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Cayo se sentaba en el jardín a su lado y cerraba los ojos bajo el sol del invierno romano mientras él leía. Y los dos, el esclavo griego y el nieto del emperador, escapaban juntos con el pensamiento. Cayo levantaba los párpados de vez en cuando, como si despertara, y veía con satisfacción a su escolta, implacable y aburrida, esperando.

Un día, el bibliotecario griego le mostró la obra de Apolodoro de Pérgamo, que le había enseñado la elocuencia a Augusto.

– Mira -dijo-, la filosofía, las matemáticas, la medicina, la música solo hablan griego. -Era verdad, se estaba extendiendo por todo el imperio el fenómeno cultural de la diglosia, lo que significaba que, al conversar, todo el mundo pasaba del latín al griego con facilidad-. Si lo que quieres decir es importante o sublime, debes expresarlo con palabras griegas.

Una tarde que Cayo estaba desganado y melancólico, cayeron en sus manos las obras de Heródoto, el gran viajero e historiógrafo. Y estaba recorriendo superficialmente las líneas cuando destacó con claridad, como si estuviera escrita con una tinta diferente, una palabra: «Sais», el nombre de la ciudad sagrada del Nilo. Dejó el pergamino sobre la mesa, lo estiró y leyó que, hacía cinco siglos, aquel hombre había estado en Egipto, había sido acogido en el templo de Sais y había asistido, en el lago colmado por la crecida del Nilo, al rito de las naves sagradas: la plegaria a la Gran Madre Isis, la diosa cuyo nombre semeja un soplo de viento. Heródoto se refería a ese rito con el nombre de «la Noche de las Lámparas ardientes» y añadía: «Los egipcios llaman a todo esto "misterios". Y aunque he aprendido mucho sobre esas ceremonias, es mi voluntad no escribir nada sobre ellas y guardar el secreto».

El hermano mayor

En todo ese tiempo, nadie le nombró ni a su madre ni a sus hermanos. No tenía ni idea de dónde se había refugiado Druso con su diario; se lo preguntaba mentalmente de noche, dando vueltas en la cama de aquella miserable habitación: «Si está libre, seguirá escribiendo». Pero consiguió no hablar de ellos y no preguntar. No supo nada ni siquiera de la residencia del monte Vaticano, ni de todo lo que había dejado a su espalda. Durante casi un año, nunca fue el primero en dirigir la palabra a los demás. Solo contestaba, educadamente y un poco distraído, a los que le decían algo.

Era sombríamente impotente. Paseaba por el jardín con una especie de método, dando vueltas dentro del horizonte cerrado por aquellos muros. Desde el interior de la domus de Livia no se veía casi nada de Roma. Él no pidió nunca salir de los recintos de los palacios, nadie lo invitó a hacerlo, y estaba seguro de que no se lo habrían permitido.

Durante todos aquellos meses, recordando lo fatal que había sido para su hermano Nerón el atolondramiento de su joven esposa, no se acercó a ninguna de las disponibles, dóciles y jóvenes esclavas que lo acariciaban cuando se cruzaban con él. Sospechaba que habían sido instruidas para despertar su interés. De hecho, durante cincuenta años Livia había introducido en las estancias de

Augusto a jovencísimas y aterradas vírgenes, las presas que él morbosamente prefería, todas de países lejanos, sin saber una sola palabra en latín, destinadas a desaparecer quién sabe dónde al día siguiente.

Pero Cayo reaccionaba día tras día a todos los encuentros insidiosos con una inerte e inexperta indiferencia. Se percató de las sonrisas cáusticas a sus espaldas, oyó comentarios veladamente burlones, y todo eso le produjo alivio, porque si lo consideraban tonto e inofensivo no estaba destinado a morir. Tenía diecisiete años y medio, pero la vida le imponía pensamientos de viejo.

Descubrió que nada desorientaba tanto a los espías de Livia como una contestación que fuese tan insustancial que resultara inesperada. Descubrió que era utilísimo acompañar esas contestaciones con una sonrisa de satisfacción, como si su cerebro hubiera producido lo máximo que podía. «Llegará un día en que no me veréis sonreír», pensaba, recibiendo las miradas de los que lo contemplaban mientras, con atenta minuciosidad, arrancaba las hojas secas de un rosal.

Hasta que una mañana se encontró casualmente -o al menos eso pareció- con el oficial que lo había llevado allí tras la detención de su madre. El oficial le hizo un saludo militar casi rozándolo y dijo deprisa:

– Siguen todos vivos. -Miró alrededor-. Druso está cerca -susurró.

Cayo cerró un instante los ojos y cuando volvió a abrirlos el oficial ya se había alejado. Él continuó su camino despacio para dar tiempo a que se le pasara la emoción. Si Druso estaba «cerca», eso significaba que lo habían capturado. Y el terrible diario que se había llevado la última noche del bargueño de la biblioteca, ¿dónde estaba? La compasión del oficial le había impedido decirle que Druso, que apenas pasaba de los veinte años, estaba cerquísima, pues estaba encerrado en los sótanos de la Domus Tiberiana, cuyas espeluznantes mazmorras pasarían a la historia como el Carcer Palatinus.

En casa de Livia, el silencio nocturno era terrible. Cayo dormía poco y su sueño era agitado; un soplo de viento en un postigo lo despertaba. Y entonces ponerse a pensar era como tirar del extremo de un ovillo, irremediablemente. En la oscuridad, llegaban imágenes de su madre estremeciéndose entre las almohadas, de Nerón riendo por cualquier cosa y de Druso escribiendo con el entrecejo fruncido. Ya no volvía a conciliar el sueño hasta que entre las cortinas se filtraba la luz perezosa de los amaneceres invernales. Y se decía que quizá la decrépita Livia, la Noverca, por la noche también daba vueltas en la cabeza a pensamientos que no la dejaban en paz. De hecho, en Roma se decía que padecía de insomnio.

Livia apareció inesperadamente por el fondo del jardín y lo atravesó apoyada en dos dóciles esclavas, caminando a pasos cortísimos. Detrás de Cayo, un grupo de libertos murmuró que debía de tener ya ochenta y ocho u ochenta y nueve años, nadie lo sabía exactamente.

– Tiene más -dijo una voz malévola.

¿Cómo pudo un hombre como Augusto -pensaba Cayo- compartir toda su vida con una mujer como esta, momificada, viejísima, envuelta en lana blanca incluso en verano? ¿Cómo era esta mujer hace setenta años? ¿Qué le dio?»

«Un hombre -había dicho Germánico- necesita a una mujer al lado de la cual pueda creer de verdad que duerme tranquilo.» Durante toda la vida, Livia, inteligentísima y fría, después de haber sido el intenso amor de una temporada, se había transformado en la más acorde y fiable ayuda para el poder de Augusto. Livia lo había aceptado impasiblemente todo de él: las traiciones continuas y conocidas en toda la ciudad, los amoríos con las mujeres de los amigos, que eran también amigas suyas, la vida organizada según sus exigencias, el ser su mejor aliada y ya en ningún caso su esposa. Liberarlo en sus relaciones de las mentiras y del pudor. Discutir, sugerir, aconsejar, insistir con la seguridad de una asexualidad que la protegía de las comparaciones, del rechazo y del repudio. Vigilar y gestionar, como una sultana, la calidad y la peligrosidad de las presencias femeninas en sus estancias de intelectual perspicaz, turbio y complicado. Despreciar en secreto sus debilidades masculinas y conocer las palabras de su mente hasta el punto de guiarlas, controlarlas y envenenarlas sin que él fuera consciente. No pedirle nunca nada, hasta el extremo de parecer desprovista de deseos personales, salvo cuando tenía que sugerirle un despiadado asesinato. Y todo ello porque, como había escrito Druso, sin él, Livia no habría sido nada.

Detrás de Cayo alguien susurró que Tiberio, su adorado hijo, la causa visceral de sus crímenes, no iba a verla desde hacía años. A Cayo le sorprendió que hablaran así delante de él, sin ningún recato. Nunca lo habían hecho. Pero no dio muestras de haber oído.

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