Pero el cuarto documento era su historia, y lo había titulado Index rerum a segestarum, «Catálogo de sus empresas». Higinio puso el elegantísimo escrito sobre el atril y conminó a Cayo a no cambiarlo de sitio por ningún motivo.
Del codex salió un ligero polvo mientras Higinio leía, o quizá recitaba de memoria, la apostilla: Augusto había ordenado que aquel escrito fuera esculpido en una inmensa lastra de mármol, en Roma, y grabado en placas de bronce en las capitales de todas las provincias del imperio.
– Desde Iberia hasta Armenia, desde Augusta Treverorum hasta Alejandría, la orden fue cumplida -dijo Higinio antes de abrir con infinito cuidado el codex.
Cayo empezó a leer apasionadamente y desde la primera línea quedó cautivado. La autobiografía destinada al mármol y a la piedra comenzaba de un modo grandioso: «A la edad de diecinueve años, por iniciativa propia y corriendo yo con los gastos, reuní un ejército y liberé al Estado de los que lo oprimían… exercitum privato consilio et prívata impensa comparavi». Diecinueve años y todavía menos palabras. Claras e impecables, decían todo y solo lo que había querido el autor. No había significados confusos o tergiversados, ni confesiones no deseadas, y mucho menos emociones o contradicciones. Eran realmente palabras para esculpir en piedra. La única característica oculta que se podía percibir era un fuerte, sereno y consciente orgullo.
En unas pocas décadas, el poder de Roma se había extendido por un espacio inmenso, decenas de lenguas distintas, miles de miles de fronteras, diferencias abismales entre los súbditos, desde los germánicos hasta los blemios de Nubla. Aquello suscitaba todos los días problemas inesperados, exigía siempre nuevas, dúctiles y rápidas artes de gobierno.
Pero las estructuras de la antigua y libre República habían nacido en un exiguo sector del Mediterráneo; el orgulloso Senado republicano, ya desordenadamente dividido en corrientes, era inadecuado para dirigir la creciente grandeza del imperio. Los senadores se habían visto obligados a reconocer jefes; de vez en cuando, del cuerpo del Senado salía alguien nacido para mandar -un cónsul, un triunviro, un pater patriae- y los senadores delegaban en él parte del poder. O este se lo arrebataba con las armas e inmediatamente los senadores se rebelaban.
Así pues, tras el largo azote de las guerras civiles, Augusto había debilitado suavemente los viejos ordenamientos republicanos. Puesto que era imposible encontrar en el Senado el rápido acuerdo de aquellas mil cabezas en los asuntos cotidianos, un problema cuya solución era impostergable, él había conseguido reducirlas poco a poco a seiscientas expurgando la oposición. Y los supervivientes se habían alegrado porque cada uno de ellos, por separado, había ganado poder.
Había transformado las leyes sin cambiarlas, modificando su aplicación. Se había declarado defensor de una república en la que de república no quedaba nada. Su capacidad para embaucar había sido inmensa. Con buenas maneras había jugado entre los títulos lisonjeros y los poderes reales. Había cedido a las numerosas autoridades del Estado las funciones que no contaban demasiado, pero se había quedado para sí mismo las pocas realmente importantes.
A los senadores les correspondía elaborar las leyes, a él hacerlas cumplir. Con el más formal respeto a prerrogativas y convenciones republicanas, senadores, magistrados y asambleas proseguían su antigua rutina; pero para él había sido inventado el cargo absoluto de princeps civitatis. Había dejado al Senado el placer de elegir los procónsules de las tranquilas provincias interiores, pero las agitadas provincias de conquista reciente, las situadas en las fronteras donde estaban las legiones en armas, eran gobernadas por su mano de hierro. Día tras día, había aumentado la presión, escondiendo la dictadura dentro de estructuras engañosamente dúctiles.
De hecho, los senadores, cansados de conflictos, habían secundado la transformación con un estupor cada vez más sumiso. Solo alguno había escrito, indignado, que, en una decadencia indolora de las grandes familias -los Escipiones, los Valerlos, los Cornelios, los Fabios, los Gracos, gente que había hecho la historia de la República-, el Senado estaba devorándose a sí mismo. Y periódicamente los senadores, aunque estaban reduciéndose poco a poco a una especie de Consejo de Estado monárquico, habían intentado reconquistar su antigua autoridad practicando el obstruccionismo y el boicot.
De vez en cuando se tramaba un complot que acababa fracasando y se transformaba siempre en procesos implacables. Porque, con aquel Senado -que ya había declarado enemigo a julio César y en definitiva lo había asesinado-, el genio de Augusto había logrado, en cambio, mantener un soberano equilibrio sobre el filo de un cuchillo. Ese había sido el sutilísimo y trascendental arte que, con pasos milimétricos, había construido la nueva constitutio romana y en la práctica había puesto su poder personal por encima de todas las leyes.
No era amigo de enfrentamientos directos con los adversarios, ni de clamorosas discusiones públicas, luego era inconcebible que le gustase la guerra. En realidad, no había participado nunca materialmente en un combate, ni por tierra ni por mar, y ni siquiera era un estratega. Sin embargo, quinientos mil ciudadanos romanos habían seguido sus enseñas empuñando las armas. Durante su gobierno, las legiones habían llegado más lejos que nunca, hasta Arabia Felix y Etiopía, y la flota había navegado hasta el extremo mar septentrional, desconocido hasta entonces. Y embajadores de los países más remotos, incluso de las Indias, habían ido a rendirle honores. Había sabido escoger a los que eran capaces de luchar por él y durante toda su vida se había rodeado de magníficos generales: Valerio Máximo, Estatilio, Carvisio, Terencio Varrón. A los dos mejores, Agripa y Tiberio, había tenido el cinismo de casarlos, uno después del otro, con su única hija, Julia. En todo este asunto, los trágicos conflictos familiares habían sido para él un obstáculo irrelevante.
Sus magníficas aptitudes diplomáticas y su experta predilección por los compromisos se veían compensadas -y en cierto sentido protegidas- por la gélida e inmediata crueldad de que era capaz en los momentos límite. El conjunto de todas estas capacidades era muy armonioso y lo había convertido en el personaje más importante del siglo. Y en un espléndido maestro para sus herederos.
Ni pompa, ni condecoraciones, ni fasto. Cuando regresaba a Roma de sus viajes, llegaba de noche para que no se armara alboroto en la ciudad. Pero en el Senado la primera declaración de voto era siempre la suya, y arrastraba indefectiblemente a los demás. Había sido aclamado emperador veintiuna veces y utilizado el título con extrema discreción. Había sido coronado como Augusto, es decir, digno de veneración y de honores, y apenas había sonreído. Con ese título nuevo, que hemos acabado utilizando como nombre propio, pasaría a la historia; y todos sus sucesores, durante cuatrocientos cincuenta años, lo harían suyo. Lo habían reelegido princeps durante cuarenta años consecutivos y lo había aceptado con agrado «hasta hoy que estoy escribiendo», concluía. Y daba la impresión de verlo, solo allí, en su escritorio privado pintado al fresco, a unos pasos de la biblioteca, mientras desgranaba una tras otra las palabras que quería confiar a los siglos futuros.
Cayo permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, al acabar de leer aquellas palabras. Dentro de él vivía la herencia física del hombre que las había escrito hacía decenios y que ahora era cenizas en su mausoleo. Y quizá, pensó, el destino quería que él las hiciese realidad.
Forma Imperii
– Debes conocer esto -ordenó después el viejo Higinio, dejando caer sobre la mesa un volumen altísimo, un rollo que sin duda llevaba años olvidado, pues el golpe levantó grandes e inesperadas nubes de polvo.