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El bibliotecario retiró la cubierta y alisó la primera porción con sus viejas y hábiles manos, y Cayo vio, en lugar de un escrito, una serie de líneas sinuosas que recorrían toda la anchura de la hoja. En el borde lateral había pegada otra, y a medida que Higinio desenrollaba y alisaba, se veía que las líneas ondulantes continuaban en las otras hojas pegadas en fila. En algunos puntos había trazados círculos negros dentro de los cuales había nombres escritos.

Higinio señaló con el índice y dijo:

– Las líneas son ríos y vías, los círculos son países y ciudades. ¿No lo sabías? Lo dibujó Agripa, el padre de tu madre.

El muchacho se acordó de pronto: era una leyenda familiar, era el formidable proyecto que Marco Agripa, el gran general, había concebido hacía sesenta años. Era el mapa geográfico de todo el imperio, la Forma Imperii.

En las tierras conocidas de Occidente, antes que él a nadie se le había ocurrido reproducir en un dibujo -con la indicación proporcionada de todas las distancias, calculada por cartógrafos e ingenieros- las dimensiones y la forma de las tierras sometidas a Roma.

– Era el compañero más fiel de Augusto -dijo Higinio con causticidad intencionada, mientras alisaba una arruga del papiro.

El inmenso trabajo había llevado veinte años, y el original había entrado celosamente en la biblioteca imperial y nadie había vuelto a verlo.

De ese documento también se hizo una gran copia en mármol en el corazón de Roma. Y se realizaron miles de copias en papiro o pergamino para los comandantes militares y los funcionarios civiles, enrolladas dentro de prácticos estuches para viaje.

En menos de dos siglos, el imperio se había extendido por tierras tan remotas que muy pocos lograban hacerse una imagen mental de él. Pero en aquel mapa Agripa había dibujado el imperio como el cuerpo de un descomunal gigante tendido, respirador y vivo, con cientos de robustas venas de un extremo a otro: o sea, cincuenta mil millas romanas de vías pavimentadas. Cada cinco millas, una estación intermedia, una mutatio para cambiar de caballos y repostar víveres y bebidas; en cada etapa -recorrido medio de una legión, a pie, según las dificultades del trazado, quince o veinte millas-, una estación, una mansio con hospitia para los viajeros y stabula para los carruajes y los animales. Todas las statio y todas las mansio estaban señaladas en el mapa. A tramos regulares se elevaba una torre para señales visuales.

Agripa había dividido el imperio en veinticuatro regiones: las vías partían de Roma, a lo largo del mar Tirreno, hacia la Ga lia Narbonense y la Hispania Tarraconense y Bética, las ciudades de Narbo, Tarraco, Augusta Emerita, en el extremo occidental; o, atravesando los Alpes, hacia las Galias -Bélgica, Lugdunense, Aquitania- que habían visto las guerras de Julio César, hacia las lejanas ciudades situadas a orillas de los inmensos ríos septentrionales, como Segusium, Lugdunum, Augusta Treverorum, que actualmente son Lyon y Tréveris; y el otro paso, el Summum Planum desde donde se bajaba al corazón de Retia, Nórica, Panonia, hasta la mayor plaza fuerte contra los bárbaros del nordeste: Carnuntum, con su puerto en el Danubio. Y después el Adriático, Dalmacia, Corinto, Atenas, Macedonia, el Egeo, el Bósforo, el Ponto Euxino, Bitinia, Cilicia: el reino de Pérgamo, que fue llamado provincia Asia, Lidia, Caria, jonia, la provincia de Siria, que había sido el riquísimo reino de los seléucidas, Judea. Y por último Alejandría, Egipto; las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega; la costa de África, desde Cirene hasta Cartago; y Mauritania hasta las costas atlánticas.

Por aquellas vías transitaban procónsules, legados y prefectos; viajaban los productos comerciales; marchaban las legiones, circulaban, directamente a las grandes llanuras del este y del septentrión, las veloces oleadas de la caballería ligera y la arrolladora caballería pesada, los cataphracti; avanzaban las potentes máquinas obsidionales, los músculos que demolían ciudades. Era el imperio, y Augusto tenía razón: poseerlo valía la muerte de cualquiera.

Un día, Cayo -que era joven, y tenía sueños agitados, y por la mañana se levantaba cansadísimo de la cama- se quedó dormido, con la cabeza apoyada en los brazos, sobre la mesa donde estaba extendido el famoso y frágil mapa.

Lo despertó el repiqueteo de dos dedos leves pero duros sobre su hombro derecho. El viejo bibliotecario medio ciego, con una risa irónica en los ojos enrojecidos entre los párpados llenos de arrugas, preguntó:

– Es un estudio pesado, ¿verdad?

Él irguió la espalda y respondió que sí, que realmente lo era.

– Piensa que lo que a ti te cuesta leer en este mapa -dijo Higinio con orgulloso desprecio-, el divino Augusto lo conservó toda la vida en su mente, todo. Y me dijo que, para él, pensar en las vías y las ciudades de la Forma Imperil era como pensar en los pórticos y las estancias de su casa. -Se echó a reír-. Si alguien cambiaba de sitio un bronce pequeñísimo como este, enseguida se daba cuenta.

Cayo también rió, con estúpida docilidad, y mientras reía de ese modo sabía que estaba jugando su juego con la muerte. La muerte lo acechaba, taimada, cauta e invisible, igual que los cocodrilos del Nilo espiaban, con los ojos a flor de agua, a las incautas gacelas que se acercaban para beber. Miró los ojos del bibliotecario, opacos a causa de las cataratas, y se puso de nuevo a leer, inmóvil, con la barbilla apoyada en los puños.

Leía durante horas, volvía atrás, reflexionaba, y en el plano de la lógica no sabía por qué. Pero aquella búsqueda venía de las profundidades de su mente, quizá de los impulsos de la psique, o de los recuerdos depositados en su carne por los que lo habían precedido. Su Yo tendía a ese mundo sepultado, «no, no, sepultado no, aprisionado como una semilla en la tierra, como monedas de oro en un cofre». En las hojas de papiro, en los crujientes pergaminos, las mayores mentes del pasado, mientras que su cerebro físico se descomponía en polvo, continuaban moviéndose, inmortales.

Y a él, que había visto siendo tan joven el final de su padre y vivía sin ilusiones la agonía de su madre y de sus hermanos, poseer aquellas elevadísimas palabras -nacidas asimismo del silencio, la soledad, el dolor- le ofrecía una especie de lúcida invulnerabilidad. La gran Conversación a través de la vida, la muerte, los milenios y la distancia lo estaba acogiendo también a él. Y en la siniestra casa de Livia nadie imaginaba lo imparable, inalcanzable y triunfal que era su evasión.

Los guardianes describían a Livia su obtusa y obstinada estupidez. Y él pensaba que Augusto había reinado cincuenta años desmontando decenas de conjuras y había muerto imperialmente en su cama. Y ahora era como si, junto a él, en una misteriosa iniciación, le explicase el despiadado y sublime arte del dominio. Cerraba los ojos, reflexionaba. «No conseguiréis matarme.»

El bibliotecario griego

La biblioteca griega, en cambio, tenía un pórtico que daba a un pequeñísimo jardín interior y los encargados enseguida lo trataron con simpatía. Cogían de las estanterías los rollos más antiguos, los más arriesgados y controvertidos cuadernos recientes. El bibliotecario jefe era un ático listísimo, con una prodigiosa memoria visual, y acariciaba los estuches de piel que contenían los rollos en las estanterías como si fuesen criaturas vivas, el hocico de un bonito perro de caza.

Pero, si extendía un rollo de poesías, ¡qué maravilla oírlo! Le apasionaba leer en voz alta y recitaba decenas y decenas de versos de memoria, estrechando el rollo del poeta en cuestión entre las manos. Como a un actor trágico, le gustaba declamar, y avivaba el sonido de cada palabra sílaba por sílaba, marcaba con etérea elegancia la pronunciación y las pausas en los complejos acentos de los versos. La literatura era para él un mundo sonoro. Se emocionaba, cautivado por los sonidos, hasta el punto de que a veces parecía que se olvidara del significado intelectual.

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