillo roto-, reflexionaba en todas aquellas palabras. Nadie le dijo si Livia había llamado a su hijo, si le había enviado un último mensaje. En cualquier caso, Tiberio no se conmovió y dejó que muriera sola, en sus aposentos caprichosamente pintados al fresco.

43
{"b":"125263","o":1}